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Las marcas

Nuestros adolescentes no compran cosas: compran marcas Un suéter Privata, unas zapatillas Adidas, una mochila Nike una bufanda Benetton, unos vaqueros Levi's. La etiqueta, bien visible -en la manga, en el pecho, en el trasero-, porque en lo que se paga. Los atributo, que puedan adornar a una prenda -o su calidad- cuentan bien poco; la marca lo dice todo y es garantía suficiente. El producto puesto a la venta sin el respaldo de una marca que se precie tiene el fracaso asegurado. No importa que su hechura sea excelente: carece de marca y nadie lo quiere.La sociedad de consumo tiene sus trucos para monopolizar y dirigir la economía de quienes, son más vulnerables a la tentación de consumir. La firma internacional o multinacional satisface sin problemas a quienes por edad, se caracterizan por le indefinición y la incertidumbre Todos reconocemos y decimos que los teenagers de hoy viver sin modelos, sin ideologías, sin creencias firmes. No quierer o tal vez no pueden imitar a nadie.

La autoridad les deja insensibles, puesto que nos hemos esmerado en educarles antiautoritariamente. Las ideas, o los principios les llegan tan confusos y envueltos en perplejidades, que difícilmente pueden agarrarse a ellos. Descartado el criterio de los mayores, de los líderes o de las ideas, las modas no tienen otra credencial que la de la firma diseñadora o productora. Los collares, las faldas cortas o largas, los suéteres ceñidos u holgados no significan ya una fascinación por lo natural, por el Oriente o por los gustos y época de las abuelas. La moda no significa nada más allá del capricho de unas decisiones anónimas. Decisiones. a favor de los colores pálidos, los adornos relucientes y dorados, las prendas de algodón. Da lo mismo, porque no hay razones ni símbolos a favor de una u otra opción. Son decisiones de sociedades comerciales despersonalizadas.

El único criterio para preferir, pues, es el éxito de la venta. Es bueno lo que se vende. Y es mejor lo que se vende en todas partes, lo que trasciende nacionalismos y divisiones entre el Norte y el Sur, el Oriente y el Occidente. Nuestros jóvenes se sienten, por encima de todo, ciudadanos del mundo. Viajan, entran y salen como si tal cosa. Han crecido ya con la televisión, que les ha habituado a obviar las distancias y a distinguir poco entre un país y otro. Para un chaval que ronda los 20 años, Nueva York, por ejemplo, parece estar a la vuelta de la esquina. La movilidad, el cosmopolitismo, las multinacionales, la televisión favorecen ese mercado de las marcas que borra las diferencias de país, sexo, economía incluso. Sólo se conserva la singularidad de la edad. Los adolescentes de todo, el mundo visten de la misma manera.

Todo lo cual repercute en la que parece ser la característica más general y acuciante de nuestro tiempo posmoderno: la falta de criterios estéticos, éticos, políticos de todo tipo. Falta de criterios que, gozosamente o a pesar nuestro, estamos transmitiendo (en la mediad en que se pueda transmitir la falta de algo) a quienes los necesitan más que nadie, aunque sólo sea para poder oponerse a ellos y para poder transgredir las normas a las que los criterios dan cobijo.

Nuestros jóvenes acusan esa falta con especial agudeza y no entiende ni suscriben la fácil complacencia en ella. Pues si nuestras dudas e indeterminaciones son de cuidado, las creemos justificadas por el abismo que hay entre lo que nos enseñaron y lo que debieron habernos enseñado. Nuestros hijos, en cambio, se encuentran con la desorientación heredada y sin que les sirva de consuelo la misma justificación válida a nuestros ojos. Su mundo y el nuestro son diferentes. Y el suyo necesita otro tipo de seguridades. Su mundo es el de la información y las nuevas tecnologías. Un mundo que nosotros ya con templamos desde la distancia del espectador y que a ellos les pilla desarmados, sin poder ni tan sólo echar mano del arma socorrida de la crítica. Porque es un mundo ambivalente, ni bueno ni malo, ni positivo ni negativo, o ambas cosas a la vez.

Por edad y por definición, los adolescentes son indefensos, frágiles, vulnerables. También por edad han de sentirse incómodos en un mundo que ellos no han hecho ni les parece del todo bien. La indefensión y la incomodidad se manifiestan de distintas maneras: como rebeldía cuando sobreabundan los criterios, los principios y las normas. Pero ya hemos visto que no es ése el caso. A diferencia de sus padres, los adolescentes hoy encuentran pocas razones para decir un no rotundo y claro a la realidad más inmediata: la realidad política, familiar, sexual es ahora flexible, abierta, tolerante, plural. Parece que cualquier actitud ha de ser posible y admitida. De ahí que la protesta joven no sea rebelde sino serena, y tienda al individualismo; que en ocasiones su comportamiento parezca excesivamente conformista, competitivo, pragmático. Los jóvenes defienden su hoy y su mañana más cercanos, lo único que tienen medio claro. Una justicia del presente: la que debiera gobernar, por ejemplo, el acceso de todos, sin discriminaciones, a la vida profesional. Las revueltas estudiantiles más recientes han sido calificadas de poco idealistas porque las reivindicaciones de los estudiantes valían sólo para ellos: no eran generalizables al resto de la sociedad, ni siquiera al resto del sector joven que no estudia. Pero esa defensa de lo propio es quizá la única respuesta a una sociedad que ha insistido en propagar escepticismo y, por reacción al exceso de disciplina, se ha complacido en la ausencia de normas. Una sociedad que, por otra parte y por otros motivos, no puede ofrecerles expectativas demasiado halagüeñas.

Me decía no hace mucho un estudiante de filosofía, desconcertado ante la sobredosis de heterodoxia y agnosticismo que se proponían inyectarle: "Yo, cuando acudo a la filosofía, pretendo que me salgan las cuentas". En efecto, y ese saldo nítido y transparente que todos quisiéramos descubrir algún día, la sociedad informatizada e informante lo ofrece sin escrúpulos.

La tentación de dejarse embaucar y creer ciegamente en la publicidad y en la información (que no es sino una forma de publicidad), puede ser irresistible. Prueba de ello es el pavor que provoca todo aquello que los medios de comunicación -¡comunicación!- nos dicen que debemos temer: los efectos terribles del tabaco, la polución, el SIDA. Cuando todos los criterios y fundamentos se estremecen, la información, la difusión de la noticia, la publicidad, nos dirigen irremediablemente. A todos, pero mucho más a quienes, por cronología, se hallan más expuestos al dominio del entorno.

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