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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La herencia de Fraga

GRANDE O pequeña, la herencia de Fraga es indivisible y dificilmente transferible. De ahí las dificultades con que la derecha se encuentra para resolver el dilema planteado por la orfandad en que la ha sumido el gesto con que Fraga parece querer poner punto final a su dilatada carrera. La solución de compromiso adoptada por el Comité Ejecutivo de Alianza Popular en su reunión del sábado es el reconocimiento de la inexistencia de herederos cualificados. Cabe pensar que la construcción de una alternativa posible al socialismo gobernante pasa más bien por la renuncia al fraguismo. Esto era ya así con Fraga, y mucho más será verdad sin él.Desde Cánovas, la derecha española se ha mostrado incapaz de construir propuestas a un tiempo democráticas y dotadas de un mínimo de solidez ideológica y estabilidad organizativa. A la salida de la dictadura franquista, como en su día tras la de Primo de Rivera, la derecha se encontró con un personal político familiarizado con los mecanismos del poder, pero marcado por los usos de la autocracia y poco preparado para afrontar las consecuencias del ejercicio del voto por los ciudadanos.

En la transición española, las tensiones internas, los clientelismos y la falta de definición ideológica que se detectaron en UCD volvieron a reproducirse en Coalicion Popular. Tras amagar en otras direcciones, Fraga logró aglutinar en torno a su paraguas protector a democristianos de poca fe (en sus propias fuerzas), liberales de nuevo cuño, tránsfugas del centrismo y otros alcaldes de ínsulas baratarias. Con tan escuálido bagaje, más la metáfora de la mayoría natural, consiguió en 1982 la confianza de cinco millones de electores. Suficiente para convertirse en jefe de la oposición, pero insuficiente para inquietar a un poder socialista que había ocupado gran parte del antiguo espacio del centro. La persistencia en la metáfora se reveló carente de fundamento en las sucesivas citas con las urnas, incluyendo las generales de 1986. Ninguna mayoría, ni natural ni contra natura, era posible en torno al veterano bregador. Su techo en las elecciones resultaba ya casi un axioma. Pero también su suelo: pues hay un número de votos estables en la derecha que lo son de Fraga, y que sin él se encuentran como huérfanos.

Alianza Popular, núcleo de la Coalición Popular, fue construida no sólo en torno a la figura de su líder, sino a su imagen y semejanza. Nació más como envase de aquella imagen que como expresión de un contenido político específico. Asumió las formas de las coaliciones existentes en otros países, pero no dio lugar a una dinámica capaz de generar las señas de identidad de una formación con un proyecto diferenciado. Bastó que aparecieran las primeras grietas en el casco, con la deserción de Alzaga, primero, y la desafección de algunos delfines, más tarde, para que la embarcación hiciera agua.

Si la sucesión se presenta tan problemática, hasta el punto de que el propio Fraga haya desistido, tras dos meses de tanteos, de prepararla personalmente antes de retirarse, es porque la herencia es intransferible. La fuga de Verstrynge, en sí misma anecdótica, pero sintomática de lo que se avecinaba, puso de manifiesto la insuficiencia del modesto intento de desligar la vida interna de AP de la de su fundador -intento que algunos habían ensayado en el VII congreso de dicho partido-. Ya entonces aparecieron corrientes que cuestionaban, bien que de manera indirecta y harto prudente, el liderazgo de Fraga. Éste no se ha ido tanto por la derrota en las elecciones vascas, que estaba cantada, sino porque ha comprendido que su presencia impedía plantear abiertamente el debate sobre el futuro del centro derecha. Eso es exactamente lo que ha dicho, y por eso su dimisión le honra: es un gesto de coherencia y de honestidad intelectual, poco frecuente en la clase política española. Por otro lado, la presión de influyentes sectores económicos que en el pasado le apoyaron incondicionalmente y ahora le niegan el pan y la sal ha debido de influir en ese rasgo de lucidez final.

Miguel Herrero asumirá la responsabilidad ejecutiva del partido hasta el VIII congreso, que habrá de celebrarse en los próximos cuatro meses. El antiguo portavoz de la UCD en el Congreso dispone de ese tiempo para demostrar que es posible en España un partido conservador cohesionado por algo más que la fidelidad a un líder y el deseo de alcanzar el poder a cualquier precio, para repartirlo entre unas baronías poco acostumbradas a no disfrutar de los placeres del protocolo del Estado. Paradójicamente, la derecha sólo conseguirá acceder un día al Gobierno si renuncia al prejuicio de que el poder le pertenece por derecho natural. Es decir, si sabe articular una política no dirigida inmediatamente a desalojar a quienes considera unos intrusos, sino a convencer a la población de que sus propuestas son mejores que las de sus contrincantes. No es precisamente ésta la trayectoria que ha definido a Miguel Herrero: la actitud de AP ante el referéndum de la OTAN, inspirada fundamentalmente por él, ilustra hasta qué punto la impaciencia puede resultar desastrosa para quienes ceden a ella.

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