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Ilustrar a la opinión pública

Se acusa con frecuencia a la televisión de falsear y envilecer el proceso político sustituyendo ante sus espectadores la sustancia de los asuntos de interés común por la apariencia -esto es, por la imagen- de los hombres públicos encargados de su gestión. Entiendo que el reproche es injustificado; antes al contrario, me parece a mí que ese acercamiento mediante el televisor de la figura, gestos, ademanes y palabras de los gestores del bien común restituye la democracia a su prístina originailidad y que incluso permite ampliar y profundizar el gobierne popular hasta límites antes inconcebibles. No olvidemos, per lo pronto, que la democracia directa, tal cual se practicaba en la polis griega y como hasta, hace poco se ha practicado er. pequeñas comunidades de te,da Europa, funcionaba con el centacto entre candidatos o titulares de los cargos públicos y la, asamblea de sus conciudadanos, a quienes éstos conocían en persona, a quienes veían y escuchaban de viva voz, con quienes tal vez discutían y en quienes ponían su confianza o se la retiraban. Estos vínculos de relación inmediata se mantuvieron todavía en la democracia representativa por la elección de diputados en pequeñas circunscripciones, mientras que en las aglomeraciones urbanas y luego con los sistemas electorales destinados a instrumentar una democracia de masas se hizo cada vez mayor el inevitable distanciamiento entre quienes se postulan para los cargos públicos y el pueblo anónimo llarnado a decidir por el mecanismo del voto.Se dirá que de esta manera se consigue que, dejando aparte los personalismos, entren sólo en consideración las ideas y los programas de legislación o gobierno; pero todos sabemos que ello no pasa de ser un buen deseo de optimista racionalismo y nadie ignora que, de hecho, el ilombre de la persona más o rnenos conocida que figura en cabeza de una lista es el que arrastra con su pretendido carisma a los votantes. (Y sobre eso del carisma volveremos en seguida.) Por mucho que los programas olas orientaciones ideológicas puedan pesar en el ánimo de las gentes, elementos tales aparecen encarnados en personas concretas, y desde luego el factor humano resulta ahí predominante, por no decir decisivo, cosa que quizá produzca a veces efectos desastrosos, pero que en suma es positiva y en todo caso ineludible. La relación política es en el fondo una relación de confianza, por mucho que esa confianza pueda verse defraudada en ocasiones y en ocasiones también maliciosamente seducida.

En seducir maliciosamente la confían a de las gentes han sido diestros siempre los demagogos, y demagogos fueron los primeros en descubrir durante nuestro siglo, y en aprovechar al máximo para sus fines, las posibilidades enormes que los medios de comunicación en masa procuran. El período entre las dos guerras mundiales ofreció el contraste lastimoso y aterrador entre unas democracias artríticas, recluidas en sus tradicionales instituciones, y aquellos energúmenos prodigiosos, un Mussolini, un Hitler, que ponían en juego todos los recursos técnicos a su alcance para movilizar a las multitudes y encantarlas con su carisma (concepto éste acuñado al efecto por Max Weber y que hoy se adjudica entre nosotros a cualquier pobre gato, pero que en ellos tenía su adecuada aplicación). El secreto de ese carisma, su triste gracia, consistía en la capacidad de entablar contacto con las multitudes, llamándolas a participar en un destino histórico. Cuestión distinta es que esa llamada fuera engañosa, y ese destino, perverso.

Aquellos prodigiosos energúmenos sucumbieron con la II Guerra Mundial y la democracia volvió a prevalecer en Occidente; pero durante el casi ya medio siglo transcurrido desde su terminación, y mientras la tecnología de las comunicaciones se desarrollaba hasta el extremo alcanzado hoy, esta tecnología, los llamados mass media, están siendo insuficiente y torpemente utilizados en el juego político de nuestras democracias. Varias pueden ser las causas de deficiencia tal; la principal, a juicio mío, es que en la nueva fase de la historia universal abierta con esa guerra no se han erigido las instituciones de gobierno que la sociedad actual requiere. Es la nuestra una sociedad de masas, mal servida por aquellas instituciones que habían funcionado muy adecuadamente en las naciones soberanas de la época burguesa, cuando el Parlamento era un teatro donde, con eficaz dramatismo, se formaba la opinión pública y se concretaban las decisiones de poder. Ahora el centro de tales decisiones se ha trasladado, en lo fundamental y por el momento, a las superpotencias, a la vez que -en gran medida por efecto de la revolución tecnológica, con sus consecuencias económicas- la población se ha homologado y unificado en el plano internacional.

En esta nueva sociedad de masas la gran caja de resonancia política que fue un día el ParIamento ha dejado su puesto a los medios de comunicación audiovisuales, a la televisión en primer término. De las sesiones parlamentarias, como de cualquier otro acto de alcance político, sólo aquello que las cámaras televisivas captan y transmiten trasciende a la sociedad. A través de la pantalla doméstica se produce el contacto entre los gestores actuales o potenciales de los asuntos públicos con el pueblo cuyos votos decidirán quiénes han de ocupar las posiciones oficiales. No es de extrañar, siendo así, que los aspirantes a ocuparlas o a mantenerse en ellas compitan, ante todo y muy denodadamente, por tener acceso a la radio, pero sobre todo a la televisión. Lo cual, según dije al comienzo, rae parece bueno, pues sin duda, y por mucho que se especule acerca de manipulación de imagen, lo cierto es que, ante el ojo implacable de la cámara, la calidad humana del sujeto so metido a escrutinio se: delata mucho mejor que, digamos, la del político estrechando manos y besando niños en su gira de propaganda. Todo el mundo re conoció en su momento que el triunfo electoral del presidente Kennedy sobre Nixon en Esta dos Unidos fue debido a los de bates en que ambos candidatos se enfrentaron por televisión -o más bien al contraste de sus respectivas personalidades evidenciada ante el espectador-. A la televisión se la ha querido inculpar después por las amplias votaciones que Reagan obtuvo, olvidando la inanidad de las figuras que como posible alternativa se ofrecían a, los ciudadanos, y olvidando también la enorme abstención de éstos frente a las urnas.

No, las culpas no pueden achacarse nunca al medio, al instruraento, sino a quienes lo usan mal, y mi experiencia de

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tantos años como observado, de la escena política norteamericana me persuade de que ha sido malo el uso que casi siempre se ha hecho ahí de la televisión, al aprovecharse de ella como mero vehículo de propaganda en su sentido más crudo apelando incluso a los spots publicitarios confeccionados con la misma técnica -y por los mismos técnicos- que anuncian los productos comerciales Las características de una democracia cerrada sobre sí misma en un país que se sentía autosuficiente y archipoderoso permitían que la lucha política, muy despiadada y aun desalmada, se atuviera, sin embargo, a intereses particulares, rehuyendo los grandes problemas de fondo. Pienso que ello explique tal vez semejante perversión.

Por otra parte, desconozco en cambio la televisión de la Unión Soviética, pero desde fuera y a la distancia tengo la impresión de que hasta ahora apenas ha sido utilizada allí en el juego político, pese a ser el monopolio de un régimen autoritario, pues acaso el extremado conservadurismo de ese régimen, su duro anquilosamiento inmovilista, le haría recelar de los peligros inherentes a un medio tan dinámico...

Todo esto parece que empieza a cambiar ya. En un editorial reciente hacía EL PAÍS un fino análisis del, espectáculo ofrecido al mundo entero por la televisión al presentar las ceremonias del tratado de desarme suscrito en Washinton, y apuntaba la novedad de la situación, detectando en ella el posible preludio de otras novedades sensacionales, anunciadas acaso bajo el aparato de ceremonias tales. ¿Me permitiré yo aventurar por mi parte alguna especulación acerca de las razones subyacentes en el cambio que se vislumbra?

Durante el lapso de las cuatro décadas en que ha vivido el planeta bajo el control que las dos superpotencias rivales se repartieron al final de la guerra han ido produciéndose alteraciones de las que sus gobernantes no parecían tomar la debida nota, pero cuyos efectos son ya ineludibles en. la coyuntura actual. Por una parte, la insensata -y después de todo, absurda- carrera armamentista a que su rivalidad les empujaba ha llegado al punto de abrumar bajo su peso a ambos colosales imperios: al soviético, impidiéndole desarrollar su economía en dirección al bienestar social; a americano, hipotecando la suya en un espantoso endeudamiento exterior. Mientras tanto, si bien Europa no ha logrado organizarse en unidad política con voz propia, su crecimiento económico dentro de sus comunidades le confiere efectiva autonomía frente a Estados Unidos, que se ve en la necesidad de pedir socorro a sus antiguos subordinados para salir del atasco. Y pedir socorro, por otra parte, también a Japón, cuyo fabuloso desarrollo, con la perspectiva de una congruente industrialización rápida del continente asiático, pone muy seriamente en cuestión la hegemonía occidental.

Quiere esto decir que el orden mundial diseñado en Yalta, sobre cuyos pilares se ha desenvuelto hasta ahora la vida del planeta, está en quiebra y necesita un reajuste; por lo menos, un reajuste. El pavoroso aunque inutilizable armamento puesto en planta por las dos superpotencias las está aplastando, mientras que en sus respectivas áreas de dominio o de influencia se incoan y empiezan a levantar cabeza nuevos poderes, de presencia y actitud aún prudentes. Un continente asiático industrializado reducirá el Occidente, por mucho que pueda ser el peso específico de éste, a dimensiones bastante modestas, sobre todo cuando no se están poniendo los medios para desarrollar el potencial de industrialización que todavía resta en el continente americano. Y Europa, entre tanto (Europa en su conjunto, a uno y otro lado de la absurda cortina de hierro), se encuentra ceñida por la inquietante franja de los pueblos islámicos, que no han sido capaces de asumir la modernidad adaptándose a ella y que, estúpidamente sacudidos, maltratados y ofendidos, reaccionan recayendo en un desesperado fundamentalismo destructor y autodestructivo.

Interminable sería el catálogo de los errores que, en su engreída prepotencia y en su pugna ciega, han cometido en estos decenios los dos imperios rivales que ahora sienten resquebrajarse el edificio de su poderío. Por debajo de cada uno de los muchos episodios lamentables que llenan la historia reciente se encuentra el error básico de haber querido gobernar al mundo sin una efectiva comunicación con los gobernados, sin asociar las multitudes a los problemas del gobierno, que en esto consiste fundamentalmente la democracia. En lugar de plantear y discutir en el terreno de la publicidad las cuestiones reales, se ha procurado intoxicar a la gente con clichés estúpidos. Así, por ejemplo, pretender que Estados Unidos llevaba adelante sus mal meditados movimientos de geopolítica con el propósito de defender las libertades o los derechos humanos contra el imperio del mal, o que la Unión Soviética encaminaba los suyos a liberar pueblos oprimidos llevándoles la buena nueva del socialismo, era una burla que sólo podía tragar quien estuviera predispuesto a engañarse. Y mensajes tales han sido los que centros del poder mundial transmitían a través de los medios de comunicación a una humanidad sumida en las dificultades de adaptarse a aquellas nuevas formas de convivencia que la tecnología avanzada impone. No es de admirar así que las multitudes, desorientadas, desbridadas y desamparadas, se debatan en un desbarajuste universal.

Esperemos que la apertura -u obertura- del espectáculo televisivo ofrecido al mundo con ocasión del tratado de desarme sea preludio, en efecto, de una fase histórica positiva hacia la integración de un orden mundial más razonable, en que, articulada la democracia de masas mediante los recursos de comunicación electrónica, una opinión pública ilustrada participe de manera efectiva en el gobierno de la sociedad.

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