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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El poder en la Iglesia

RARO SERÁ el Papa de los dos últimos siglos que no haya incluido en su programa de gobierno la reforma de la curia romana para adaptarla a "las nuevas necesidades de los tiempos". Aunque poco o nada tienen ya que ver estas promesas de reforma con las voces aisladas del Medievo y del Barroco, que exigían del Papa más austeridad personal, abandono del nepotismo y ruptura con las formas cortesanas de la época.Desde que el Papa se vio obligado a recluirse en el interior de los muros leoninos del Vaticano, la cuestión romana cambia de planteamiento para constituir fundamentalmente un problema de reparto del poder dentro de la Iglesia. Por una parte, ésta ve amenazada su influencia sobre los Gobiernos y sobre todo poder temporal. Por eso defiende -hasta con las armasun mínimo palmo de terreno que mantenga la categoría de Estado independiente. Por otra, es preciso garantizar la voluntad jerárquica dentro de la institución.

De modo que el Vaticano I (1870) refuerza, en medio de gran agitación eclesiástica, el poder espiritual, del Papa, proclamando la infalibilidad personal del Pontífice y su jurisdicción universal sobre todas las instituciones y personas de la comunidad católica. El Vaticano II, con el reconocimiento de las conferencias episcopales nacionales y la doctrina de la colegialidad episcopal, trató, en cambio, de restaurar un mayor equilibrio entre las fuerzas centrífugas y las centrípetas, es decir, entre el centro y la periferia, entre el Papa y los diversos episcopados.

Pablo VI, tres años después del concilio, el 15 de agosto de 1967, promulgó un nuevo organigrama de dicasterios, tribunales, consejos y secretariados, y creaba cauces nuevos de comunicación con la periferia, al mismo tiempo que reforzaba el poder controlador dentro de la curia con la llamada Secretaría Papal o de Estado. La reforma de 1967 fue valorada como un giro de tuerca del centralismo.

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Juan Pablo II, ajeno a las intrigas curiales, reconoce a los dos años de su pontificado la necesidad de dar "una actualización más profunda al gobierno central de la Iglesia". Más de cinco años ha invertido la comisión nombrada al efecto para plasmar en un proyecto de ley este propósito del Papa. Pero, una vez más, después de innumerables propuestas, triunfa el centralismo de la Secretaría de Estado, a la que el Papa necesita encomendar la administración ordinaria tanto de los asuntos estrictamente eclesiásticos como el de las relaciones con los episcopados y el más mundano de la política con los Gobiernos de más de 120 Estados, aparte de los organismos internacionales ante los que mantiene un observador.

La curia parece preocupar poco al papa Wojtyla, más interesado con la geopolítica de sus viajes. Ha asumido personalmente la tarea de influir con su presencia física ante las masas de las más diferentes regiones y sectores.

Es una empresa tan ambiciosa como la de recrear una nueva cristiandad prendida en las mallas de regímenes laicos y tejida directamente con valores, principios y pautas de conducta de su cultura cristiano-polaca. Si se dirige directamente a los gobernantes de cada país, es para convencerles de su liderazgo cultural ante las rnismas sociedades gobernadas por ellos. Cree firmemente en la soberzaiía de las culturas, e intenta imponer la que para él merece únicamente el nombre de cristiana.

El maquillaje al que acaba de someter al organigrama de la curia es coherente con su estrategia de gobierno: reforzar los poderes de la Secretaría de Estado para poder dedicar su tiempo al magisterio itinerante, actualizar los cauces de control de la doctrina rornana como instancia única de referencia para toda la Iglesia y mantener en un segundo rango los secretariados y consejos que pretenden mantener el diálogo con las otras religiones y con los diversos sectores de los seglares católicos.

No se ha instituicionalizado ningún tipo de gobierno colegial con los cardenales prefectos, y no se ha dado ningún paso adelante en la incorporación del pensamiento de los laicos católicos al gobierno central de la Iglesia.

El cismático Lefebvre tendría que estar contento con esta minirreforma que sigue abriendo las puertas al ejercicio del autoritarismo y de la clericalización más absoluta.

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