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Tribuna
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Fascinación

Diego A. Manrique

Era una de esas noticias breves que aparecen enterradas en las páginas interiores de cualquier periódico, metralla de teletipo destinada a rellenar un hueco ínfimo. Fechada en Japón, hablaba del suicidio de Yukiko Okada, una popular cantante. Tan popular, que cerca de 30 adolescentes niponas habían tomado posteriormente la extraordinaria decisión de acompañarla en su viaje a lo desconocido.Algunas informaciones producen tanto desasosiego por su contenido como por lo que se intuye del telón de fondo del suceso. No es extraño Japón a las epidemias de suicidios, pero ¿morir por una figura de la canción? El lector sacude la cabeza con perplejidad y se pregunta por la personalidad de Yukiko Okada, las circunstancias de su muerte, los motivos de sus macabras imitadoras. Nada. Otro dato nebuloso más que añadir a la historia secreta de la relación entre los ídolos y sus fans.

Se supone que las estrellas son un reflejo, más o menos directo, de las ansias subterráneas de la sociedad que les cobija, que sirven de espejo para que el público contemple y perfile su propia imagen, aumentada y engrandecida. Que funcionan como un mecanismo compensatorio que satisface simbólicamente los deseos que sus seguidores no podemos realizar en nuestras vidas vulgares. Un mecanismo aberrante, añaden críticos ceñudos.

Sabemos todo sobre las estrellas -biografía íntima, carrera profesional, fobias y filias-, pero desconocemos lo esencial: los complejos usos que de ellas hacen sus súbditos. Funcionan como alegorías polivalentes. En el caso de las estrellas caídas en desgracia, el mensaje es moralista: avisos sobre el lado oscuro del impulso hacia el triunfo social. Esas trayectorias trágicas nos advierten sobre los peligros que acechan en la cumbre: decadencia, derroche, corrupción, infidelidad, locura, muerte. En su vertiente más radiante, sin embargo, las estrellas transmiten sugerencias reconfortantes: su victoria sostiene el ideal democrático de la sociedad abierta y accesible. La semblanza arquetípica de la estrella recalca que nos hallamos ante un ser humano normal, incluso de origen modesto, dotado de un cierto talento que hace que recalgan las miradas en él; una combinación de circunstancias -nunca falta la diosa Fortuna- permite su acceso al estrellato, desde donde se quita importancia al milagro, "esto está al alcance de cualquiera que tenga arte y audacia".

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Gran engaño: la estrella puede ser, a efectos electorales, uno más de nosotros, pero goza de propiedades intangibles que le distancian de la multitud. Tiene una capacidad para crear algo, evidentemente, pero reforzada por ese intangible que llaman carisma: las cualidades excepcionales que algunos llegan a considerar sobrehumanas, una magia partícular que hace que sintamos una afinidad emocional con su persona. Según el grado de enamoramiento particular, esa admiración puede quedarse en una identificación superficial o llegar a la imitación de las características fisicas y al comportamiento público del personaje elegido, como aquellas efervescentes madonnitas del pasado año. Actitudes que resultan ridículas o desmedidas para los no creyentes, pero que, a la postre, tienen una función psicoterapéutica en un sistema social que güera soledad y alienación.

La estrella, consciente de su papel, baila un primoroso minué con la bestia del millón de cabezas. Mediante un metódico proceso de seducción, aprovechando todas las plataformas de los medios de masas, consigue llegar a las alturas, donde rápidamente establece sistemas de defensa contra sus devotos: "Soy del pueblo y me debo al pueblo, pero prefiero que se quede al otro lado de la tapia de mi residencia". No obstante, sigue azuzando los deseos anónimos. Para diferenciarse de los famosos-de-quince-minutos, producto de la opulencia comunicacional, el ídolo debe acenturar los signos externos para que no quepa duda de que se trata del artículo genuino. Así ofrece a la curiosidad pública una forma de vida envidiable, recordatorio de su capacidad para consumir con alegría y sin límites aparentes: los anhelos que lubrican las ruedas de nuestra cultura, presentados en páginas satinadas para envidia del resto de los mortales.

Un juego que puede llegar a ser cruel. La maquinaria de explotación de su talento pone piezas inertes de la estrella en el mercado, atractivos mendrugos que deben saciar el hambre de sus seguidores. Algunos de ellos no se conforman con vaciar sus bolsillos: quieren transformar su adoración metafísica en una experiencia de persona a persona. Necesitan palpar, confesarse o un pasaporte a la fama, como aquel memorable Rupert Pupkín, protagonista de El rey de la comedia. En la película de Scorsese, el intruso consigue lo que desea; en la realidad, se estrellan contra las murallas. Y cuando esa frustración se agria nace una hostilidad que puede desembocar en el absurdo de un Mark Champan disparando contra John Lennon, la persona idolatrada.

El drama del 8 de diciembre de 1980 -hará el lunes seis años- impresiona precisamente por lo que tiene de disparate. Un chico de 25 años, que unas horas antes ha expresado su deleite ante el hecho de que el cantante le autografíe una copia de su último disco, espera a la puerta de su domicilio, se dirige a él respetuosamente -"¡Mr. Lennon!"- y vacía el cargador de su pistola, tras lo cual abre su copia de El guardia entre el centeno, la novela de J. D. Salinger, y espera la llegada de la policía. Luego es el turno de las especulaciones, de la búsqueda de claves. ¿Puede significar algo que Champan tenga un grabado de Dalí que se refiere al asesinato de Abraham. Lincoln? ¿Qué debe deducirse de ese deslumbramiento por Lennon que le lleva a firmar con el nombre del músico? ¿Cabe hablar de suicidio psicológico cuando se mata a la persona que uno hubiera deseado ser?

Un homicidio se convierte, qué paradoja, en la consumación de un amor imposible. Como las fans de Yukiko Okada, inmolándose en recuerdo de su adorada desaparecxida, es la expresión de la intensidad de unos sentimientos que el destinatario ignora o asume como un tributo habitual. Champan es un improvisado sacerdote del culto a la celebridad, que rompe la baraja de lo que es permisible -el consumo pasivo de los productos lanzados por la industria del entretenimiento- para recordar, con la contundencia de lo irreversible, su derecho a ser tomado en cuenta. Contra la banalización del vínculo entre divinidad y admirador, una acción salvaje y perversamente romántica, fuera de la lógica que exige el mercado. Durante unos instantes, crujen los engranajes ante ese reto desesperado al menosprecio de esa pasión tan sabiamente encendida por los experws en la venta de sueños. Luego, una vez reforzada la vigilancia, todo vuelve a ponerse en marcha.

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