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Disfuncionalidades en la ejecución penal

Desde siempre se ha afirmado que el derecho penal tiene una función contrapuesta: de un lado, la protección de los derechos fundamentales y de las libertades públicas; de otro, la eficaz lucha contra la delincuencia. Sólo si se produce un auténtico equilibrio entre ambas dimensiones existirá una correcta funcionalidad del sistema pena], que verá así cumplimentada cabalmente su ambivalente finalidad.El actual sistema penal, con independencia de su bondad o no, se fundamenta en la realidad, básicamente en el sistema de penas entendidas como penas privativas de libertad. Y en este sentido conviene recordar que, desde un punto de vista político criminal, ni las penas demasiado cortas ni las excesivamente largas constituyen certeros instrumentos para que los fines del derecho penal se vean realizados. Ambas no cumplen ni pueden cumplir los objetivos reeducadores y resocializadores que nuestra Constitución les tiene encomendados.

Por las anteriores razones se ha dicho desde Beccaria que no es la mayor extensión y crueldad de las penas lo que las hace eficaces y útiles, sino, en definitiva, su infalibilidad, esto es, que verdadera y ciertamente se ejecuten, sin más. Esto va a comportar, de forma necesaria, que el corazón, por así decir, del derecho penal no sea otro que el sistema penitenciario.

Y ello es correcto, pues de nada sirve que los tribunales de justicia apliquen disposiciones penales más o menos rigurosas, que privan de libertad a los condenados, si acto seguido se permiten legalmente una serie de agujeros, valga la expresión, en virtud de los cuales se elude y se hace nula la acción sustancial y necesariamente represiva del derecho penal. Si esto sucede, y lamentablemente está ocurriendo, habría que plantearse la cuestión de una forma más compleja y amplia: la existencia de una posible crisis en nuestro país del sistema penal. Y no sólo por esto, sino también por otros extremos que omitimos en aras de la brevedad de estas consideraciones.

La ley orgánica general Penitenciaria, de 26 de septiembre de 1979, aprobada con auténtico entusiasmo parlamentario, recoge y consagra los llamados permisos de salida de los internos en su artículo 47, números 1 y 2. El número 2 lo hace de forma facultativa, pues en modo alguno se trata de un derecho del recluso, a través de la expresión "se podrán conceder permisos de salida ( ... ) previo informe del equipo técnico", etcétera.

Auténtico riesgo

No cabe la menor duda de que siempre existirá un auténtico riesgo de que el recluso quebrante su condena y eluda su responsabilidad criminal. Como todo pronóstico, puede ser acertado o no. Incluso en aquellos casos en que el denominado equipo técnico se pronuncie de forma favorable. Pero, desde luego, ese riesgo se incrementará enormemente si el citado equipo -la junta de régimen de la prisión- emite un parecer negativo a la concesión del permiso. En este supuesto, el juez queda en el más absoluto desamparo y, desde luego, asume, en su soledad, una decisión personal que le acerca más a la profecía que a una resolución judicial.

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Por descontado que el juez puede hacerlo, pues no se encuentra vinculado, por su independencia, al dictamen previo, pero, en efecto, su resolución va a discurrir por caminos meramente intuicionistas, con grave peligro para la seguridad jurídica, desde el momento que, en cierto modo, va a quedar en manos de la confianza judicialmente depositada en el recluso y en sus ulteriores comportamientos. El irracionalismo en derecho penal, históricamente verificado, nunca ha sido buen consejero en el campo jurídico. Por eso se ha dicho, certeramente, que el derecho no es más que el logos de lo razonable (Recasens). ¿Y qué queda, pues, si falla esa profecía judicial, del derecho penal? Nada y volver a empezar. Y esto, en verdad, es grave no sólo para la función que el derecho penal debe cumplir, sino también para un Estado que pretenda denominarse Estado de derecho.

Manuel Cobo del Rosal es abogado y catedrático de derecho penal de la Complutense.

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