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Toda la terrible belleza del mundo

Manuel Rivas

Algunas tribus de raíz milenaria, como los indios hopi, destinaban parte de su tiempo diario a mirar al Sol. Sabido es que el Sol despertó fascinación e incluso culto; pero ellos, además, miraban periódica y sistemáticamente al Sol, seguían su cielo, entornaban los ojos ante aquella pantalla que iluminaba la bóveda celeste y consumían su luz. "Eran consumidores de luz", repite Manuel Abad -autor del vídeo Denantes, un alucinante viaje por el suicidio, y hoy realizador de televisión-, que es quien me cuenta esa enigmática historia. Estamos en una sala de posproducción, con media docena de pantallas a unas cuartas de las narices. Hemos hecho un alto en el trabajo.Reímos con otra historia. Formaba yo parte de la primera expedición gallega que en 1982 viajó en el motopesquero Xurelo hasta la fosa atlántica para protestar en caliente por el vertido de residuos radiactivos que cfectuaban dos mercantes belgas. Navegamos durante tres días mar adentro, y sobre aquel prodigioso cascarón, destinado a pescar en la calma de las rías, aprendí a ver el océano como un bosque mágico y animado, como una arboleda salgada y fantástica en la que convergen, solitarios y errantes, todos los ecos y murmullos, desde la tos asmática de un niño hasta la danza de seda de los derviches. Todo está allí. íbamos, pues, en el Xurelo en pos del enemigo. Trazamos un teórico rectángulo sobre la fosa y durante 24 horas derrotamos en zig zag inútilmente. En la madrugada del quinto día, a punto de desistir, el patrón dio la voz de alarma. En el radar aparecían dos puntos de luz. Nos situamos a proa con toda la ansiedad del mundo. Amanecía. Todo sucedió vertiginosarriente: salió el sol y, en medio del oleaje, surgieron las, para nosotros, siniestras siluetas de los cargueros. Me habían asignado una misión: grabar todo en vídeo. Entre aquel puñado de reporteros era pos¡blemente el único que nunca había manejado una cámara, pero no parecía ser ése el mejor momento par a discutir. Subí la herramienta al hombro e intenté sostenerme apoyando la espalda en el puente. Estábamos ahora emparedados por los dos mercantes, que no dejaban de arrojar los malditos bidones. Por si fuera poco, se presentó en el horizonte una fragata de guerra. Desde el Xurelo se tiraban flores y se agitaban banderas. Era, sin duda, el momento de grabar. Pero justo a mi frente, en aquel preciso instante, autoinvitado a la fiesta, emergió de las aguas un calderón, una gran criatura del mar, negra y brillante como un hermoso monstruo. Clavé los ojos y le seguí fascinado, ajeno a la otra histórica escena. Cuando desapareció entre la espuma, el Xurelo estaba a punto de zozobrar, los mercantes se habían alejado ya demasiado, desde el navío militar nos miraban con ojos estupefactos como a supervivientes de una tribu perdida en el mar céltico y yo me di cuenta de que no había puesto en marcha la cámara. Apenas pudieron verse unos segundos por televisión de aquel suceso. Por un pez perdí el mejor reportaje de mi vida. Pero, eso sí, era un maravilloso pez.

Hemos hecho un alto. Somos dos de las aproximadamente 8.000 personas que hacen actualmente televisión en España. Estamos en una sala de montaje, rodeados de monitores, magnetoscopios y cuadros de conexiones, bajo un techo y un suelo desmontables que ocultan decenas de cables, Es curioso. Llevamos varios meses trabajando juntos, compartiendo la seria tensión de un programa de humor, y nunca hasta ahora hemos hablado de la televisión. Quiero decir, hablarpoelticamente de la televisión, al margen de la rutina laboral o de la pedante teorización serniológica. Al contrario de la radio, y no digamos de la prensa, la televisión carece de poética. Es decir, raramente se hace televisión de forma apasionada, con consciente desequilibrio, con amor u odio. Casi no despierta sentimiento. A la hora de hacerla, aún más que a la hora de verla, se le soporta, se le consiente corno a una criatura corta de facultades que a veces tiene una ocurrencia entretenida, y se le acaba admitiendo en la familia como una deslumbrante fatalidad. Se le sabe poderosa, enormemente poderosa, pero sin alma o estúpidamente desalmada. No se le quiere.

No hay poética, no hay nostalgia. Días atrás, el periodista Luis de Benito se despedía en RNE como director de España a las ocho, y, con voces históricas al micrófono, como Matías Prats, Vicente Marco o Victoriano Fernández Asís, aquello acabó en un emocionado homenaje a la radio. De Benito se iba a la televisión y uno tenía la impresión de que allí se celebraba el funeral de una voz, más que la ascensión de un nuevo rostro a los cielos de la icono-esfera.

Prensa y radio tienen un perfume inconfundible. La tinta del periódico acaba imprimiéndose en la carne. La radio termina por oler a humanidad. Pero la televisión no hace sino crispar los sentidos de los que la hacen. Nunca he visto maldecir tanto unas herramientas como en la factoría de imágenes. Influye seguramente la dispersión y complejidad del proceso de producción de la mercancía televisiva. Un programa acabado tiene la frialdad de los muertos o el resentimiento de los huérfanos. Es difícil sentirse padre. Pero, para mí, la razón fundamental de esa relación ajena y compulsiva entre la televisión y los que la hacen es que la televisión nunca se ha parado. En alguna muy excepciopal ocasión, la programación se'detuvo, pero fue igual. Es lo que cuenta René Berger con motivo de una huelga de la ORTF. Se hizo una encuesta por el campo preguntando: "¿Qué hacen ustedes cuando no hay emisión?". Y el periodista obtuvo en varias ocasiones la misma respuesta: "¡De todos modos, miramos!". Nunca se ha parado seriamente, un intervalo de tiempo suficiente para que surja la nostalgia y el deseo poético de reconstrucción. Nunca se ha parado, y cada vez galopa más rápido. Y es desesperante: apenas avanza. Desde que se ha iniciado la carrera, el objetivo prioritario, aquí y acullá, es llenar más y más horas, pero, paradójicamente, cada vez todo se parece más a lo mismo,

Una de las frases más repetidas en la factoría de imágenes, sobre todo en labios de los elefantes, es la de que todo, también en televisión, está inventado. Creo que fue Íñigo uno de los últimos que públicamente reiteraban tal necrológica conclusión. Suelen escucharse cosas así en vísperas de revolución. ¿Todo inventado? ¡Pero si estamos en la prehistoria de la televisión! Se acepta como inevitable, y hasta deseable, el vértigo tecnológico, pero se desconria de los nuevos continentes a la hora de programar. El academicismo más caduco y autocomplaciente suele darse en las instancias más primitivas. El territorio más virgen está asolado por la fiebre normativa, la sacralización de lo existente y un miedo intenso a la aventura. Y es curioso que el mayor riesgo de creatividad se produzca en géneros de intermedio y transición, aparentemente subalternos, como el anuncio o el videoclip. Como es significativo que en las televísiones los espacios fronterizos, con transgresión poética, se emitan en la frontera de la programación, cuando todo duerme.

Los que hacen televisión maldicen también la herramienta, porque sufren como pocos la distorsión de la realidad del mundo del que proceden. Una vez dentro, sienten ganas de gritar lo que la canción de Wingy Manone: "Parad la guerra, que estos tipos están matándose". Nada será igual. Yo, por ejemplo, llevo varias semanas intentando leer ese libro del poeta Seifert que duerme bajo la almohada titulado Toda la belleza del mundo. Pero no es culpa de la televisión. Ella sólo espera que la quieran.

Cuando todo duerme, como ahora en la sala de posproduccíón, es cuando la televisión sueña. Chavales que hace meses aprendieron el oficio de montaje en VTR inventan el futuro en el silencio de las cabinas: mezclan, manipulan, juegan. Es el tiempo de lo inútil, de la artesanía, de la creación. Pasean a Gracia Jones por una feria campesina. Mike Jagger canta en una cumbre árabe. Sting descubre por fin que los rusos también quieren a sus niños. David Bowie se muere en Beirut. Ellos, los jugadores de la noche, intuyen quizá lo que los huérfanos de Gutenberg no hemos sabido entender hasta ahora: nadie ha querido desinteresadamente a la televisión. Tal vez, los consumidores de luz.

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