Llegan los monstruos sagrados
Lo más inquietante -a simple vista- de la gran bandada de rockeros que se nos ha venido encima es la voluntad de mutante de Michael Jackson. Una serie de enormes dolores físicos para no ser lo que era ni lo contrario: ni hombre ni mujer, ni blanco ni negro, ni joven ni viejo. Como un sencillo ser del limbo, o como un arcángel de discusión bizantina y de sonrisa renacentista. Prince -¿vendrá o no vendrá a España en septiembre? Una angustia- se viste directamente de ángel. Y muchas veces, de mujer: pero de mujer de poema, lírica y flotante.Se dice que vivimos en el tiempo de lo ambiguo y del carácter evanescente y neblinoso de lo que fue claro, definido; la era de la muerte de las verdades. Puede ser una de las razones para que estos seres en blanco apasionen a varias generaciones -los modernos- que marchan juntas por el camino del rock . Prince ha publicado el álbum que sus pasionales consideran el mejor del año: Lovesexy. Es decir otra ambigüedad entre el amor ; el sexo, que es una de las discusiones en que se distrae nuestro tiempo. Cosas de niños.
Porque se dice, también, que esta candidez -o sea, la cura, de conciencia- es algo que se ha llamado peterpanismo, vigente hace ya lustros, según el héroe de la novela de Barrie: los niños que no quieren crecer. Hay datos sociológicos de que apuran su infancia más allá de lo que se considera normal: siguen viviendo en casa de papá, o dependiendo de él; y vistiendo unas ropas que señalan que no son adultos; viendo un comic eterno y siempre la misma película de Spielberg. Leyendo la autobiografía de Michael Jackson, Moonwalk, que se acaba de publicar en España (Plaza & Janés), se advierte, sobre todo, una escritura infantil -aunque se lo haya escrito otro: un negro, si puede decirse-; un niño enfurruñado con su familia, un diminuto prodigio travieso y juguetón, un mimoso que se pone triste por el aislamiento o la soledad de la fama.
Pero estos niños del rock viven juntos con sus antepasados; con los cuarentones que sobreviven. Anoche cantó en Madrid Bruce Springsteen. Le llaman el boss, el patrón; pero en Italia, de donde viene, el periódico comunista L'Unità le ha llamado "el cantante obrero", por su condición de trabajador de la música, y porque le conecta con la clase obrera. Este trabajador vuelve de otros tiempos, como los Pink Floyd que actuaron hace unos días -están juntos desde hace casi un cuarto de siglo; su última gira mundial la hicieron hace diez años-, y como la Miriam Makeba de los abuelos, que ha puesto ligeros toques de moda moderna a sus trajes de inspiración africana. A estas resurrecciones, ligeramente menos espectaculares que la de Lázaro en un mundo que sólo quiere novedad, se les atribuyen misterios sociológicos: un tributo al pasado, una necesidad de volver a las raíces, una nostalgia. Es probable que el verdadero mérito de los cuarentones esté en su supervivencia: las generaciones de las que vienen fueron devastadas por la droga, por el alcohol, por el SIDA, por el estrés que condujo a algunos al suicidio. Algunos sobreviven en régimen hospitalario. No es verdad la idea -paráfrasis de una canción del Ejército americano- de que "el viejo rockero nunca muere": han muerto a raudales, y de mala manera. Pero estos otros que hoy forman parte de la gran bandada han conseguido alcanzar la era de la profilaxis: se han salvado. Hace poco, una periodista española, Gloria Díez, preguntaba a Mick Jagger -oro viejo: los Rolling-: "Qué queda del combinado sexo, droga y rock and roll, y el cantante respondía: "Sólo nos queda el rock and roll". Puede que en él se hayan concentrado todas las esperanzas de redención que se pusieron en otras cosas, que luego han empezado a matar.
Algunos sociólogos americanos creen que esta bandada es, sobre todo, lo único que puede dar ya culturalmente un país como Estados Unidos. Alan Bloom (La clausura de la mente americana, 1987) siente repugnancia visceral por el rock. Cree que nace de negaciones: es la destrucción de la virilidad, de la cultura llegada de Europa -su lógica, su orden, su sistemática-, de lo blanco, de lo académico. Esos valores -como los considera él- debían haber evolucionado en nuestro país con la ayuda de lo técnico y con los nuevos conocimientos. Sin embargo, se han paralizado, y no pueden ser sustituidos por estos "desvalores" -suya es la palabra- del mundo juvenil. Es un descubrimiento tardío y aparentemente local: en Europa, a principios de siglo, comenzó a florecer el arte negro -en torno a Picasso y esa otra gran bandada de París: los que habían visto los pabellones coloniales de la Exposición Universal-, no sólo como hallazgo de una pureza de líneas y de expresiones, sino como parte de una batalla contra la tradición occidental, que se destruía en los mismos cuadros: la realidad escaqueada, convertida en cuadraditos y en rayas divergentes, pintada con colores puros -la negación del matiz y de la mezcla, como valores europeos-; rostros y cosas descompuestos.
La relación con lo africano aparece ahora más que nunca como parte de este mensaje. Otro escritor americano, James Atlas, en un artículo del Times de Nueva York, estima también, pero no con carácter peyorativo, que el pensamiento sale ahora del gueto, y no lo rechaza. Llega a una bella paradoja: Sócrates y Herodoto, Pitágoras y Solón tomaron su sabiduría del mundo africano y se la entregaron a Europa. Volver ahora a África podría ser una renovación de sabiduría. El más importante acontecimiento del rock ha tenido un carácter genuinamente negro: la especie de misa ritual para Nelson Mandela celebrada en Londres, donde en otros tiempos Purcell las componía para la reina Mary. Pero algunas personas hemos creído ver en este acontecimiento que fue mundial -por la televisión- algo más que un regreso a África: uno de esos tributos a un prisionero político que formaban la unidad de la izquierda en los grandes tiempos de la conciencia. Eran actos frecuentes -porque frecuentemente se perseguía a los luchadores- y casi votivos, donde las querellas de partido se olvidaban y las masas -ya no se forman masas- encontraban su capacidad de hacer bloque. Más que el nombre de Mandela -o más que el de Thaelmann, o el de Prestes, en los viejos casos-, lo que se aclamaba era la libertad, y su color africano, o arcangélico, o infantil, o de resurrección, hay un cierto aroma de libertad en todo esto. Aunque sea la libertad de la negación de lo que no fue libertad.
Entre nosotros: es muy raro un mensaje de izquierdas que llegue envuelto en cientos de millones de dólares de tecnología, fulgurante de los más caros rayos láser del mundo, patrocinado por Coca-Cola, entre rasos y la cirugía estética más cara del mundo, con las entradas vendidas y revendidas a precios inverosímiles. Pero es una cuestión de mundo moderno: el nuevo capitalismo digiere ávidamente todos los mensajes, los empaqueta y los vende. Igual le da que sean de arte revolucionario, porque de sobra saben ellos que ya no va a haber revoluciones; como no sean las que les convengan y financien.
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