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Tribuna
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Derrumbe

La potencia de la felicidad es limitada y a menudo débil. La desdicha, por el contrario, cuenta con una fortaleza infinita, arrasa o anega territorios.La alegría es del orden de las mantequillas o las flores, aparece en los anuncios; pero la tristeza tiene la categoría de los cimientos, es pesada de transportar y parece pertenecer al tiempo incólume, a la afición de los monumentos y los muertos.

El gozo y el dolor, el júbilo y la amargura. El primer término de semejantes pares presenta siempre una constitución inestable y liviana frente a la fornida anatomía de las segundas opciones.

Cualquier tendencia optimista acaba asociándose, por lo general, con una producción barata. Pero el pronóstico pesimista convierte a la arboleda en antracita y a cualquier horizonte en un serio embozo., El optimismo, digamos, es más ameno, pero el pesimismo acaba, pese a su fama, ganando la mayor atención del público.

El desmoronamiento mundial de las bolsas, la ruina de centenares de millones de pobladores de todas las razas es el efecto de la formidable fuerza del pesimismo, el mal agüero y la lógica de lo peor. He aquí el irresistible atractivo que posee la idea del desastre.

Pasamos la vida afanándonos en construir minuciosamente una vida, pero simultáneamente. cultivamos el secreto deseo de su hecatombe. Tal como representan los mercados internacionales de valores, ver sucumbir al alto Dow Jones, derrumbarse al índice del Financial Times o al Nikkei es una calamidad demasiado tentadora como para evitarla.

Todo gran desastre es cien veces más que la obra destruida. Toda obra de los hombres sigue un proceso y es, por tanto, mensurable, inteligible. Pero la catástrofe es la súbita conversión de la razón en desmesura, el lenguaje repetible en el resplandor de lo inefable. Demasiado excitante. La inclinación a destruir, a sumirse en el cuerpo del infortunio es al fin incombatible. Porque no hay concupiscencia más exquisita que la que se descubre en el reino de la desdicha.

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