Burocracia y democracia en México
Una y otra vez, en distintos escritos, me he ocupado de la burocracia mexicana. El tema es capital, pero la palabra es inexacta, pues designa una realidad más vasta, universal y nueva que la de las antiguas burocracias históricas. No resisto a la tentación de volver sobre este asunto. Mi insistencia puede parecer monomaniaca, pero creo que en este caso la repetición no sólo es perdonable sino necesaria. Es tocar el punto sensible.El rasgo característico del México contemporáneo, el que lo distingue del pasado reciente, es la constitución de un grupo social que domina al Estado y, a través del Estado, a la vida política, económica y cultural de la nación. Este grupo está compuesto por políticos, tecnócratas e intelectuales. Surgió después de que cesó la lucha armada entre las facciones revolucionarias; su involuntario fundador fue un caudillo, Plutarco Elías Calles, con el que comienza el México contemporáneo. Su ascenso ha sido paulatino pero constante y firme. Sus escaleras: el Partido Revolucionario Institucional (en sus tres encarnaciones y en sus distintos organismos y sindicatos: obreros, campesinos, clase media), la Administración pública y las empresas paraestatales, algunas gigantescas, como Petróleos de México, la más grande del mundo en su género. Cada nueva nacionalización ha fortalecido no a los obreros ni a la nación, sino a la burocracia. Como su ascenso ha sido gradual, insensible y pacífico, pocos han reparado, hasta ahora, en el fenómeno.
La burocracia es una clase privilegiada, pero no es una aristocracia cerrada, una nobleza de la sangre; se puede ingresar en ella si se reúnen ciertos méritos y se cumplen varios requisitos. Como sucede con todos los grupos dirigentes, el origen social es primordial: en las altas esferas del Gobierno y del partido tanto como en las empresas paraestatales abundan los descendientes de personalidades que ocuparon puestos de importancia en las primeras administraciones posrevolucionarias, como lo ha mostrado con gran riqueza documental el historiador Roderic A. Camp. Nos gobierna una segunda generación de dirigentes. Sin embargo, como ya dije, el origen familiar no es determinante ni equivale a un certificado de ingreso en la jerarquía; los aspirantes deben satisfacer ciertas condiciones: educación, disciplina probada en el partido o en la Administración, competencia técnica, habilidad política, tacto, energía, antigüedad en el escalafón y, en fin, esa red que tejen las alianzas, las amistades y las complicidades.
Todos los miembros de la clase dirigente han hecho estudios superiores en las universidades de nuestro país y muchos en los grandes centros del extranjero. Como los mandarines, son una clase culta, o más bien instruida; a diferencia de la burocracia imperial china, no conocen a los clásicos ni a los poetas, pero, en cambio, han estudiado economía, sociología, politología y las otras ciencias y seudociencias sociales. Debemos a esta clase casi todos los cambios que ha experimentado el país en los últimos años. Muchos de ellos han sido positivos, ¿cómo negarlo? Pero una contradicción la mina. Desde su aparición en la vida pública, hace ya medio siglo, está empeñada en la modernización económica, social y técnica de México; al mismo tiempo, hoy es el obstáculo principal para llevar a cabo la modernización de que dependen todas las otras: la modernización política, la democracia.
El fenómeno mexicano es universal. Uno de los elementos que definen a este siglo, quizá el central, es el ascenso mundial de la clase burocrática. ¿Clase o casta? ¿Oligarquía o aristocracia? No es fácil ni necesario contestar a estas preguntas. En realidad se trata de una nueva categoría histórica. Para designarla se emplea, con inexactitud, el término burocracia. Las burocracias del pasado, por ,más poderosas que hayan sido, fueron cuerpos de funcionarios y empleados, mientras que el origen de las modernas es político. Muchas entre ellas son herederas de movimientos revolucionarios. Además, el rasgo común que las define, lo mismo en las naciones comunistas que en las capitalistas, es la voluntad de poder. A veces por la violencia, y otras pacífica y gradualmente, han desplazado a las otras clases dirigentes. Allí donde no las han eliminado, como en México, las han subordinado. Ahora bien, esa voluntad y esas acciones son, por esencia, políticas. Más exactamente: son la esencia de la política. Vivimos en un período peculiar, quizá único en la historia: el del ocaso de los caudillos y los grandes jefes, sustituidos por cuerpos políticos colegiados: el gobierno de los funcionarios. En este sentido, un Castro ya es una reliquia: Gorbachov es el hombre nuevo. Aunque no es imposible encontrarles ciertas semejanzas con las verdaderas burocracias del pasado, lo mismo en Bizancio y China que en Mesopotamia y Egipto, las burocracias del siglo XX son la verdadera y gran novedad histórica de nuestro tiempo.
Fenómeno ubicuo y que, no obstante, en cada país tiene una coloración distinta. También su influencia varía en cada lugar. En los regímenes comunistas es absoluta; en las democracias, la acción pública y el ejercicio de los derechos sociales e individuales entraba su poderío. Tanto en Estados Unidos, Europa occidental y Japón como en otros países de América, Asia y el Pacífico, su dominio no es elimitado pero su influencia es considerable; ha penetrado en los órganos gubernamentales, en los sindicatos obreros y en la empresa privada: hay una burocracia capitalista como hay una burocracia estatal. En los países del socialismo real ha sometido totalmente a la sociedad civil, no sin antes haber aniquilado fisicamente a clases y enteras categorías sociales. En México vive en una suerte de equilibrio: enclavada en la sociedad -mejor dicho, insertada y diseñaada en el cuerpo social-, ha sujetado a las otras clases, pero no pretende ni absorberlas ni exterminarlas. Al contrario, en los últimos 50 años la sociedad civil ha crecido considerablemente. A veces nuestra burocracia ha sido la aliada de los empresarios y de los banqueros; siempre, de los líderes y dirigentes de la clase obrera y campesina. En verdad, la burocracia obrera y campesina es parte central de la nueva clase.
CAMBIO GRADUAL
Por razones que he explicado en otros escritos, su dominación no ha sido ni es despótica. Tampoco democrática. Precisamente por su posición peculiar, su origen civil, su pragmatismo no ideológico, y sobre todo por ser la heredera tanto del liberalismo del siglo XIX como de la revolución mexicana, tengo esperanzas en un cambio pacífico y gradual hacia formas de vida realmente democráticas. Sólo que, también precisamente por la naturaleza histórica y social de nuestra burocracia, insertada en la vida política, económica y cultural del país, nuestro camino será más lento y dificil que el recorrido por otras naciones de nuestro continente, como Argentina, Brasil y Uruguay. Las dictaduras militares son cuerpos extraños incrustados en el Estado y en la sociedad; las burocracias viven en simbiosis con el tejido social.
La aparición de una nueva categoría social es un hecho histórico sobre el que tenemos poco o ningún poder: nace y vive independientemente de nuestra voluntad y de nuestros deseos. No es siquiera, como a veces se dice, un signo de los tiempos: es el tiempo mismo, la historia social, que se manifiesta en una de' sus creaciones. En el mundo de la historia el nacimiento de una nueva clase es un fenómeno análogo al de la emergencia, en el de la naturaleza, de una nueva especie animal. Con esto quiero decir que estamos ante una realidad con la que debemos contar, y sobre todo con la que tenemos que aprender a convivir. No es fácil, ni quizá tampoco deseable, suprimir o eliminar esta nueva realidad. Además, ¿es posible? El único método sería la violencia revolucionaria; ha sido el remedio que algunos, entre ellos nadie menos que Trotsky, han propuesto. Pero el remedio es peor que la enfermedad: las revoluciones del siglo XX fueron y son, justamente, el semillero de las burocracias. Han sido una cruel respuesta de la historia a las predicciones de Marx: la revolución que acabaría con el Estado no sólo lo ha fortalecido, sino que ha creado un grupo social que es a un tiempo su criatura y su propietario. Pero si no es posible suprimir o exterminar las burocracias, sí lo es reducirlas, humanizarlas, limitar sus poderes y someterlas al control de la sociedad. Este control tiene un nombre: democracia.
Hacia 1950 percibí, confusamente, la realidad nueva que brotaba de la porción más activa e ilustrada de la sociedad mexicana posrevolucionaria. El ejemplo de otros países me llevó a comprender mejor el fenómeno. También los libros que han aparecido desde hace mucho sobre este asunto, comenzando por los análisis de Max Weber, las discusiones en el grupo de Trotsky sobre el colectivismo burocrático y, en fin, los estudios contemporáneos. En esos años vislumbré el verdadero remedio. No fue fácil llegar a ciertas conclusiones: nací en 1914 y pertenezco a una generación que en sus dos expresiones mayores: la marxista y la nacionalista, vio siempre con desdén la herencia democrática. Poco a poco, no sin estupor, redescubrí los grandes nombres de los siglos XVIII y XIX que habían sido los maestros de mi abuelo y de los liberales mexicanos. No me ofrecieron una doctrina ni un catecismo: fueron y son una fuente, una inspiración. Nuestras sociedades son muy distintas a las del siglo XIX, pero sus críticas al absolutismo y al despotismo no han perdido ni actualidad ni eficacia. Los sucesos de 1968 confirmaron que mis temores no eran fantasías ni quimérico mi diagnóstico.
Desde Postdata (1969) sostengo que la salida de México es la democracia. Ahora esta palabra se ha popularizado, al lado de otras que la acompañan como su complemento: pluralismo, diálogo, división de poderes, federalismo, resurrección política de las regiones, sociedad civil, etcétera. Hace apenas unos años esas palabras eran abominaciones, brasas que quemaban los labios de los ideólogos; hoy esos mismos labios las pronuncian con unción. Enhorabuena... Soy uno de los que creen que la democracia puede enderezar el rumbo de México y ser el comienzo de la rectificación de muchos de nuestros extravíos históricos. La reforma política haría posible la reforma económica y, asimismo, la de nuestra cultura; la democracia le devolvería la iniciativa a la sociedad y liberaría los poderes creadores de nuestra gente. Naturalmente, hablo de la verdadera democracia, que no coniste sólo en acatar la voluntad de la mayoría sino en el respeto a las leyes constitucionales y a los derechos de los individuos y de las minorías. Ni los reyes ni los pueblos pueden violar la ley, ni oprimir a los otros. Los antiguos concebían la buena democracia -pues hay algunas que son malas: las demagógicas y las despóticas- como un régimen mixto que combina las otras dos formas de gobierno (la monarquía y la aristocracia) fundado en el equilibrio de poderes y en el culto a la Constitución.
CONOCER LOS LÍMITES
A los mexicanos nos hace falta, lo mismo en la esfera privada que en la pública, volver a Montesquieu. Quiero decir: conocer y reconocer los límites de cada uno, los míos y los de mi vecino. De ahí que la reforma política sea inseparable de la reforma intelectual y moral. Esto únicamente puede realiarse por una acción interior e interpersonal: una enmienda, una conversión. En el dominio de la religión las conversaciones son el resultado de una revelación; en el de la moral pública son la consecuencia de la crítica intelectual y política. Por esto me atrevo a decir que el cambio de actitudes que preconizo debería ser en primer térnimo el efecto de la autocrítica de nuestra clase intelectual, y en segundo, de su decisión de extender esa crítica a toda la nación. ¿Pido mucho? Tal vez. También es mucho lo que nos pide la presente situación.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.