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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una breve memoria

La autobiografía es siempre autobiografía del otro: del otro o de los otros que fuimos. El autorretrato, en la pintura, es visión sincrónica del rostro, sin la mediación de la memoria. En la autobiografía, la mediación de la memoria multiplica los rostros en el espejo, no siempre desinteresado o fiel, del yo que en el ahora y en el aquí los interroga. Es la autobiografía, por su naturaleza misma, un género en el que la ambigüedad y las máscaras -el yo y sus ficciones- se entremezclan y abundan.Naufragio radical de la automemoria en la infinitud de los espejos cruzados. Cómo reconstruir ahora el rostro de nuestros días más lejanos. A veces, casi siempre, es algo exterior a nosotros mismos -un olor, un color, un paisaje, un afecto, una persona- lo único que da al yo rememorante algún indicio fidedigno de sí. Ciertos objetos, ciertos seres han quedado fijados -duraderos, no sujetos a cambio- como referencia de aquél, de aquello que en las formas sucesivas de uno mismo se ha ido disolviendo o alejando. Puntos de afección, asideros de la memoria personal, que acaso gracias a ellos, tan sólo, se sostiene. También aquí es el otro, la existencia del otro, lo que sustenta la supervivencia nuestra en la propiaSi yo tuviera que retrotraerme al yo que fui hace exactamente 40 años, cuando desde una pequeña ciudad gallega llegué a cursar estudios de Derecho a Santiago de Compostela, tendría que describir la miseria radical de la provincia, la precariedad absoluta del medio universitario, el recurso casi desesperado a la escritura o a la experiencia religiosa como formas instintivas de huida o negación o renegación de la realidad inmediata.

No podría yo reconstruir o recomponer la imagen posible de aquel adolescente que presuntamente he sido sin remitirme a uno de esos absolutos o irrenunciables asideros en los que la memoria de uno mismo encuentra indicación o acaso prueba de la propia existencia. Tal fue el valor que para mí tuvo o tiene -en la medida en que desee interrogar a mi propio pasado- el encuentro, en el contexto opaco de aquellos años duros y difíciles de la biografía colectiva, con un sacerdote universitario aún joven, pero de ordenación tardía, que se había licenciado previamente en Derecho y seguido, según María Zambrano recuerda todavía, las clases de Ortega en el Madrid de la anteguerra.

Era ese sacerdote Maximino Romero de Lema, a quien siempre hemos llamado sus amigos don Maximino. Gallego de la Galicia alta, de las tierras de Bayo, no lejos de Laxe y de Muxía, donde las rocas del vecino mar tienen poderes de curación y profecía, y muy cerca de una de las piedras más notorias e ilustres de Galicia, el dolmen de Dombate. Profundamente gallego en la suavidad de sus cautelas, en la tanteante operación de su innata prudencia, pero también en la firmeza de su amistad y de su entrega, naturales y sólidas como las rocas de su tierra nativa.

La aparición del perfil sacerdotal de Maximino Romero de Lema en aquellos años oscuros de finales del decenio de 1940 era un hecho tan luminoso como absolutamente insólito. La Iglesia española, uno de los más firmes apoyos del largo régimen cruento impuesto por la dictadura militar, hablaba un lenguaje totalitario, brutal y reivindicativo; un lenguaje en el que toda espiritualidad quedaba anegada en un eticismo autoritario y burdo; un lenguaje, en fin, donde la cáritas brillaba por su ausencia y del que el catolicismo español acaso aún no se haya repuesto por entero. Las que entonces empezaban a proponerse como vías modernizadas o rebarnizadas de vida religiosa no hacían más que perpetuar, bajo las formas empalagosas y falaces de una religiosidad profesionalizada, los contenidos más reaccionarios. Me refiero a la ideología del Opus Dei, entonces en su fase de rápida y rapaz expansión inicial.

En ese contexto, Romero de Lema representaba el hecho insólito de una religiosidad abierta y dialogante que remitía sobre todo -frente al rígido dogmatismo de unos y el interesado pragmatismo de otros- a contenidos profundamente evangélicos. Diálogo, el que con él se mantenía, exento de presiones o de reflejos impositivos, en el que se iban operando, a la vez y como por mutuo condicionamiento, la liberación y el enriquecimiento de la experiencia interior. Diálogo, en fin, que sólo podía tener su fundamento en la libertad, en el respeto y en el amor del prójimo.

Apenas rebasarían estas líneas la mera historia personal de quien las escribe si no fuera porque, en el mismo espíritu aquí evocado, la figura de Romero de Lema incidió o se proyectó decisivamente en una reforma necesaria de las actitudes espirituales, intelectuales y políticas de la Iglesia española contemporánea. Tal vez haya sido él -cosa que hoy muchos españoles no saben y otros acaso hayan olvidado- quien más hizo por abrir importantes sectores de la Iglesia de este país a las formas de religiosidad abierta y dialogante que culminaron en el Concilio Vaticano II y en la Iglesia del papa Juan.

Hombre de esa Iglesia, no de la manifiestamente involutiva del papa Wojtyla y de las camarillas vaticanas de Comunión y liberación o del Opus Dei, el arzobispo gallego Romero de Lema, secretario de congregación en la curia romana, abandona ahora sus funciones y regresa a España, sin haber sido promovido a prefecto o a cardenal, según muy explícitamente ha hecho notar en las páginas de este periódico su corresponsal en Roma (EL PAIS de 2 de mayo de 1987). Tengo la certeza de que no habrá en ello motivo alguno de personal frustración para don Maximino, pues de tales careos no da, que se sepa, particular noticia el evangelio.

Yo, que no ostento, claro está, representación alguna, a no ser la de aquel remoto adolescente que Romero de Lema conoció en la universidad compostelana de los años oscuros, quisiera, simplemente, saludar el retorno de este sacerdote de tan velada como decisiva presencia con estas palabras que, por boca de Isaías, un profeta que él ama, dirigió Yavé a su pueblo: "Tomaré de tu mano el cáliz de mi ira y no lo beberás ya más. Y lo pondré en la mano de tus opresores, de los que dicen: encórvate para que pasemos por encima de ti".

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