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El laberinto fiscal

La primavera, como decía el poeta T. S. Elliot, "mezcla memorias y remueve raíces perezosas", entre ellas las que nos reconducen a la anual ordalía del impuesto sobre la renta. Que esta época del año es pródiga en alergias todos lo sabemos, pero la fiscal es la que afecta a más pacientes. Y sólo se alivia con la confesión y la ulterior penitencia dineraria. Ésta es la causa, sin duda, de que un buen amigo mío, que siempre suele moverse en su ideal universo literario, nada más verme me pregunta: "¿Por qué ha de ser eso de los impuestos tan enrevesado e incomprensible?". No cabe duda; ya se le ha contagiado la alergia tributaria estacional.A través de preguntas como ésta, tan aparentemente sencillas y tan complejas en el fondo, uno adivina que subyace en ellas una de las viejas utopías del mundo fiscal: el del impuesto único.

Todos los que se lamentan de la complejidad de las leyes tributarias anhelan esa contribución única que se pagaría de una sola vez y a través de reglas concisas y claras. Ignoran probablemente que si todas las imposiciones directas, indirectas y tasas que se van abonando a lo largo del año, y muchas de las cuales se satisfacen casi de forma insensible, hubieran de hacerse efectivas conjunta e inmediatamente, nos llevaríamos un susto de muerte.

Dejemos, por tanto, lo del impuesto único en el limbo de las buenas intenciones, pero admitamos que efectivamente los impuestos suelen ser excesivamente complicados, quizá lo que es de agradecer en cierto modo por la intención del legislador de adaptarse en lo posible a los avatares económicos y familiares de los contribuyentes.

Tanto la teoría como la práctica de ciertos tributos está fuera del alcance de la mayor parte de los contribuyentes, y hay demasiadas legislaciones "de urgencia" cuya premura no se refleja en su texto, habitualmente larguísimo, pero sí en la calidad. de su sintaxis. Creo que fue Napoleón quien dijo que las Constituciones debían ser breves y oscuras. Pues bien, los legisladores fiscales han enmendado la plana al genial corso, pues las leyes tributarias suelen ser largas y abstrusas.

Esto último puede ser una de las causas de la especial alergia hacia la literatura fiscal y los impuestos que se da en intelectuales, artistas y escritores. Si en la jerga fiscal se denomina "sujeto pasivo" al que ha de soportar las cargas tributarias, tal apelativo les viene a estos profesionales como anillo al dedo, y no por su rechazo consciente hacia los impuestos, ni mucho menos por esa actitud beligerante de persecución y muerte del inspector de Hacienda que preconiza el conocido sohwman Pedro Ruiz, sino por una formulación y un hábito de pensamiento muy alejados de la nefasta literatura tributaria.El drama de los escritores

En 1986 hube de defender a este sufrido gremio de los escritores de las ansias recaudatorias del recién creado IVA. Publiqué algunos artículos en este mismo diario y tomé parte en un simposio celebrado en Barcelona bajo la rúbrica de Economía y fiscalidad del escritor. Por entonces, la tributación de estos profesionales era claro paradigma de una abrumadora complejidad y extensión de requisitos fiscales.

Tanto el escritor de éxito como el modesto colaborador de un periódico que acaso obtenía de su magra actividad literaria un par de cientos de miles de pesetas se veían abocados no sólo a la presentación anual del impuesto sobre la renta, sino a un alta en licencia fiscal, otra en el impuesto de radicación, otra más en el IVA, cuatro declaraciones al año por pagos a cuenta del IRPF y otras cuatro por el IVA.

Además, tenía que convertirse en una especie de tendero contable que debía expedir facturas, relacionar clientes, guardar recibos, ser fiel custodio del impuesto que por cuenta del Estado recaudaba del editor o del periódico y no retrasarse en su liquidación trimestral, so pena de soportar, además, una fuerte sanción.

Verdaderamente, esto era un caso extremo de vía crucis fiscal, que hoy se ha aliviado con la exención en el IVA que se reconoció a favor de estos profesionales. Pero continúan existiendo aspectos en la tributación que reclaman claridad y simplificación, especialmente en lo que afecta al impuesto sobre la renta.

Tenemos, por ejemplo, la curiosa fórmula para calcular la deducción que beneficia a un matrimonio en el que ambos cónyuges trabajan. Se trata de un polinomio, 5.000-811+0,04 (BxB2), que evoca más un cálculo de resistencias que una deducción fiscal. Uno tiene la sospecha de que la mente de ingeniero del señor Borrel no debe de ser ajena a tal alarde matemático.

Como fórmula no tenemos duda de su eficacia, pero el inconveniente es que no la entiende nadie, hasta el punto de que los impresos del IRPF han tenido que incorporar una especie de plantilla para trasladarla del álgebra a las cuatro reglas. ¿No hubiera sido mejor utilizar el sistema habitual en los países de la Comunidad Europea de dar la opción a que la esposa presente su declaración por separado si lo desea?

El lío de las plusvalías

Otras disposiciones especialmente complejas, y que se complican cada año en lugar de simplificarse, son las que regulan la tributación de las plusvalías y minusvalías que se producen en las transmisiones de bienes, por venta o por herencia. Por lo pronto, el valor que se ha de tomar como de adquisición varía con la fecha en que se llevó a efecto.

Después hay que rectificarlo con la aplicación de unos coeficientes -10 en total- distintos cada año, y que persiguen la loable intención de separar del supuesto beneficio los efectos de la inflación. Por si esto fuera poco, determinada la plusvalía o la minusvalía, hay que dividirla por el número de años durante los cuales se generó.

La parte correspondiente a la última anualidad se gravará por escala, y el resto al tipo medio. Pero como en la fiscalidad no existen verdades absolutas, este período en el que se incubó la plusvalía también se computará de forma distinta según el sistema de valoración que se adoptó al principio.

Y si el galimatías de los incrementos de patrimonio llegó, por fin, a ser desentrañado por el sujeto pasivo -y cabreado-, líbrele Dios de que tal incremento se haya producido por herencia.

En principio, se encontraba hasta hace poco con la desagradable sorpresa de que la diferencia entre el valor de adquisición del bien heredado y el que le diera la Administración al liquidar el impuesto de sucesiones constituía una base tributable denominada por la irónica musa popular como "la plusvalía del muerto". Pues bien, la Ley 48/1985, de 27 de diciembre, con una aparente aunque fallida intención de simplificar, eximió de esta macabra plusvalía a los herederos que formaran parte de la misma unidad familiar que el fallecido.

El resultado es que todos los causahabientes restantes -hijos mayores de 18 años, sobrinos, etcétera- seguirán estando sujetos a las azarosas consecuencias de la tributación de este tipo de incrementos de patrimonio.

Y ahora, ¿quién es el que se atreve a determinar las partes de la herencia sujetas y las exentas con toda la parafernalia de mandas, legados, tercios de mejora, de libre disposición, etcétera, que concurren actualmente en las testamentarías?

La verdad es que el frondoso bosque legal de las plusvalías hubiera podido ser sustituido por un par de coeficientes correctores que las redujeran a sus justos términos, compensando inflación y el perjuicio producido por la progresividad de los tipos de la escala, pero la oscuridad preconizada por Bonaparte debe tener sus ventajas. Nuestra democracia ha multiplicado por 10, en unos pocos años, el número de contribuyentes por renta, pero no parece capaz de dividir por la misma cifra el número de dísposiciones fiscales y las hojas de la declaración.

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