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Poblado

Hace un tiempo viví tres semanas en la clínica de La Paz. Era un ambiente aparentemente estrepitoso, muy parecido al de un taller metalúrgico y debido a causas que no sé precisar. Supongo que el acarreo de los útiles de la limpieza, el arrastre de las camillas y aparatos, los repartos de la comida y medicamentos sobre altos carros de hierro contribuía a ello. Y también debía añadirse el bullicio de enfermeras y visitantes, además de la contundente figura del celador, una de las categorías a la vez más dotadas de buena salud y de peor humor que puedan encontrarse en el diccionario de profesiones. Tomado en conjunto, el ambiente denotaba un grado de actividad, especialmente acústica, que hacía pensar en un proceso de curación rápido y eficaz, del que, a no tardar mucho, todos seríamos beneficiados. Incluso la ocasional displicencia del personal contribuía a esta visión pragmática y desdramatizada de las enfermedades.En ese clima era muy asequible entablar relaciones entre pacientes. Por encima de las particularidades y diferencias de carácter, lo decisivo allí es ser un enfermo verdadero. Esto sólo procura en apenas unas jornadas un nivel de aproximación personal que no lograrían de ningún modo 20 o 25 años de vida en una misma comunidad de propietarios. Por su parte, los acompañantes de los enfermos suelen alcanzar una intercomunicación y confidencialidad prácticamente desaparecidas ya en la sociedad industrial contemporánea. Con el cuerpo médico se tenía, salvo excepciones, una relación cordial, pero al fin nunca pasaban de ser gentes poderosas y ajenas.

La suma de los pacientes y sus familiares formaban, sin embargo, una población con creencias y usos propios a los que sólo se accedía por el salvoconducto del dolor. Más allá de eso, al otro lado de las ventanas, quedaba un mundo casi irreal y al que con una celeridad insólita los días hospitalarios le restaban prestancia. Así, cada vez que para alguien llegaba el alta, el poblado entero le despedía como una víctima.

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