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Jubilar al jubilado

Ni gusto por la redundancia ni propuesta de una novedosa obra de misericordia. La consigna de jubilar al jubilado sólo pretende fidelidad a lo que sus mismas palabras sugieren: alegrar (iubilare), dar motivos de júbilo (iubilum) al que ha dejado de trabajar, y precisamente porque se ha liberado del trabajo. Claro está que los pobres recursos de la etimología poco pueden contra los particulares presupuestos de los Presupuestos Generales del Estado, y menos aún frente a ese nítido reflejo de la microhumanidad de los economistas que es la macroeconomía. Entre unos y otros no se advierte excesivo propósito de volver jubilosos a la mayoría de los jubilados. Al contrario, a la fatal condena de su vejez se le suma año tras año el escarnio público de su escuálida pensión; a la soledad y angustias íntimas del anciano se añaden el aislamiento social y las apreturas económicas de su jubilación. Pocos índices hay como éste más elocuentes del grado de nuestra crueldad institucionalizada.La tragedia de tanto jubilado se nutre de raíces más hondas que la magra remuneración que generalmente percibe. En realidad arranca del lugar venerable que el trabajo ocupa en nuestros días. En su forma alienada vigente, como actividad forzosa, unilateral y dependiente, el trabajo asalariado todavía se merece la maldición bíblica y el abyecto nombre que designaba a un antiguo instrumento de suplicio, el tripaflum. Pero en esta sociedad que hace del dinero el nexo básico entre los individuos, así como entre éstos y las cosas, y del trabajo el cauce primordial para los más de acceso al dinero, sólo quien ya no (o aún no) trabaja es el torturado y el socialmente maldito. Así que, paradójicamente, aquí hay júbilo en tanto dura el empleo y, en el momento en que tocaría festejar su despedida, sólo resta por lo regular la desdicha.

¿Habrá que repetir lo que, por desusado, hasta parece hoy de mal gusto recordar? Mientras la producción social gire en tomo no de las necesidades individuales o colectivas sino de la impersonal necesidad del capital, al jubilado medio no le está reservada mucha mejor suerte.

Una edad prefijada, tan caprichosa que hace acepción de clases y respeta al empresario, al profesional libre o al artista, le expulsa a él como cosa inútil del círculo privilegiado de los ocupados. Su capacidad laboral decrece en valor de uso, pierde así su maravillosa propiedad de rendir más valor del que encierra y, de acuerdo con las sacrosantas leyes del cambio, anula su derecho a recibir un salario. Con el deterioro de su potencia generadora de plusvalía desaparecen de golpe todas sus demás cualidades. Para su empleador, puesto que aquél ya no existe como soporte adecuado de su inversión, es literalmente como si no existiera: a lo sumo, una rémora, cuando no un desecho del mismo proceso productivo.

Sepa, pues, quien haya alcanzado ese temible límite biográfico que no es sino el propietario de una mercancía ya gastada y exprimida; al sobrar en este mercado, en buena medida está de más. La sentencia de muerte laboral -y con ella también, inapelable, la pena de muerte social- ha sido dictada, y el ex trabajador debe sentirla como una premonición de su muerte a secas.

Bien mirado, el panorama que se le ofrece podría ser más risueño. Hasta su jubilación, nuestro hombre ha vivido ante todo para trabajar y, por lo común, sólo ha trabajado para sí a condición de haber producido para otro. Ahora le sería dado empezar a vivir libre de fatigas y propiamente para sí, aunque sólo fuera porque se trataría por vez primera de su propia vida; ahora, al fin, por más que tarde y a un precio desorbitado, ha rescatado su tiempo, que es la materia prima de su existencia. Y, sin embargo, es tal la ecuación que por fuerza ha interiorizado entre su vida y el sacrificio de su vida, que precisamente ahora no sabe disponer de su recién estrenada autonomía. Si no crean valor de cambio, ni su tiempo ni su labor se le antojan valiosos. Estamos ante la supeditación suprema -y esta vez del todo gratuita- a la lógica del trabajo asalariado. En la resignación con que suele acoger su incapacidad laboral como si fuera su incapacidad absoluta, el jubilado rinde al patrón su definitiva pleitesía. Tras de que éste le marcara a fuego su condición servil, aquél parece haber acabado por aceptarla como su estado natural. Así acostumbra a recompensar la religión del trabajo a sus practicantes.

Pero es que el trato que el Patrón-Estado le dispensa en su calidad de pensionista confirma al jubilado en sus peores augurios. Tanto le escatima en sus prestaciones que aquella autonomía de última hora se enmohece por falta de medios para su gozoso disfrute. Todo sucede como si la esfera pública sufriera un contagio incurable de los valores que rigen la privada, de tal modo que un ser mercantilmente depreciado fuera -retóricas aparte- un ciudadano despreciable. Se diría que, siendo el consumo actual de esta persona improductivo (y sólo porque ella misma no es ya productivamente consumida), ha de morigerar al máximo sus deseos de consumir.

Al igual que el empresario, también el Estado ha colocado al jubilado en su capítulo de cargas y de población a extinguir. Y como esta añosa cofradía no está ya para muchos trotes delante de los guardias ni detrás de los ministros, se queda al sol o junto a la mesa camilla a desgranar sus penas sin mayores aspavientos.

Brota así de esta cicatería gubernamental en las pensiones un sospechoso tufillo como a beneficiencia pública, a caridad social. Nada más impropio al caso. No es un alto principio de humanidad lo que el jubilado común y molido invoca ni un graciable subsidio lo que reclama. El legítimo título que esgrime cuando solicita pensiones dignas es el de la justa restitución de lo que se le adeuda. En general, por la íntima continuidad que vincula al trabajo pasado con el presente y a la generación actual con la anterior: no hay objeto ni medio ni técnica de la producción de hoy que no sea producto de la de ayer. Más en particular, porque al Estado corresponde devolver al ex trabajador lo que él y su empresario (que ya se lo cobró con creces de múltiples modos) le adelantaron en su día.

Pero éste es un Estado del bienestar... de los que ya están bien sin el Estado. Aquí, los que han cargado con la mayor parte de la Hacienda pública en su etapa productiva quedan mayormente desamparados por ella en su época improductiva.

Los que pecharon con la menor, y en medio de unos beneficios que de tan brutos los llamaremos brutales, han acumulado reservas sobradas para afrontar un retiro sin sobresaltos. Y quienes graciosamente escaparon al deber fiscal, ésos pueden prepararse un feliz plan de jubilación a la justa medida de lo defraudado. A lo que se ve, también la religión del Estado prometía el paraíso a sus fieles, pero lo reparte entre los infieles. Casi al cabo del siglo, el Estado ha venido a reconocer que existe otra iglesia más universal, otras leyes y mandamientos más poderosos que los suyos. No había ya razón para que la comunidad pública permaneciera al cargo, por ejemplo, de lo que revela ser el último y seguro negocio de las compañías privadas de seguros. Lo que no sea capaz de asegurarse por su dinero el individuo, nadie se lo garantizará por su etérea condición de ciudadano. Ha llegado, en fin, la hora de que todo jubilado en potencia capte el mensaje que la dejación del Estado se empeña en difundir: fuera del mercado no hay salvación. O lo que es lo mismo: sálvese quien pueda.

¿A qué otro dios más amable nos volveremos, que a todos nos jubile con nuestra jubilación?

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