Tribuna:

El fin de un temperamento

James Baldwin ha muerto. Y con él tenemos la sensación de que termina una época, un estilo y un temperamento narrativo dentro de la literatura norteamericana contemporánea. Y, por qué no decirlo, incluso muchas veces a pesar suyo, un color. Baldwin, como, salvando sus matices técnico-narrativos, Langston Hughes, Richard Wright o Ralp Ellison, pertenece a esa estirpe de escritores (narradores, ensayistas y poetas) que articularon, más de las veces problemáticamente, sobre el color de su piel todos sus leifmotiv temáticos, pero siempre salvando sus escritos de cualquier reproche que pusie...

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James Baldwin ha muerto. Y con él tenemos la sensación de que termina una época, un estilo y un temperamento narrativo dentro de la literatura norteamericana contemporánea. Y, por qué no decirlo, incluso muchas veces a pesar suyo, un color. Baldwin, como, salvando sus matices técnico-narrativos, Langston Hughes, Richard Wright o Ralp Ellison, pertenece a esa estirpe de escritores (narradores, ensayistas y poetas) que articularon, más de las veces problemáticamente, sobre el color de su piel todos sus leifmotiv temáticos, pero siempre salvando sus escritos de cualquier reproche que pusiera en duda su voluntad artística.Baldwin nació en 1924 en Harlem. El hecho de ser hijo de un pastor baptista y ejercer él mismo el oficio de predicador pueden servirnos como datos orientadores. Estas circunstancias explican posiblemente el tono intenso de sus narraciones o, la vehemencia de sus artículos de denuncia. En 153 publica Ve a decirlo a la montaña. Esta obra, que en su momento fue saludada como genial, no hacía más que descubrir larvadamente los valores literarios y éticos de su posterior libro capital, Otro país (1963); en ninguna otra novela como ésta Baldwin expone y expresa con más dolorosa conciencia artística y humana su condición de negro en busca de una identidad.

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La compleja trama de esta ficción, sus cambiantes decorados (Greenwich Village, la Costa Azul), el desesperado afán de sus criaturas por romper las barreras raciales, también sexuales, convierten a esta novela en un desesperado viaje a un territorio perdido. La urgencia de esta nota no nos permite profundizar en el concepto de identidad, tal como lo entendía Baldwin. O mejor, en el de negritud.

Sí debemos decir que Baldwin era consciente de que una cosa es un artículo o un panfleto -donde la rabia o la vehemencia no están obligados a ser matizados-, y muy otra las exigencias artísticas. Baldwin sabía que no se podía escribir una novela sobre un negro, a condición precisamente de convertir esta misma novela en un panfleto. Pero también, ¿cómo concebir un personaje negro sin que asuma su condición de tal? Es evidente que esta reflexión se ha de inscribir en el seno mismo de lo estético. Y éste es uno de los meollos en que se transformaron las contradicciones de Baldwin, pero también una de las respuestas a sus propios interrogantes.

La extranjeridad

Para Baldwin la novela es, con su capacidad reveladora, pero también con su aureola de poder cultural, una de las armas para combatir el odio que la sociedad norteamericana genera entre los hombres, por cuestiones raciales, sexuales. La novela es para Baldwin una zona de reconciliación, un acto de amor (algunos dirán que de esta manera Baldwin atenuaba su sentimiento de culpabilidad, por ser negro y homosexual). Es como si entre las leyes de la novela se supiera más resguardado, más cercano a ese territorio sin pérdidas ni frustraciones que tanto anhelan sus personajes.

En esa novela menor, pero entrañable, El cuarto de Giovanni, Baldwin nos propone otra de sus obsesiones personales, la extranjeridad, tema que en la literatura nortearnericaría es recurrente, hasta convertirse en una vocación estructural. Esta novela, publicada en 1956, resume perfectamente el propósito artístico de Baldwin: hacer de la novela, como producto cultural de los blancos, un paisaje intenso y diseñado con ardor donde los hombres se destruyen, se aman o se extrañan entre sí.

Probablemente hoy en España no se lean las novelas de Baldwin como se leyeron. En estas lecturas entonces había mucho de deber. Incluso se producía la enorme paradoja de que mientras se leía a Baldwin porque era negro no se leían a otros porque eran norteamericanos. Y sin embargo, Baldwin, con todas sus contradicciones (nunca pudo superar su formación, e incluso su interpretación cristiana del mundo), sus tentaciones a veces demasiado conciliadoras, no dejará de ser nuncael escritor que fue, el autor de páginas emocionantes, de inolvidable pathos y de personalísimo poderío lírico.

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