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¿Qué ética?

En EL PAÍS del día 8 de enero, Gianni Vattimo publicaba un importante artículo con el título De la ideología a la ética. En él nos consolaba, con la saludable aparición de la ética en el panorama de la más reciente filosofía, de ciertas solapadas amenazas reaccionarias. La ética representa, según Vattimo, una eficaz y posible alternativa al más o menos viejo nihilismo. Partiendo, sobre todo, de Levinas y de su crítica a los conceptos generales y vacíos. Se aducían, en una escueta y brillante síntesis, las razones para la benéfica mutación. Superada ya la metafísica y la crítica de las ideologías, se ha llegado "a un plano de mayor verdad, es decir, a un plano en que las pasiones e intereses puedan ser aceptados incluso por los otros". Parece ser que una buena parte de la filosofía -esa que se estampilló como filosofía de la sospecha- se había dedicado, impúdicamente, a levantar las faldas de la retórica de las palabras huecas, de las promesas incumplidas, de la hipocresía y de la violencia. Y parece también que debajo o detrás de tan descarado telón los sospechantes habían descubierto sórdidas luchas de intereses y miserias. Vattimo nos asegura que este desagradable oficio de mirar donde no se debe ha pasado de moda. Tal vez ya nadie cree "que la verdadera misión del pensamiento sea la de descubrir verdaderas estructuras de lo real y adecuar a ellas, con la acción, las formas de la vida política y social".¿Qué nos queda, pues? El diálogo entre caballeros; un diálogo que parte de una posición donde la ética, dulcemente, amaestra a los participantes de las decisiones para que éstos acepten el hecho de que los sistemas de valores, los programas políticos, no camuflan intereses ni egoísmos. "Son representaciones -podría decirse incluso en sentido teatral de la palabra- y modos en que un individuo, un grupo o una clase pone en escena sus propios intereses transfiriéndolos a un plano de presentabilidad, despojándolos de todo lo que tienen de demasiado feo, inmediato y bárbaro. Es algo parecido al proceso de idealización...".

Nada más lejos de mi intención que negar la posibilidad del diálogo que una comunidad racional puede establecer entre sus miembros, ni colaborar a que, si hablando se entienden la gente, nos condenásemos todos, todavía más, al silencio. Tampoco parece que sea mala propuesta la que Vattimo nos hace de transferir a "un plano de mayor verdad" las pasiones e intereses, de utilizar "un auténtico acto de ascesis", de "sustraemos con la dedicación moral" a la bruta voluntad de vivir. Estos deseos, tan racionalizados y sensatos, no pueden por menos de apasionar a cualquiera que piense que la utopía no es sólo el reino de lo imposible, sino el impulse que mueve y salva la delicada maquinaria del progreso, si es que todavía y sin demasiado rubor podemos usar esta palabra.

Sin embargo, habría que precaverse ante la posible tergiversación de tan piadosos deseos. Esa representación teatral en la que pulida y versallescamente, se venden los productos políticos o culturales, esos gestos sacados de aquellos, manuales de urbanidad para jovencitos triunfadores de antaño, no llegan a la categoría de sospechosos; son, lisa y llanamente, ideológicos. Proceden de una ideología que concuerda perfectamente con la amenazante ola de desinformatismo que nos inunda. Porque no hay que hacer grandes esfuerzos, como los ingenuos y anticuados filósofos pretendían, para desenmascarar lo real. Ya nada queda, sin saber, detrás de las máscaras; o mejor, ya casi somos pura máscara, teleguiada por lejanos egoísmos y grotescos mascarones. Se nos ha hecho todo excesivamente obvio. Estamos tan seguros que ya no nos tomamos la molestia de sospechar. Sabemos que siguen ahí -más o menos solapadamente, según los casos- el terror, la hipocresía, la falsificación; que sigue la miseria alimentando no la desesperación, sino la domesticada y fláccida desesperanza, que sigue la mentira puliendo la inteligencia, que sigue la furia desgarrando los cuerpos. Y que, efectivamente, no nay nada detrás de ello, ni ocultos designios de misteriosos poderes, ni retorcidas consignas; sólo la creciente estupidez. Por supuesto que hay que admitir el dominio que determinados rincones del planeta ejercen sobre los otros; el inagotable recurso del dinero para restañar apresuradamente las heridas, para sofocar los latidos que aún da el corazón de la historia, ahí donde la historia duele. Pero no importa. Los congresos y congresistas establecerán el consenso racional de una democracia más madura, que limpiará satinadamente la cara un poco contorsionada de la realidad. Para estos afeites incluso nos podremos valer por nosotros mismos, sentándonos detrás de nuestro ordenador personal y solicitando informaciones adecuadas al nivel de nuestra tecnología. Por ejemplo, el estado de nuestros puertos de montaña, la cantidad que gasta una familia en calcetines, las veces que cayó en martes el día de los Santos Inocentes. También se pueden programar algunas cosas más importantes. Por ejemplo, si la creatividad de la inteligencia o la salud mental de los jóvenes sigue creciendo. Podría ocurrir que en la era de la ordenada ética de los teclados, las manos, ese instrumento supremo de la inteligencia, según decía el filósofo premoderno, empiecen a amarfilarse y, a fuerza de pulsar teclas, las huellas dactilares vayan, por el roce, desapareciendo ya semejándose a la materia, insulsa y sin relieve, que manejan.

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Yo no sé si será más madura la democracia que surja de semejantes identidades, de semejantes máscaras, de semejantes publicidades que nos lanzan a mundos de los que estamos seguros -no sólo sospechamos- que son absolutamente falsos, absolutamente ridículos y, en el peor de los casos, absolutamente malvados. Me temo, pues, que la ética de los buenos diálogos pueda ser el sucedáneo de la denostada metafísica de las grandes palabras -humanidad, justicia, paz- que nos escamoteó, con sus mil formas de pronunciarlas, el que las pudiéramos realizar. Pero tal vez puede pasarle lo mismo a las palabras que hoy se nos ofrecen como alternativa: "Verdadera misión del pensamiento". ¿Qué verdad? ¿Qué misión? ¿Qué pensamiento? "Auténtico acto de ascesis". ¿Qué autenticidad? ¿Qué ascesis? ¿De quién la ascesis? ¿Para quién la ascesis? "Dedicación moral". ¿Quién se dedica? ¿Qué moral? etcétera, etcétera. Por cierto, dedicación moral tiene un cierto regusto a rearme moral, que han predicado casi siempre los que sólo creen en sus propias armas y en su exclusiva y privilegiada moral. Tan abstracta y teatral como la vieja terminología del humanismo podría parecer esta aséptica terminología de la nueva ética y, desde luego, más vacía y engañosa, porque corre por canales más sutiles, más invisibles e insonorizados que los tenaces cascos del caballo del mensajero.

Seguro que no escapan a la lucidez del filósofo italiano estos peligros que yo ahora no sabría cómo alejar, ¡porca miseria!, pero que si las máscaras no acaban mascarizándonos, tal vez con buena voluntad, inteligencia y realidad, podamos empezar a domeñar. Un filósofo de los de antes escribió que no le importaba ya saber qué es la ética -¡él, que la había inventado!-, sino ser bueno. Todo lo demás le parecía bastante inútil si no se ponía en camino de acercarse a la práctica real de los hombres.

Siempre me pareció sospechoso el que se pusiese tan de moda el término, levemente policiaco, de escuela de la sospecha. Los que no piensen que, además de la verdadera universalización del diálogo, hay que seguir luchando por desenmascarar y desenmascaramos, Podrían convertirse también, no sé si en sospechosos o en ideólogos. Y el principio fundamental de su ideología consistiría no sólo en convencernos de que no hay gato encerrado, sino, sencillamente, de que no se sepa que, si lo hay, ha crecido desmesuradamente; o de que, en última instancia, ya que lo hay, que no maúlle.

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