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La guerra, un espectáculo trivial

Pocas informaciones resultan tan previsibles y tediosas como las noticias sobre guerras que diariamente invaden los espacios de los medios de comunicación. Bajo el manto de su realidad informativa, o como estrategia fatalista, la recurrencia a la guerra es constante en la Prensa escrita y los medios audiovisuales, pero esta saciedad informativa apenas encuentra connivencia lectora, difícilmente consigue romper nuestra apatía. A costa de prestar excesivo crédito a los acontecimientos bélicos de este siglo y revestir las múltiples carnicerías con los oropeles humanistas de la catástrofe o el militantismo religioso de su necesidad, se termina por desacralizar el acontecimiento, y nuestros placeres voyeuristas quedan circunscritos a la comodidad de una ráfaga. Frente a los conflictos endémicos de Irán-Irak, Líbano o El Salvador, y a los subrayados de horror que les caracteriza, o, en otro sentido, frente al cometín ficcional del holocausto nuclear, la nuestra ya no es una mirada excepcional en busca de un decorado y una memoria. Empezó siendo curiosa -que no miedosa, pues todo espectáculo convierte el miedo en la reducción sentimental de un rito obsceno- y, ante la redundancia y la trivialización catódica, terminó siendo una mirada distraída. Que devora las noticias con la misma glotonería e idéntico desinterés con que una aspiradora engulle los restos de suciedad.Las guerras modernas han perdido el carácter de epopeya, el misterio digestivo de la mitología y, por encima o a partir del oficio televisivo, su capacidad de entronizar el espectáculo en el imaginario colectivo. Carecen de contenido y de continente, no responden a ninguna trama ni se abren a un vacío imprevisible, no implican un conflicto de conciencias entre dos o más contendientes nítidamente diferenciados. Son capítulos por entregas de una violencia general de una cadena de acontecimientos apresurados que compiten y se suplantan entre sí, en medio de breves pausas en las que los litigantes se toman vacaciones temporales entre pedruscos amontonados y miles de cadáveres anónimos. ¿Qué razón social o conflicto ideológico se impone en una guerra como la de Irán-Irak, salvo la mecánica de un juego belicoso donde lo único que asoma como noticia es la cantidad de misiles disparados? ¿Acaso los ayatolás iraníes y los militares iraquíes no forman, bajo el reclamo de una diferencia horizontal, una similitud investida que les autoriza a una estrategia de aniquilación pura y simple del adversario?

Y si salimos del Golfo y nos acercamos a Líbano, todas las razones se evaporan y lo único que queda claro en este jeroglífico indescifrable es que la ecuación simple ha dejado de pertenecer al reino de las matemáticas. Porque en el Golem libanés, todos los contendientes se subdividen para conquistar, en su aparente antagonismo, la confirmación de una identidad: el ejército cristiano y la fracción disidente del Sur, los falangistas apoyados por Israel y los musulmanes apoyados por Siria, los moderados de Amal y los radicales de Hezbollah, los palestinos de Al Fatah y los palestinos prosirios, los sunníes y los maronitas, los soldados americanos y los soldados franceses, la Cruz Roja islámica y la Organización de las Naciones Unidas para los refugiados... Decididamente, en este hotel de los líos repleto de obuses y fusiles kalashnikov sólo faltan Groucho Marx y una camarera rusa.

En este festín sanguinario parece destacar solamente una identidad provisional, un otro entre otros: los palestinos. Víctimas propiciatorias en un país colocado bajo permanente vigilancia, su alteridad en este rompecabezas no es marcado por una variante ideológica -las fracciones palestinas se combaten mutuamente en nombre de purezas caducas, mientras los shiíes de Nahib Berri pasan de ser combatientes contra Israel y el ejército cristiano libanés a carniceros palestinos-, sino por su pertinaz condición de intrusos, su estatuto de apátridas en un territorio habitado exclusivamente por enemigos. Su inocencia migratoria parece exonerarles de la liquidación, real e imaginaria, de esta guerra; pero su condición de seres impalpables, que están en todas partes, que convierten las salidas en retiradas tácticas, les condena a poner los muertos -Beirut, Tell el Zatar, 'Sabrá y Chatila, Burj el Barajne- en este horror inmovilizado.

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Las razones ideológicas que tanto facilitaban las cosas en otro tiempo se han evaporado. Detrás de este carnaval sanguinario de las guerras hay una reserva de especulaciones, categóricas y relativas, que se dirimen por la ley de la alternancia, ya en la logorrea de los cuarteles, ya en la acción de los campos de batalla. Y un flujo de gasto improductivo -el potlach que Marcel Mauss aplicaba a los pueblos primitivos es una despensa fundamental en las guerras modernas-, una, ostentación del excedente que se transvierte como descarga. El desmesurado gasto de Iberzas está calculado en función de un principio de rendimiento, de un intercambio generalizado -de discursos, disparos o rehenes- que, al tiempo que mantiene el suspense y retrasa el desenlace de las guerras, contribuye a canalizar el sobrante energético de cada uno de los contendientes.

Finalmente, aparece la razón de las razones de las guerras modernas: el triunfo de la

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geografía sobre el acontecimiento. Tanto en Líbano como en El Salvador -por más que en este caso el combate guerrillero le infunda todavía a la carnicería un aura romántica que, no obstante, no llega a satisfacer nuestros deseos frustrados de aventuras- la guerra se ha convertido en un vaivén geográfico, un permanente desplazamiento periférico. Armados con fusiles y obuses en lugar de cámaras fotográficas, todos los contendientes practican el turismo de las ruinas, buscan un espacio de conquista para sellarlo como residencia. Una vez pulida y arrasada, aquella nueva geografía se convierte en el habitáculo de la guerra, en el belvedere de la muerte.

De una muerte numerada que se transmite como noticia. Porque detrás de las rúbricas informativas sobre estas guerras sólo queda el despojo: un número indeterminado -y difícilmente calculable, aunque los cuarteles generales se obstinen en cifrarlo- de cadáveres. Y ésa es la obtusidad noticiera de estas guerras, su non sense: el horror no tiene volumen, las grandes matanzas anónimas no alcanzan categoría de hechos narrables. Son, simplemente, un revoltijo de rostros contingentes -un calculado travelling sobre los muertos, sobre los vivos con fusil clamando por la victoria, sobre los affiches sonrientes pegados a los muros-, efigies intercambiables a partir de su equivalencia. Rostros que, filtrados por la imagen especular, delatan simplemente una suerte de heroísmo necrófilo ajeno a todo misterio. Reclaman el precio de una lágrima o la energía de un ladeo de cabeza, y luego se desvanecen. En estas condiciones, la guerra se convierte en un espéctáculo aburrido, indiferente. Inauguraba la historia, según el principio hegeliano, y ha terminado por sepultarla ante espectadores aplastados por el artificio. Si alguna vez fue servida por el eco de la intensidad, en el último tramo del siglo XX ha quedado absorbida por el simulacro. Aquellos fisgones aventureros -corresponsales, brigadistas o simples receptores voraces- se han convertido, en el encierro de su planeta hogareño, en silenciosos y aburridos desertores.

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