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El cardenal del diálogo

Vicente Enrique y Tarancón, el cardenal de la transición, acaba de cumplir 81 años. Valga la efeméride para recordar a este vitalísimo español que en su alta edad está lejos de parecer un anciano: su agudeza intelectual, su continua tarea de escritor y conferenciante, aquí y allá, nos muestran a un hombre apto para desafiar al tiempo y hacerlo con una socarronería más valenciana que vaticanista.La modernidad parecía haber desterrado el aire melífluo y blandorro de esos eclesiásticos que no miraban a la cara, que utilizaban siempre el eufemismo, se frotaban suavemente las manos con unción y hablaban con eses silbantes aprendidas en las clases de oratoria. El Concilio Vaticano II nos trajo curas en vaqueros, que decían tacos, y en los medios rurales habían cambiado la tertulia con los caciques en el casino por el bar del pueblo donde se entendían con los jóvenes. Ahora que el tándem Suquía-Tagliaferri recupera los viejos modos y la conspiración vaticanista asoma con los aires inseguros de la nueva inquisición, uno tiene que recordar con afecto el espíritu liberal y renovador del obispo Tarancón. Porque resulta preocupante, sí, que los teólogos que afrontan los procesos de la espiritualidad como algo dinámico y en consonancia con la realidad resulten marginados en el seno de la iglesia española. No es necesario ser parte de esa iglesia para que cunda en uno tal preocupación: cualquier marginación por la libertad es preocupante para un demócrata.

Pero sucede, además, que la relación Iglesia-sociedad está sufriendo el deterioro que le ocasiona la falta de adaptación de sus eclesiásticos de más alta responsabilidad al papel que deben cumplir en una sociedad laica. Los síntomas son muchos, y los más relevantes se han manifestado en días recientes con declaraciones que van desde la amenaza de excomunión para el que no tribute a su altar hasta el falso dibujo de una Iglesia perseguida, con sus miembros socialmente marginados por la condición de creyentes. Quienes así se expresan, con la cabecita que cubre un solideo, no han pensado en momento alguno en la persecución en que pueda verse envuelta la sociedad laica por la actuación de la Iglesia como grupo de presión en actuaciones intolerantes que ponen en riesgo a veces la libre actuación de la ciudadanía. No se trata de que quienes no se sientan vinculados a la Iglesia se vean forzados a seguir sus imposiciones, sino que la presión social con la que la Iglesia actúa en España mediatiza a veces o trata de mediatizar ante los poderes los logros de la libertad de una sociedad democrática.

Por eso mira uno con afecto la figura de Vicente Enrique y Tarancón. No porque el cardenal se halle más lejos o más cerca de las ortodoxias de la comunidad de creyentes en la que tiene una gran responsabilidad (Tarancán ha sido siempre un hombre moderado). Mira uno hacia él con gratitud por su contribución a que los españoles nos entendiéramos mejor, porque supo defender la justicia y la libertad cuando hacerlo suponía un riesgo. Consiguió hacerse con el respeto de todos hablando a todos con respeto, y devolvió a la Iglesia un lenguaje claro que era un lenguaje para el entendimiento. Tarancón fue la vivísima imagen de la tolerancia, y eso, en un país como el nuestro en el que la Iglesia se halla implicada en casi todos los grandes procesos históricos de represión, supuso una impagable contribución al clima de diálogo que la instauración de las libertades exigía. Lo hizo, además, con la campechanía de su estilo, un estilo en el que ni la sotana ni el báculo lo distanciaban de quienes eran sus conciudadanos, aunque no fueran sus feligreses. El estilo de fumador empedernido de Tarancán encarnaba también la debilidad y estaba por eso más cerca de los hombres. Lo distanciaba de los modos del jerifaltismo eclesiástico para hacerlo un español de nuestro tiempo. Además sacerdote, además obispo. Ese aire laico y rural, con gestos de paisano embutido en un traje talar, tenía relación con su alma, el alma de un fenicio de su tierra que en lugar de vender naranjas en los mercados europeos hacía uso de sus habilidades valencianas para los negocios de la Iglesia. Por eso fue aquí un auténtico precursor del pragmatismo que haría posible, no sé si la reconciliación verdadera, pero sí los diálogos de la reconciliación negociada. Que él era la tolerancia lo demuestra cuanto digo, pero también -resuena aún su voz pacificadora y adelantada en la iglesia de los Jerónimos el día de la coronación de Juan Carlos- el hecho. de que fuera víctima de la intolerancia cerril de quienes inventaron el pareado aquel: "Tarancón al paredón".

Para todos los españoles bien nacidos, este hijo de Burriana, retirado hoy en su tierra, es todo menos un tibio, un ambiguo o un cobarde. Se trata, sin duda, de un gran hombre. Pero es que desde dentro de su iglesia tampoco le pueden achacar que no haya sido un gran prelado: recuperó a la Iglesia de las complicidades con el autoritarismo que la separó de muchos españoles, la lavó de algunas culpas que la intolerante actuación de otros nos ha devuelto en estos días el recuerdo y fomentó desde su espíritu abierto el pluralismo en la comunidad eclesial. Mi querido monseñor Tarancón fue el mejor antídoto para el anticlericalismo, y algunos de sus sucesores constituyen un gran estímulo para ese sentimiento desfasado. No se puede olvidar, desde luego, que su actuación contaba con un respaldo moral en el que los demócratas españoles encontraron siempre apoyo en tiempos de la dictadura: Montini, Pablo VI, cuya voz defensora de la justicia no estaba inspirada por el marxismo, sino por la energía evangélica de quien tuvo la valentía de condenar al tirano. Pero todo eso eran vientos del Vaticano II, y para las nuevas tempestades -más bien viejas, volver a donde solían- necesitaban otros odres para otros vinos. Así que a jubilación cumplida, acción terminada. Se dieron prisa.

Lamento que lo que pretendía ser un texto de homenaje al cardenal Tarancón se haya convertido en un alegato sobre actuaciones comparadas, pero esta misma inevitable circunstancia demuestra la vigencia de su talante, la necesidad de su autoridad moral. No estamos ante un jubilato inactivo, a pesar de sus 81 años, porque su discurso sigue, con la madurez intelectual coherente en la visión. Si se le apaga su característica voz cascada no es porque las convicciones le fallen: la obediencia lo exige. Si alguna vez, rara vez, aparece más amarga esta voz es porque algún desengaño también la ha ensombrecido. Tarancón no es un vanidoso, es un hombre sensible. Cualquier olvido ingrato pudo invocar su tristeza.

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