Una enfermedad profesional
Reconozco que vivía bastante bien. No con lujo, el lujo en mi oficio anda muy cerca de la delación, pero sí con desahogo y comodidad. Era además muy respetado en el ramo y creo que puedo decir, modestamente, que fui un personaje. Hasta llegué a enseñar. Por ahí circulan, sanos y salvos, en franca progresión, al menos una docena de discípulos míos. Alguna vez me visitan. Tenía mi arte y el mundo me sonreía. Pero una enfermedad profesional ha acabado con todo eso. No me tiemblan las manos, ni me muevo lento: mis gestos conservan todavía esa mecánica encadenada que tanto beneficia en la ejecución de los hechos. Pero la desgracia. no es física. Si hay algún desajuste, me parece que habrá que buscarlo en los circuitos del cerebro. Una cosa rara.Yo he trabajado más que nada la Gran Vía, por la zona de Callao, y un poco, casi siempre en domingo, la Puerta del Sol. Me gustan, como a muchos de mis colegas, las aglomeraciones. Actúo a mis horas, aprendidas durante más de 30 años de asistencia, y las cosas suelen salir con exactitud. Hace pocos meses, me tropecé con un hombre de unos 50 años, más o menos como yo, y le tenté. No suelo actuar sobre casos tan aislados, lo suyo es hacer una serie en el menor tiempo posible. Pero esa vez no seguí la norma. En la cartera había unas 300 pesetas en calderilla. La cartera era de plástico duro. De aquello no saqué nada y además estuve haciéndome reproches. Esa forma de trabajar no era la mía. Me fui a casa y me pareció que ya estaba olvidado. Caso curioso, dos días más tarde le volví a encontrar en el mismo sitio y le repetí el diagnóstico. Esta vez no llegaba el botín a veinte duros. Empecé a preocuparme. No sabía qué me empujaba a repetir una operación tan boba. De todas formas, decidí cesar en aquella clase de arrebatos. Creí que pronto estaría olvidado.
A pesar, lo primero que hice al día siguiente fue ir a esperarle. El lugar estaba en la parte alta de Preciados. Estuve esperando todo el día. Mientras esperaba pensaba en mi situación. Dependía de aquel hombre. Como otros dependen de lo que les mata. Se presentó al final de la noche, le hice una finta y me quedé con un llavero de plástico del Atlético. En días posteriores obtuve un juego de imperdibles, una baraja usada, una estampa de San Pancracio, un abono de metro y otro de autobús, un carnet de bingo. Lo peor es que no podía pensar en trabajos diferentes. Durante semanas enteras mi única ocupación consistía en esperarle y guindarle. Cada día nos hacíamos más pobres los dos. Él tenía cada vez menos cosas, lo notaba en mis beneficios. Yo, tuve que vivir de lo que tenía ahorrado. Un menesteroso robando a otro menesteroso, qué triste remate para mi carrera.
Luego sucedieron cosas curiosas. Desaparecían de mis bolsillos objetos que estaban allí antes de tropezarme con el sujeto de mi obsesión. No tardé en darme cuenta de que él también me robaba a mí. Parecía como si el simple trato le hubiera enseñado la profesión. Aquello se convirtió al poco en el intercambio de dos desahuciados. Una idea cruzó por mi cabeza y casi la hace estallar. ¿Y si él también se había obsesionado conmigo? Nuestro destino se habría unido entonces para llevarnos al desastre. Ahora era pobre y además del oficio, como yo. Pero condenado a asaltarme a mí, sin esperanza de que obtuviera rendimientos por otro lado.
Llegado a esta situación desesperada he decidido hablar con él. Expondré el asunto de forma que no le quede duda de la miseria mutua y del futuro creciente de esa misma miseria. Tal vez pudiéramos asociarnos. Terapéuticamente hablando. No llegaríamos muy lejos, casi seguro, pero al menos nos habríamos curado. Y eso es importante. Pobres, pero sanos. Sin embargo, no estoy seguro de todo lo que pienso. Quizá no trafique sólo conmigo. Quizá tenga talento. Quizá consiga su propia fortuna. En ese caso, no debo delatarme. Debo esperar. Una noche pasará por la calle Preciados con un abrigo estrenado y a la mañana siguiente se habrán terminado las calamidades.
Eso es lo malo, que estoy en duda. No sé si prefiero convertirme en un rico enfermo o en un pobre sano. Me está entrando un desespero...
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.