Los escondidos de la colza
La enfermedad ha sido para muchas personas una plaga bíblica que ha quebrantado su cuerpo y su alma
La presunta intoxicación por el aceite de colza no sólo ha supuesto la enfermedad, los terribles dolores para cerca de 25.000 personas y la muerte para más de 500 de ellas. Miles de personas esperan el inicio del juicio medio escondidas en los barrios de Madrid y de toda España, esperando que el tiempo cicatrice sus heridas físicas y psíquicas, casi perdidas las esperanzas de volver a ser lo que fueron, amargadas por el rechazo de familiares, vecinos y amigos cuando, al principio, se rumoreó que la enfermedad podía ser contagiosa. Muchos de ellos han perdido la alegría de vivir, y sólo les queda la venganza: "Si pudiera, los mataría con mis propias manos", dice una mujer de 37 años que no puede soportar la enfermedad y confiesa que sólo sigue viviendo por no añadir otro dolor a sus tres hijos.
La presunta intoxicación por la adulteración del aceite de colza ha sumido en la desesperación a casi 1.000 vecinos de Leganés, localidad madrileña de casi 200.000 habitantes. Pero no se nota. La vergüenza de la colza, la humillación de padecer una enfermedad que parece haber sido equiparada a la lepra, ha creado un cerco de indiferencia social que rodea a los enfermos, y que en cierta forma ha sido propiciado por los propios afectados. Se conocen casos de niños que han ocultado sus dolores para que sus amiguitos no supieran que estaban enfermos. Niños que sólo han ido al hospital cuando la enfermedad estaba ya muy avanzada. Uno de esos casos es la hija de Arcadio Fernández, presidente de la Asociación de Afectados por el Síndrome Tóxico de Leganés: "Mi hija ya no puede ser curada mediante rehabilitación. Tendrán que operarla de la mano, y ya veremos cómo queda".Arcadio, Dolores Montero, Juana Sánchez, el párroco de El Salvador y Fernando Abad, alcalde de Leganés, coinciden en señalar las terribles consecuencias que ha significado la intoxicación. La colza les ha obligado a enfrentarse a sí mismos, porque no ha sido como un accidente, trágico pero limitado en el tiempo. La colza ha puesto a prueba la confianza de las personas en la vida, en el futuro, en sus familiares y en sus amigos, y muchas veces los resultados han sido tan dramáticos como la propia enfermedad.
Dolores Montero tiene ahora 37 años, la mirada amarga y cicatrices de cortes profundos en ambas muñecas. "Cuando caí enferma, perdí mi trabajo, pero también a mi marido. Me abandonó porque ya no servía para nada y los médicos me habían prohibido las relaciones sexuales. Yo sólo veía por sus ojos. Nos hicimos novios a los 15 años, nos casamos a los 19, y tenemos tres hijos. Ahora vivo con mis hijos y sigo viviendo por ellos, por no añadirles otro dolor, pero he perdido la alegría. Llevo todos estos años sin poder dormir. Una o dos horas por la noche, gracias a las pastillas que me da el psiquiatra. Mi hija que tiene ahora 17 años también resultó afectada. Muchas noches la oigo chillar y removerse, y a veces hago como que no me doy cuenta".
La calle, indiferente
Toda esta acumulación de dolor no se nota en la calle. Leganés cuenta con 1.200 víctimas del síndrome tóxico, de las que 800 se localizan en Zarzaquemada. Pero esta barriada tiene casi 80.000 habitantes, y la vida sigue. En algún equipo de fútbol juvenil ha desaparecido alguno de sus adolescentes jugadores. Alguna partida de mus ha quedado coja por la ausencia de alguno de sus viejos jugadores. En el ambulatorio ha habido que crear una sección especializada en rehabilitación, y los enfermos de la colza se confunden con todos los demás. Nadie tiene cifras concretas. En el ambulatorio se niegan a facilitar el número de pacientes en rehabilitación. El Ayuntamiento tampoco tiene contabilizados los muertos.
Soledad
La vida ha sido cruel con los enfermos por el síndrome tóxico, y no sólo por la enfermedad en sí. "Al principio", continúa Dolores, y corrobora Juana Sánchez y su marido, "no se sabía con certeza el origen de la enfermedad, se pensaba que podía ser contagiosa, y de pronto me quedé sola en casa, sin mi marido, sin saber si iba a morir, sin poder moverme por mí misma, y así meses y meses. Los vecinos dejaron de saludarme porque les daba miedo el contagio. Ahora es casi peor. Te paran y te dicen 'qué buen aspecto tienes', y te dan ganas de insultarlos. Y hay otros que murmuran a tus espaldas, dicen que qué bien vivimos los de la colza, porque el Estado me paga 8 1.000 pesetas al mes. Yo no tengo salud, ni física ni mental, y con ese dinero tengo lo justo para sacar adelante a mis hijos. Hace años que no puedo llevarlos de vacaciones. Seis años sin salir de este barrio (Zarzaquemada, una populosa barriada de Leganés, acumula la mayor parte de los 12.000 afectados del pueblo)". A Dolores, la proximidad del Juicio contra los aceiteros le es casi indiferente, y termina, con voz baja: "¡Cómo les odio! Les mataría a mordiscos".
Estos profundos dramas humanos tal vez sean la parte más desconocida de las consecuencias del síndrome. Arcadio Fernández, que por su condición de presidente de la asociación ha estado en contacto con miles de enfermos y cientos de familias, puede dar fe de que no es una exageración: "Ha habido muchos más casos de lo que la gente piensa. Yo conozco a familias rotas, con el matrimonio separado porque la mujer o el marido no podían aguantar la crispación, la rabia y el histerismo de su cónyuge. Conozco casos de hijos mayores que se han marchado de casa llevándose a sus hermanos pequeños, de familias que han vuelto al pueblo porque querían olvidar sus experiencias y la muerte de sus hijos, de amistades de años que se han roto porque la gente no quería relacionarse con los enfermos, de jóvenes que han roto sus noviazgos, de niños que callan con vergüenza que sus hermanos están enfermos".
El propio Arcadio reconoce que sus relaciones con su mujer -ambos resultaron afectados- pasaron momentos muy malos: "Es que hay que entenderlo. Es difícil convivir con una persona que está amargada por los dolores, sobre todo si tú también estás pasando lo mismo y te ves abandonado por la Administración y por la sociedad".
La Administración ha abandonado a los enfermos por el síndrome en manos de la burocracia. "No es que nos traten mal", relata Juana Sánchez, de 57 anos, madre de ocho hijos, que pasó 14 meses en la UVI del Primero de Octubre y otros dos años en una sala del hospital. "Llevo ya seis anos de tratamiento, y los médicos nos han tratado muy bien, pero no es eso sólo. Es que nos consideran como enfermos normales, y nadie quiere darse cuenta del trauma que ha supuesto esto para nosotros. Muchos necesitamos salir de aquí, que se organicen viajes para los que se puedan mover, que se atienda en cada caso según sus necesidades personales, que los amigos nos visiten". Son detalles que trascienden la atención puramente asistencial y burocrática que reciben, de tal hora a tal hora, tantos días a la semana. Los colceros, como se les conoce, son enfermos excepcionales que no soportan la indiferencia hacia sus vidas machacadas.
"Necesito aire puro"
A Juana, la intoxicación le destrozó el sistema nervioso y los pulmones. Seis años después, casi no puede hablar. Cuando se excita, un gorgoteo sordo sube de sus pulmones y la ahoga. No controla los movimientos de sus manos y no puede sentarse en sillones bajos, sólo en sillas altas y rígidas. "Yo necesito respirar aire puro. Me ahogo aquí. Lo que quiero es que el Estado me pague un alquiler barato en algún pueblecito de la sierra. Pero la Administración es insensible, y a veces, supongo que sin mala intención, nos humilla".
Juana dice esto porque ella, una mujer que ha cuidado a ocho hijos, depende ahora de una extraña. La Administración no permite que los enfermos que no pueden valerse sean asistidos -cobrando de la Administración- por sus propios familiares, para evitar posibles abusos. Así que le cuida la casa una mujer que no es de su sangre: "Cuántas veces mi marido ha llegado a casa y ha tenido que cambiarme la ropa, como a un bebé, porque estaba sucia de orines". Su marido asiente gravemente. Es un hombre mayorjubilado, al que se le humedecen los ojos oyendo hablar a su esposa.
Juana, sin embargo, ha tenido suerte dentro de su desgracia. En su caso, su enfermedad fue un catalizador que unió a su familia, ocho hijos y 17 nietos. "Uno de mis hijos se casó en la capilla del hospital para que pudiera verlo. Si no hubiera sido por ellos y mi marido, habría muerto".
A esto hay que añadir las humillaciones causadas por el trato burocrático de funcionarios y políticos. De eso sabe mucho Arcadio Fernández: "Yo he tenido tentaciones de pegar a algún alto cargo cuando íbamos a verles para protestar por la lentitud de la Administración y nos daban excusas tontas. Esos señores no sabían que yo venía de pasar la noche en vela, aguantando los dolores y consolando a mi mujer, que estaba peor que yo".
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