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Todos queremos ser liberales

No lo tenemos fácil los españoles con el liberalismo. Cuando en el siglo pasado se decía desde fuera de España, con la mejor intención, que el vocablo era cosa nuestra, español hubo, como el donosiano Navarro Villoslada, que respondió con una coz. Liberalismo, replicaba éste, no viene de libertad, sino de liber, denominación latina del dios Baco; por eso eran liberales las fiestas en su honor, esto es, bacanales. El liberal es un libertino.Ahora estamos en otros tiempos, como si todos quisiéramos ser liberales. La razón es el prestigio del liberalismo económico, que viene con la vitola de haber sabido cabalgar el tigre de la crisis económica con fórmulas que han hecho suyas Gobiernos de izquierdas. De ahí que no pudiera faltar la inevitable pregunta: si el neoliberalismo arrasa con el Estado de bienestar, ¿cómo osan los socialistas seguir adelante con programas de justicia social si aplican una macroeconomía de sangre, sudor y lágrimas?

Hay que reconocer la heterodoxia de tales Gobiernos, por más que sorprenda a líderes socialistas europeos. Ahí se rompe, en efecto, la lógica de la ortodoxia; de la liberal, que quiere colocar un producto más ambicioso, ejemplificado en la economía sumergida, ese "máximo documento de la liberalidad", según Dahrendorf. De la socialista también, ya que de la crisis está saliendo un capitalismo más duro y más fuerte, que no va a facilitar programas de justicia social ni distribución de riquezas.

La polémica, pues, está servida, pero con una complicación: ya se insinúa un nuevo frente liberal que interpela al socialismo, esta vez desde su izquierda. Me refiero al liberalismo de nuevo cuño que prospera en sectores progresistas y al que se le han encontrado padrinos: Mayo del 68 y los ordenadores. Que los rebeldes del 68 hayan madurado en tranquilos liberales se explica, según nos cuentan, porque entre la lucha juvenil contra toda forma de autoritarismo y la reivindicación madura, pero radical, de la individualidad hay un paso. Ese paso lo facilita una nueva revolución, la de los microprocesadores, que pone al alcance de cada solitario los sistemas de comunicación, de producción y de consumo.

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Conocidos pensadores de izquierdas celebran la llegada de la nueva civilización, en la que modernidad equivale a individualidad. También se preguntan sobre la relación de esa cultura emergente con las raíces del socialismo. El resultado es algo así como un teñido liberal-libertario del socialismo.

Si el siglo XIX, vienen a decir, fue el de la consecución de las libertades políticas, hora es de emprender la conquista de las libertades sociales y económicas, entendiendo por esta última no la libertad de despido, lógicamente, sino la libertad de elegir un puesto de trabajo que permita la realización.

Mientras llega tan buena ventura hay un par de sombras que empañan cualquier historial socialista. La primera se proyecta sobre el tipo de hombre que se sienta ante la pantalla del ordenador con la conciencia de realizar su individualidad. Ese ciudadano no es, desde luego, legión. Para llegar a ese estadio hay que recorrer un camino reservado a pocos. Por ejemplo, conseguir diferenciarse, él como trabajador, de los instrumentos de trabajo; también tener la oportunidad de vender la fuerza de trabajo por una actividad que le permita ser hombre. Entonces sí se puede empezar a hablar de sujeto histórico.

Lo que ocurre es que nuestra sociedad cuenta con muchos no sujetos o marginados, tantos cuantos producen las discriminaciones existentes: en la cultura, en el trabajo, en la participación política o en la comunicación social. Esos sujetos de nada son la eterna cruz de los liberales, defensores de grandes causas porque pastoreaban a ciudadanos bien instalados.

Hay en el liberalismo una libertad opresora que recordaba Lacordaire a los interesados cuando decía que, "entre el fuerte y el débil, la libertad oprime y la ley protege". El Estado social de derecho no ha sido ninguna gracia del liberalismo.

El segundo interrogante se refiere a la pretendida libertad del hombre individualizado. No es más libre el más aislado. La tecnología que predispone a la privaticidad otorga al propietario poder suficiente para controlar más y mejor. Para garantizar la libertad privada hay que contar con el concurso activo del poder público; de lo contrario, la libertad privada no sobrevivirá a la voracidad del poder, estatal o privado.

Para llegar a ser libre no sólo hay que individualizarse frente a la masa, sino también salir airoso de las amenazas que representan una información cada vez más mediatizada, la querencia monopolística de empresas creadoras de opinión pública, sea cual sea su titularidad, y un mercado cultural donde brillan por su ausencia los viejos relatos, los recuerdos colectivos y la memoria de sufrimientos pasados, cuya ausencia, decía Andre Malraux, "acaba convirtiendo a cualquier hombre clarividente y pesimista en un fascista".

Esta cita del socialismo con un liberalismo que sale de su propia historia, al amparo de la revolución tecnológica, es nueva. No vale del todo la crítica que hacía Marx en La Sagrada Familia al humanismo abstracto del liberalismo burgués, oponiéndole su humanismo real.

Es éste un episodio distinto porque el pretendido liberalismo de izquierda dice traer de la mano al hombre real. Es una buena noticia siempre y cuando no salga malparada la libertad de uno y la solidaridad con los otros.

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