El espejo
La idea de merecer bienes y lisonjas se encuentra muy asentada en los individuos. Independiente de cuál sea la provisión de virtudes que cada ciudadano crea poseer, lo importante es, que cada uno se estima con derecho a recibir amor y otras recompensas. Esta creencia, considerada como saludable, se encuentra a menudo reforzada por numerosas obras del Dr. Wayne W. Dyer (Evite ser utilizado) y de los especialistas Robert J. Ringer (Sea el número 1), Weisinger & Lobsenz (Nadie es perfecto) y Baer & Fernstenheim (Viva sin temores). En resumidas cuentas, todos estos libros vienen a decir que si por ejemplo en un restaurante usted se conforma con ocupar una mesa que no le gusta y no es capaz de cambiar la decisión del maître, es casi seguro que está echando a perder su vida.La tesis, en definitiva, se centra en que no nos apreciamos en todo lo que valemos y no haciéndolo nosotros mismos es bastante improbable que vengan a hacerlo los camareros. Produce un notorio estímulo la lectura de estos volúmenes. Un arrebato, para ser exactos. Su contrapartida, sin embargo, es que ponen al borde de ser decepcionados por el vulgar comportamiento que, pese a todo, siguen manteniendo los conocidos.
Propongo en réplica al brío de tales recomendaciones, un tratamiento más seguro para la deseada felicidad personal. Basta con exponerse ante un espejo. Procure, entonces, mantenerse en situación estática. Obsérvese sin más de frente y con los ojos quietos; sin visajes. Lo importante es contemplarse como un dato objetivo, nada de jeribeques. Trate así de mantener esta visión unos minutos, contemplándose tal como es, como un ser, un cuerpo, un objeto. Si tras esa constatación se alcanza una idea de sí que no le haga sentirse un gran cretino, totalmente incapaz de despertar el más mínimo interés sexual o profesional, es posible que piense que el mundo le debe algo. No se ha dado, sin embargo, este caso. La experiencia del espejo, donde luce el yo imbécil, garantiza la feliz certidumbre de que incluso nos aman demasiado.
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