La ciudad, mascara de una sociedad insolidaria
Como algo hay que hacer, Madrid se rehabilita, lo que no es sino timidez, empresa alicorta de fachada y escenografía urbana. El hecho no es nuevo. Ya lo intentó José Bonaparte durante su efímero reinado con la pretensión de paliar la fealdad del caserío madrileño, hecho en su mayoría de tapial y viga descubierta. Se empleó el revoco, bien a la francesa, con trompe-l'oeil,- bien a la española, con rayas pintadas imitando la piedra de sillería.Ahora, de nuevo, se adecenta el revoco, se le repinta, recomponiendo la escayola que enmarca los escuetos -y a veces floridos- balcones del viejo Madrid. Recuperación de la estampa austriaca y de la galdosiana. Nadie puede dejar de felicitarse, pero el problema es otro.
Los sociólogos están inquietos y manifiestan públicamente dudas y recelos. Es coyuntural, pero hay también un fondo teórico. Se sabe que las ciudades, como máquinas sociales, tienden a formar una dura costra de edificaciones y pavimentos que se superpone rígidamente sobre la sociedad real. Las estructuras edificadas son mucho menos plásticas que las relaciones sociales. Y así, mientras un modo constructivo permanece estable, puede suceder que grupos enteros se disgreguen o se conviertan en otros diferentes.
Hay casos en que hasta una clase social entera desaparece, y sus casas, su estilo arquitectónico, permanece como testigo de un pasado; después las casas son ocupadas por otro colectivo que se adapta como puede en un espacio impropio.
En nuestro momento, las casas ideadas para la familia tradícional no se ajustan al nuevo tipo de familia. Los jóvenes, si son familiarmente dependientes, no pueden llevar en ellas su modo de vida y sus prácticas sociales, y si son independientes no pueden, normalmente, pagarlas a causa del paro endémico. Y al otro extremo de la marginalidad, los viejos se ven obligados a permanecer en sus viejas viviendas, que toman poco a poco el carácter de nicho y de trastero.
El desajuste provoca modificaciones de la conducta y es la causa directa del fenómeno que Henri Léfèbvre llamó apropiación. Al principio se pensó que se trataba dealgo ocasional, pero se ha comprobado que es una característica ya muy generalizada en nuestro tiempo.
El fenómeno puede describirse así: si todo en la ciudad es propiedad de alguien, los que vienen después -los jóvenes, por ejemplo- se encuentran con que están excluidos y no les queda sino la estratagema de la apropiación insólita del espacio; apropiación que invierte normalmente el uso habitual.
El paradigma puede ser la apropiación de las aceras. Grupos de jóvenes se estacionan a la puerta de un bar del que son habituales; tal vez se sientan en el bordillo de la acera y beben cerveza -botella de litro en algunos casos-, y todo sin prisa, como si el gozo de la nueva forma de apropiación transitoria les bastase. Sentarse sobre una vía de tránsito es considerado casi como una provocación.
Los fenómenos de apropiación de la calle se generalizan. Los vendedores ambulantes, las prostitutas en determinadas calles, los adolescentes en venta, los viejos apiñados en la solana, los niños con balón en la plazuela. Apropiación de la calle, del escenario, pero también del interior de locales públicos. Un pub puede estar apropiado por una clientela habitual que expulsa a los que no presenten ciertas señas de identidad. Lo mismo ocurre en salas de conciertos, etcétera. En fin, se trata de una privatización sui generis, realizada mediante la ocupación física por un grupo.
En las plazas de Madrid se puede encontrar otras formas de apropiación más radical y agresiva. En alguna estamos ante una verdadera cuenca de tristeza, donde el fluir de la vida se ha convertido en ocupación estática. La plaza del Dos de Mayo, con aire de cementerio desafectado, presenta una apropiación rotativa de niños, viejos y marginados jóvenes, según la hora. La de Chueca, ya rehabilitada, con una apropiación inestable de gentes que se paran en bandada como las palomas y se disuelven sin saber cómo. Poblada de perros defecantes, de celibatarios con bolsas de plástico, de oficiantes de la droga con el gesto vago de una ausencia vegetal.
El centro y la periferia
En el centro, la ciudad asume sus prestigios, goza de sus monumentos, intensifica el espacio con el brillo de las luces, se produce la identificación urbana. Es el lugar donde se encuentran juntos el beautiful people y el beautiful city, según la irónica versión de Vicente-Mazariegos (EL PAÍS, 18 de noviembre). Más allá todo se diluye gradualmente. La metáfora kafkiana lo expresa con precisión: "La ciudad se parece al sol; en un círculo cerrado se congrega todo lo luminoso; uno se deslumbra y se pierde; no se encuentran las calles ni las plazas y una vez que se ha entrado en ella es imposible salir. En otra zona circundante, mucho más amplia, hay todavía abundante luz irradiada y se encuentran callejas oscuras, casas escondidas y hasta plazuelas con penumbra y verdad. Más allá la luz es tan diseminada que es preciso buscarla".
Luz kafkiana
Donde la luz kafkiana de ciudad se pierde, ya lejos del centro cegador, lo urbano deja paso a la acumulación inorgánica, al almacén de frustraciones, a lo que los políticos del antiguo régimen llamaron el cinturón rojo -denominación que naturalmente pretendía asustar a la burguesía para que se mantuviese vigilante- y que hoy se ha convertido en el anillo de la droga que amuralla Madrid casi sin resquicio.
Pero la periferia ya no asusta; todo lo más provoca conmiseración y paternal preocupación, pues el desarme político que paradójicamente ha supuesto la venida de la democracia y el desarme moral que ha producido su modo de gobernar han hecho posible la insolidaridad y el lobo contra lobo de Hobbes, precisamente en los lugares donde siempre hubo fermentos de fraternidad. Hoy, el centro puede dormir tranquilo, regalo que no hubiera ni soñado un político de antaño, pues ni navajeros ni drogotas harán la revolución urbana.
Sólo de cuando en cuando, del submundo madrileño asciende algún mend go. Emisario mudo que se instala detrás de un epitafio escrito en cartón. Unas monedas y se sale corriendo para no asoinarse a la ventana de lo que la ciudad lleva en sus entrañas: la insolidaridad.
Todo está resultando más complicado. La "inminente revolución urbana" no tendrá lugar. Hoy suenan ingenuas las predicciones de Léfèbvre sobre la ocupación de la ciudad, como si fuese una fábrica maravillosa llena de potencialidades de razón y de cultura, de plusvalías inmensas, y que se pudiera tomar mediante un golpe afortunado.
Pero ya sabemos que la ciudad no podrá ser conquistada nunca; es unlartefacto demasiado poderoso, una imagen espectral dotada, sin embargo, de poderosas mandíbulas trituradoras. Lo que habrá que hacer es domesticar a la ciudad, puesto que ha ido más allá de su razón.
Serán necesarios cambios de mentalidad, nuevas tecnologías, freno a la especulación. La costra urbana tiene que romperse creando islotes en que haya trabajo y salud, como quiere el clamor popular. Mientras tanto, la máscara urbana ocultará la realidad punzante del paro, paro pretecnológico que ha sustituido sin ventaja al de los chísperos preindustriales, y disimulará la ausencia de pueblo, pues en la realidad ya no existe.
La marea de los innumerables y de los solitarios no alcanza consistencia social ni autorizaseriamente a seguir hablando de pueblo de Madrid. No es que esto sea unicamente el resultado de la costra urbana; simplemente, ésta ha contribuido a que -el problema quedara oculto.
Vicente-Mazariegos termina su artículo antes mencionado pidiendo soluciones que "no enmascaren la nueva realidad madrileña", y le parece muy sensato proponer "Madrid como tema de reflexión". Quizá sea por donde hay que empezar, pues a lo mejor entre la cosmética bonapartista y la revolución léfebvriana encontramos un camino hacia la sociedad real. Sea lo que sea, la cosa va para largo.
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