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La leyenda del 68

La cultura española no parece tan dispuesta a inquirir sobre su pasado como ávida por suplantar su memoria por nuevos o renovados mitos. Se han olvidado velozmente los que hace muy poco todavía configuraban la identidad nacional consagrada por el nacion al socialismo: la España eterna, el baluarte de la fe, la España heroica y la Hispanidad, el mito de Santiago o el emblema del Cid. Y apenas se enterraron sin mayores honras que las del silencio, cuando ya surgen otros nuevos signos: la eterna España europea, la España ilustrada, la España modernísima, la España civilizadora de América y la retahíla de ritos de los orígenes, más o menos milenarios, a los que están indefectiblemente llamadas las microidentidades regionales.Repentinamente, la naciente industria de la comunicación española, en un alarde de creatividad, saca a la luz del día una nueva leyenda fundacional: Mayo del 68, el acta de nacimiento de la España democrática y moderna. Buenas razones justifican la elección. La sociedad española no cuenta precisamente con una tradición liberal, ilustrada y crítica que merezca el calificativo de brillante, a menos que nos remontemos al Medioevo, a la edad de la tolerancia religiosa y de las verdaderas autonomías locales.

En cuanto a la modernidad, lo menos que puede decirse de ella son sus ambigüedades históricas. Si su manifestación suprema es el Estado nacional centralizado, administrado por una burocracia profesional de letrados, España ha sido una de las naciones pioneras de la modernidad europea. Pero si se entiende bajo esta palabra el conjunto de movimientos intelectuales y sociales que en Europa emprendieron la secularización de la cultura, a lo largo de los grandes hitos del Humanismo, la Reforma y la Ilustración, más habría que asumir aunque sólo fuera una discreta distancia respecto a sus precariedades.

Buenas razones, pues, nos llevan a inventar en el 68 el mito de la España moderna y democrática: andar mucho más lejos sería demasiado aventurado. Por lo demás, este emblema ofrece una complementaria ventaja: tiene la apariencia de un fenómeno sincrónico con la llamada revuelta estudiantil europea, y, por tanto, compensa ampliamente el complejo aislacionista que la sociedad española arrastra desde los días de la Contrarreforma.

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Ciertamente, el año de 1968 representa un hito muy especial de la historia moderna española: el desmoronamiento ideológico de los valores del nacionalsocialismo, a su vez comprendidos como una síntesis modernizada del tradicionalismo español, y el nacimiento de una protesta y una conciencia sociales que, en algunos aspectos, coincidía con la protesta de la juventud en los países del capitalismo avanzado, en otros mimetizaba banalmente sus gestos y compartía además muchos rasgos de la protesta antitotalitaria de muchos países de Latinoamérica.

Es preciso destacar, sin embargo, y en abierta polémica con los intentos de canonizar esta fecha como emblema legitimatorio del presente, las demasiado obvias flaquezas que, en lo social como en lo intelectual, señaló aquel maravilloso despertar. Dos incisiones, por lo demás significativas, me parecen suficientes: la diferencia radical. que separaba la protesta social y juvenil española con respecto a sus homólogos europeos, y la circunstancia, en segundo lugar, de que en España, lo mismo que en el resto de Europa, la protesta social, la crítica teórica y las expectativas o alternativas civilizatorias, culturales o políticas que determinaron el espíritu de aquellos años fracasaron brillantemente y más bien pusieron de manifiesto, negativamente, las nuevas formas de control social, el carácter agresivo del desarrollo industrial mundial y la radical deshumanización de lo que hoy ya llamamos sociedad poshistórica o posmoderna.

Sólo unas palabras sobre estos dos aspectos. La protesta social española de los años sesenta se confrontaba con un sistema arcaico de poder, con una ideología social anquilosada en un tradicionalismo simplemente incompetente y con un sistema económica, tecnológica e intelectualmente subdesarrollado. Bajo estas condiciones objetivas, la crítica y la imaginación social de la década que inauguró el concepto de imaginación crítica sólo podían alcanzar un techo muy bajo: las inmediatas exigencias políticas de lo que se sentía y expresaba como derrocamiento de la dictadura marginaban necesariamente consideraciones sociales, históricas y culturales más fundamentales que luego, a final de cuentas, iban a afectar tanto más profundamente el desarrollo y las limitaciones del posfranquismo.

Esta diferencia de contexto agravó la precariedad de las perspectivas analíticas y teóricas de un pensamiento crítico (no necesaria o exclusivamente identificable con un pensamiento de izquierdas), que, de todos modos, constituía el legado de toda una tradición histórica española. Tan sólo en los años setenta se sintió un cierto florecimiento intelectual, pero ya bajo el nuevo clima determinado por el naciente pesimismo cultural que más tarde culminaría en la generación posmoderna.

El segundo punto que debe subrayarse es el del fracaso internacional de aquella protesta. La revuelta de los sesenta fue desarticulada, en los países desarrollados, gracias al progresivo aislamiento medial de su crítica, que hizo declinar la protesta juvenil por la pendiente del pesimismo, la desesperación y, por ende, la criminalización de sus últimas manifestaciones: el terrorismo. En Latinoamérica, el proceso de desarticulación de la protesta de aquellos años sufrió un declive análogo, sólo que por los medios más duros de la militarización de los conflictos sociales. España recorrió, como dolorosamente se recuerda, un camino intermedio.

Pero el fracaso del Mayo del 68 se mide sobre todo por la nueva realidad social y tecno cultural que se fue construyendo a sus espaldas. Conceptos sociológicos que atravesaron la década de los setenta, como los de Estado atómico y sociedad computadorizada, la escalada armamentista mundial, la intensificación de las guerras locales en el Tercer Mundo y las catástrofes ecológicas inmanentes a un desarrollo económico de signo agresivo son sus más elocuentes signos, amén de la propia regresión totalitaria de muchas de las formaciones políticas que abanderaron la protesta social de los años sesenta.

Lo que ha restado de aquellos años es una memoria rota, junto con las imágenes espectaculares de la revolución sexual, de los Beatles, de un hedonismo social, del culto a la espontaneidad o de la fantasía utópica, momentos en su tiempo dotados de una voluntad crítica e innovadora, y entre tanto trivializados en la forma de fetiches informativos por la industria de la comunicación: la memoria opaca de los nuevos mitos de la cultura espectacular.

La década de los sesenta es un hito importante de la historia moderna sobre el que, en efecto, merece reflexionarse. Internacionalmente hablando significó a un mismo tiempo el surgimiento de una nueva conciencia crítica de la sociedad tardo-industrial, y de la aparición de nuevas formas de control medial y administrativo sobre la sociedad civil. En España fue un poco diferente. No hubo tal florecimiento de una nueva perspectiva filosófica, sociológica o artística, y a sus espaldas se ha constituido un nuevo sistema de poder que, precisamente desde la perspectiva intelectual que cristalizó en las protestas del 68, nadie quiso ni siquiera sospechar.

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