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Entre la aguja y el PSOE

Pertenezco a una generación atrapada entre la desesperación y el arrepentimiento. Vaya eso por delante. Los rostros que archivara mi memoria a lo largo de estos años de mal sueño van mutándose en síntomas de una difusa patología colectiva, de la cual nada ni nadie queda a salvo. Son los tiempos mórbidos que vaticinara Gramsci -cuando el futuro no acaba de nacer ni el pasado de morir-, me repito con frecuencia. Y trato de preservar en ellos la vieja clave espinosiana del materialismo político: "Humanas actiones non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere". Entender, por encima de toda valoración. No es fácil.No he conocido otro gozo que el de la resistencia. Creo que, en realidad, si hemos de hablar en serio (esto es, en metafísica), no existe otro gozo para los sujetos conscientes de su propia finitud. Si la infinita potencia hostil de lo otro que ante mí se alza posee: todos los elementos necesarios para acabar conmigo (y ¿qué es, al fin, la muerte sino la brutal irrupción de lo otro, que, imponiéndose sobre mi conatus, sobre mi esfuerzo de permanencia, suprime, con él, mi tiempo?), tal vez entonces mi identidad. toda quepa en esa lucha sin cuartel contra la homogeneización final en el consenso, contra la normalización que es eufemismo de la muerte. Sin objetivos finales ni esperanzas. No hay futuro para un comunista -esto es: para un materialista en política- No hay más individuación, más contingente autodeterminación tendencial que aquella que el rechazo mismo configura. Y sólo, desde luego, el horizonte de la muerte, el acecho de un riesgo permanente e inocultable, puede tornar en ético el universo fisico de los acontecimientos que la intelección nos revela necesarios. Tal el único puente entre la ontología (fisica que es metafísica) y la ética (metarisica que es lógica de la guerra).

Decir no, así, es en sí mismo el acto fundante de una moral revolucionaria que se quiere materialista, antiteleológica y antiutópica, por tanto. Y sólo en esa negación originaria es posible el pensamiento, esfuerzo de autodeterminación al margen de todo sentido, al cual el Estado (que es la forma alusiva/ elusiva de lo otro que me configura en siervo) no puede, necesariamente, sino criminalizar (administrativa o simbólicamente) como atentado contra las palabras en las que se construye una armonía del mundo que no da sino en ser cobertura del sinsentido del poder, del capilar despotismo del Estado. Apología del terrorismo en suma, no hay pensamiento (no hay filosofía) que no sea "crítica en la refriega" (Marx), invitación a la subversión de cuanto convenido, de la imponente máquina sacral del orden. Terrorismo y suicidio es el pensar. Demasiado claro está, en efecto, para los amos del poder y para sus guardianes, cómo, "suprimida la ignorancia, se suprime la estúpida admiración, esto es, se les quita el único medio que tienen de argumentar y de preservar su autoridad" -la fórmula es del viejo Baruch de Espinosa, que sabía muy bien, allá por los mediados del siglo XVII, cómo "aquellos que no tienen ni miedo ni esperanza y no dependen, por tanto, más que de sí mismos" -esto es: los filósofos, definidos precisamente por el autor judío como "aquellos que están por encima de la ley"-, son enemigos del Estado a los que éste tiene el derecho de oponer una constricción". La tarea del pensar es una apuesta ética, y la ética, una política que construye lo verdadero como rechazo.

Pensar es hoy, pues, administrativamente intolerable. El monopofio, en efecto, de la determinación -de la producción propiamente dicha- de la subjetividad ha alcanzado en nuestros días unos niveles de eficacia sin precedentes históricos. Todo ha sido invadido por una red de producción imaginaria que permite augurar como inmediata la extinción del sujeto pensante -del sujeto ético, por tanto. Los medios de comunicación de masas y modelación de conciencias han invadido hasta tal punto lo cotidiano que cualquier distinción entre tiempo público y privado, fábrica y hogar, es hoy irrisoria. El tiempo de la producción se ha tragado al de la reproducción. El universo orwelliano es, para nosotros, un juego de niños. Paralelamente, la violencia represiva del Estado ha pasado a descodificarse hasta convertirse en un delirio materialmente constituyente. Un exterminismo material y simbólico -que pivota sobre el triple eje: amenaza nuclear, desempleo o subempleo crónico, policialización enloquecida del corpus social- es hoy el horizonte que impera sobre las ruinas del ensueño garantista de hace un par de décadas.

De esa general trayectoria hacia la absorción de las conciencias en la simbólica estricta de la forma-Estado -que se configura corno regla general para el horizonte europeo-, este pobre país nuestro -moralmente masacrado por la feroz eficacia de aquella continuidad que el "atado y bien atado" simboliza- se ha visto condenado a soportar la variante más , sórdida: la de un socialfascismo que aun a la posibilidad misma explícita de su designación bloquea con la fuerza censora de lo inimaginable.

Es duro tener que decirlo hoy, después de 13 años de haberse cumplido fielmente las previsiones sucesorias del general. Pero hay que hacerlo, si de algún modo no queremos reventar de cretinismo autocomplacido: el fascismo, proyectado hacia el abismo metafísico de un tiempo mítico, infinitamente lejano e innominable, ha pasado a convertirse en coartada del presente exorcizado, en pantalla tras de la cual encubrir -impidiendo su explicitación verbal- el modelo monolítico de poder y sumisión en el que hoy somos ontológicamente constituidos. La lógica que restringe el tiempo y la legitimidad de la resistencia al de aquel mundo, monstruosamente ajeno a éste en el cual vivimos, reposa sobre una concepción del poder y del Estado tan moralmente odiosa como especulativamente nula: aquella que postula la existencia histórica de aberraciones demoniacas -ligadas a una especie de bohemiano Urgrund de maldad originaria-, ajenas a la lógica del Estado burgués (expresión, por cierto, pleonásmica) e incompatibles con su modelo democrático-garantista.

Cualquiera de los grandes clásicos del pensamiento político burgués entre los siglos XV y XVII se hubiera quedado estupefacto, por supuesto, ante tal majadería. El Maquiavelo que analizara las dinámicas a través de las cuales el poder no conoce más regla que su reproducción ni la moral más virtú que la potenza, o el Espinosa que estableciera cómo no es la ley más que el nombre del deseo del más fuerte, "puesto que el derecho de cada cual se define por su virtud, o sea, por su poder", sabían muy bien que no hay Estado que se ponga más trabas garantistas que aquellas de las que la codificación de su sobredosis de potencia precise para regular su consolidación en los términos más económicos. El campo de concentración no es una aberración o degradación de las sociedades burguesas: es el paradigma de la fábrica, la forma-fábrica, de la cual la forma-Estado no es sino la variante empíricamente normal. La especificidad fascista no es la de una ruptura de la lógica de la forma-valor, sino, muy al contrario, la de la anticipación ejemplar de lo que Marx preveía como la fase de la subsunción real del trabajo en el capital, esto es, de la aniquilación literal de toda forma-sujeto con pretensión de autonomía. Y, con ella, la anticipación de este mundo del final de siglo en que vivimos.

Socialismo es hoy la máscara verbal tras de la que el bloqueo de todo pensar acerca del poder y de la resistencia consolida su despotismo. Y ya está bien de andarse con eufemismos, la propuesta guerrista de echar siete llaves al sepulcro del Montesquieu de la división y autonomía de poderes no es ni arrogancia ni prepotencia, es la piedra de toque de la concepción fascista del Estado. Sencillamente y sin valoraciones. Es una suerte que algunos hombres de Estado sean presos de la incontinencia verbal a que el absoluto poder hace proclive. Eso abre, al menos, pequeños resquicios por los que adivinar la envergadura de la bestia que palpita en los sótanos y los desagües. Porque cosas como lo de los GAL de por aquí o del Rainbow Warrior de por el otro lado de la muga se hacen, pero no se dicen.

Pertenezco, decía, a una generación atrapada entre la desesperación y el arrepentimiento, entre la espada y la pared, entre la muerte y la muerte. Algunos se quedaron en el camino, colgados de una aguja. Otros son directores generales. Los hay que dicen no recordar que jamás la policía de este país haya torturado a nadie. Otros atusan los pliegues de la falda de Tita Cervera. Muerte frente a muerte, no es temible la nada, pienso, sino la miserable muerte en vida de los arrepentidos. Vuelvo al viejo Espinosa: "Ninguna razón me impele, en efecto, a afirmar que el cuerpo no muere más que cuando es ya un cadáver. La experiencia misma parece persuadir más bien de todo lo contrario. Pues ocurre, a veces, que un hombre experimenta tales cambios que difícilmente se diría que es el mismo".

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