_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Orden y ciudad

Borges, al describir con impecable prosa la súbita seducción que sintió el bárbaro Droctulft por Rávena, a la que intenta reducir mediante asedio, define la ciudad: "Un conjunto que es múltiple sin desorden".Ciertamente, en lo físico y en lo social, orden y ciudad son, para quien acaba de llegar de la selva, una compleja y misma cosa.

Desde dentro, sin embargo, para el ciudadano que cotidianamente se debate entre el goce de su ámbito y el padecer de sus molestias (desde el tráfico a la inseguridad ciudadana), las cosas se complican: la gente acostumbra a decir que la ciudad es hoy anárquica. Aquí, pues, contrariamente a lo que ocurría con quien se sorprende al descubrirla, ciudad y desorden se equiparan.

Pero siempre se atribuyen estos inconvenientes a la falta de previsión y a las deseconomías que -se dice- aparecen sólo cuando se superan los umbrales de la razón y se hacen presentes el azar y el ruido. Con lo que, lejos de ver esta problemática como consustancial a la ciudad, se la considera resultado particular de determinadas políticas y se responsabiliza directamente a los administradores de originar con sus decisiones el desastre.

Esta generalizada repulsa no hace, por tanto, sino revelar que el sentimiento dominante en los ciudadanos es, en el fondo, igual que para el bárbaro, una confianza irreductible en el orden inmanente de la ciudad, lo que muestra la esperanza de que las cosas podrían y, sobre todo, deberían ser distintas.

Pero el orden, contrariamente a lo que ocurre con la dignidad o con la alegría, no es un fin en sí, sino tan sólo un medio, un instrumento para hacer, de forma estadísticamente certera, más fácil la llegada de aquéllas.

Veamos, sin embargo, cómo la ciencia desdice incluso este valor utilitario del orden y quita, en última instancia, la razón instrumental -que no la razón apasionada o sintiente- tanto al arrobamiento inocente del salvaje como al juicio acre del ciudadano.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Hawking

Hace más de un año, el profesor S. W. Hawking dio en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) una conferencia, La dirección del tiempo, cuyo colofón, mezcla de lucidez e ironía -único cóctel que hace tragable la trascendencia-, ahora transcribo:

"Si usted ha recordado cada una de las palabras que he dicho, su memoria habrá registrado alrededor de 150.000 bits de información. Así, en su cerebro, el orden habrá aumentado unas 150.000 unidades. No obstante, mientras que me ha estado escuchando, usted habrá convertido unos 300.000 julios de energía ordenada (en forma de alimento) en energía desordenada tal como calor que cede al aire por convección y sudor. Esto dará lugar a un aumento en el desorden del universo de unas tres veces 10 a las 24 unidades, alrededor de 20 millones de millones de millones de veces el aumento de orden producido por el hecho de que usted recuerde mi charla. Creo por eso que lo mejor es terminar ahora, antes de que degeneremos en un estado de completo desorden".

En otra conferencia reciente, Los futuros de la ciudad, el sociólogo Jesús Ibáñez se ha servido, con pesimismo, del anterior razonamiento de Hawking.

Pero este pesimismo no ha sido sólo de la razón, lo que no está mal, sino también -y asumo el juicio de valor que esta afirmación aporta- de la voluntad y el corazón, lo que ya está peor.

"El cuerpo y la ciudad", dice Ibáñez, "transforman el alimento en excremento...'.

Ciertamente es así, pero no es sólo así. Pues, pertrechados con el razonamiento del científico, deducimos que del cur.,pu que escucha y la ciudad que se construye no sólo resultan excrementos, sino también un paupérrimo, pero mágico, orden del que el universo antes carecía.

Concedamos que este orden producido en el cosmos -en la corteza cerebral o en la terrestre- mediante la acción de aprender algo o construirlo sea muy inferior al desorden establecido en ese mismo cosmos como consecuencia también de aquella actividad. En tal caso, la pregunta pertinente -el resquicio- para quien se plantea con voluntad de suerte la partida habrá de ser: ¿puede ese pequeIftísimo y novedoso orden, del cerebro o la ciudad, llegar algún día a producir un orden superior en el cosmos?

O, mejor aún: ¿puede en el futuro la ciudad (esa forma particular de poner orden en el universo) transformar, como pensaban los griegos, la physis en polis, el cosmos en mundo, y ganar definitivamente la partida al desorden?

Resulta difícil contestar, porque aún "no recordamos el futuro"; pero conviene dejar las ilusiones, ya que, según dicen los científicos, la respuesta se deduce de la segunda ley de la termodinámica: todo marcha irremediablemente hacia el desorden.

Final anunciado

La ciudad es un lenguaje que trata, como el lenguaje, de pensar / decir el cosmos para ordenarlo y hacerlo mundo. Pero ahora resulta que ese intento de poner mundo donde sólo había cosmos no es sino una manera de llegar antes al final anunciado.

La consecuencia inmediata más razonable parece una filosofía de corte oriental: ¡No hagan olas!, pues, cuanto menos se muevan, más tarde llegaremos a esa lamentable meta.

Bueno, pues, aun así, o mejor, precisamente por ser así el dictamen de la ciencia, hay que perservar en lo contrario. Ya que quizá lo único que se salva de esa entropía irremediable es la voluntad tonificada del ser.

Otra vez aquí lo importante es hacer compatible, conformea la propuesta de Gramci, "el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad". Lo que sólo es posible mediante el ánimo, que impulsa a la acción para que haga cosas, pero siempre con la condición, hoy realmente depreciada, de hacerlas bien (age, si quid agis). Para ello es preciso acercar el mundo de la producción y el trabajo al privado de los deseos.

Y no tanto porque vayan a lograrse, en lo externamente humano, resultados sorprendentes, como por el estímulo y la moral que ha de suponer para lo más íntimo de los hombres. Lo que en Occidente no es independiente de la reducción del trabajo perentoriamente necesarlo junto a la obtención de tiempo para lo particular y no inducido ni determinado socialmente.

Debemos estar sobradamente dispuestos a anticipar el cataclismo si, como nos anuncia la ciencia, éste es el precio que hemos de pagar por la actividad de hacer bien las cosas. Como ya hemos dicho, sólo así conseguiremos el sentimiento tan preciado de la alegría.

Este intento, que se justifica por sí mismo, es ya vitalizador y estimulante, independientemente de que al final todo concluya en un revoltijo apaciguado y gélido de polvo y cenizas.

Admitido este talante, no parece desacertado perseverar en la construcción de la urbe: la más humana de las obras, porque su intento de ordenar el mundo alberga el proyecto más noble y radicalmente necesario: la fundación, ¡al fin!, de la auténtica patria, la comunidad de los hombres.

"La arquitectura en su totalidad es siempre el intento de una patria humana", entendida ésta como "algo que a todos nos ha brillado ante los ojos en la infancia, pero donde nadie ha estado todavía" (Bloch dixit).

Felipe Colavidas es arquitecto.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_