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Comercio de votos

Es impropio de democracias maduras que el electorado se agite a los sones de campaña electoral y se despreocupe del uso que se hace de sus votos una vez conocidos los resultados. Ello no hace sino favorecer que los partidos impongan sus propios intereses en el reparto del poder en las instituciones y alteren así los deseos electoralmente expresados de los ciudadanos.El argumento estelar de este último período poselectoral ha sido sin duda la negativa a los pactos formales; es decir, al público intercambio de votos entre concejales o diputados autonómicos para formar equipos de gobierno que pudieran contar con respaldos mayoritarios. En palabras de algunos portavoces socialistas, había que "respetar" las mayorías establecidas por las elecciones, pese a que ellos mismos habían faltado sistemáticamente a tal respeto en las anteriores elecciones municipales. Según el líder centrista, los pactos son "malos para la democracia", aunque es de esperar que no vaya a ser precisamente el ex presidente Suárez, de bien reconocida ejecutoria pactista, quien quiera elevar ahora esta proposición a norma de validez universal. Por su parte, los comunistas parecían pedir pactos, pero han considerado de un "oportunismo despreciable" gobernar conjuntamente con los socialistas como hasta ahora.

¿Acaso hay que suponer que el intercambio de votos es en democracia algo inmoral? En la reciente realidad poselectoral, el rechazo verbal de los pactos públicos y el supuesto respeto de las mayorías sólo ha sido una careta para un gran número de pactos secretos y numerosas entregas de poder a las minorías (aunque se trate de las minorías mayores).

Por ello cabe sostener que aquella práctica de transparencia que los norteamericanos (más que los británicos, limitados en este aspecto por el sistema electoral mayoritario y una mayor tradición de hipocresía) llaman log-rolling, es decir, el intercambio de favores políticos y concesiones mutuas, no sólo no puede considerarse condenable, sino que constituye una muy conveniente extensión de la democracia.

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De hecho, si se mira bien, el comercio empieza ya en el mismo voto, que no es más que la cesión de una cuota de poder del ciudadano a los políticos a cambio de los beneficios que cree razonable esperar de la gestión de éstos; además, el propio votante puede negociar con su voto e invertirlo, por ejemplo, en el partido o candidato que considere menos malo de entre los que tienen probabilidades de ganar, aunque no sea su preferido en primer lugar (es decir, el famoso voto útil). Y ese mismo ciudadano puede esperar legítimamente que tales negocios continúen en la fase poselectoral, pues puede preferir también un alcalde de un partido próximo a sus preferencias, al que lógicamente puede esperar que voten aquellos a los que él ha votado, antes que un alcalde de un partido al que rechaza. Si es cierto, por ejemplo, como indican las encuestas, que amplios sectores de votantes de AP y un sector significativo de votantes del PSOE tienen al CDS como segunda preferencia, que gran parte de los votantes de IU tienen al PSOE como segunda preferencia, y que en unas u otras medidas se dan también las viceversas, ¿no habría sido más exacta y fielmente representativo de los deseos del electorado, o lo que es lo mismo, s democrático, que tales preferencias de los electores hubieran sido tenidas en cuenta en los comportamientos de los concejales y diputados electos? ¿Qué tenían los electores de Segovia que no tuvieran los de Valladolid para que, siendo en ambos casos la lista socialista la más votada, hayan sido elegidos alcaldes de distintos partidos? ¿Por qué los electores socialistas y comunistas de Sevilla y Córdoba han merecido que se haya negociado con sus votos mientras no se hacía lo mismo con los de Madrid o Barcelona? ¿Qué méritos superiores han adquirido los electores de convergentes y conservadores de Lérida con respecto a los de Tarragona para obtener un alcalde afín pese a que en ambos casos los socialistas fueran más votados?

La transacción mercantil sistemática la practican, de hecho, los partidos en otros muchos aspectos de su actividad. La confección misma de un programa electoral suele ser una reunión de temas que motivan especialmente a unas u otras minorías de electores, a cambio de los cuales, cada votante acepta que el partido al que vota defienda en otros campos intereses ajenos que no le afectan tanto o los intereses del propio partido. Por ello sería razonable esperar que, del mismo modo, los partidos negociaran, una vez legidos, un programa de gobierno conjunto con cuyas opciones en los distintos campos pudieran sentirse más o menos satisfechos los diversos sectores ole sus votantes. Tampoco hay que ser un lince para darse cuenta de que a menudo el intercambio de favores mutuos se da entre los concejales o diputados de un mismo grupo en votaciones conjuntas de cuestiones sectoriales y en el reparto de cargos de la Administración, entre los partidos, las patronales y los sindicatos, entre un Gobierno autónomo y los municipios, entre el Gobierno central y los de las autonomías, etcétera. ¿Por qué no realizarlo entonces, en general y a la luz pública, entre los distintos partidos representados en una misma institución?

No se favorece, como se ha dicho, la gobernabilidad negándose al intercambio de votos, ya que tal concepto sólo puede significar proximidad entre los deseos de los gobernados y las acciones de los gobernantes. Lo que se favorece con los Gobiernos de minorías es que algunos partidos intenten frenar a los competidores más próximos que les disputan un electorado semejante, según la lógica partidista de que el más cercano es el rival más peligroso, que es una lógica exactamente inversa a la del elector; se favorece una reducción de la pluralidad política que aleja a los gobernantes de la pluralidad de intereses, opiniones y deseos de los ciudadanos; se favorecen los intereses propios de los partidos -sean éstos mantenerse en el poder o crecer en la oposición- a costa de la relevancia de los intereses de los ciudadanos en las instituciones estatales. Negarse al comercio de votos es, pues, malo para la democracia y una falta de respeto al elector.

Josep M. Colomer es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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