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El espacio del 'jazz'

Jazz es una palabra que, como todas las que se ponen de moda, acaba sirviendo lo mismo para un roto melódico que para un descosido armónico. Hoy día hasta se puede ver anunciado en esas academias aeróbicas que van a propiciar una vejez atroz a un par de generaciones el reclamo jazz (lo que no deja de ser un hito en la historia del baile, ya que ni los negros norteamericanos han sido capaces de bailar jazz).Duke Ellington dijo en una entrevista en 1963: "Bueno, el rock and roll ha bebido del jazz, del blues, de la música folclórica y de casi todo. El rock and roll no tiene ninguna marca identificatoria que le sea propia. Es un nombre que ha tenido una promoción mayor que cualquier otra cosa en el mundo, y cualquier cosa que tocan bajo esa etiqueta es rock and roll. Se puede tocar cualquier cosa y llamarlo rock and roll: un vals, cualquier cosa. Tiene dos o tres características que lo marcan, pero nada de mucha significación". Pues bien, algo así deben de querer que ocurra con el jazz -música que, por el contrario, sí tiene características significativas, propias e inequívocas- en España.

Recuerdo aquellos tiempos cercanos en que se comenzaron a organizar festivales de jazz en Madrid bajo la carpa del Conde Duque. Aparecía en escena, por ejemplo, Dizzy Gillespie; interpretaba una balada y el público aguardaba con desmayada resignación a ver si en la próxima había más suerte; si la siguiente pieza parecía algo más movida, diversos grupos de sordos empezaban a gritar: "Marcha, tío, marchita", y comenzaban a contorsionarse exactamente a contrario de lo que sonaba en el escenario; al término de la pieza entrechocaban sus miradas brillantes como diciéndose: "Este Dizzy parece que ya se va enterando de lo que priva ahora". Y Dizzy, que tiene más tablas que nadie, sacaba el bastón floreado de medir bossa nova o les largaba Salt peanuts y disfrutaba de lo lindo, porque, eso sí, la gente del jazz disfruta incluso tocando para los sordos.

"Bueno, qué se le va a hacer", pensaba yo. "Nadie nace aprendido, y si estos festivales continúan, algo bueno traerán". Hoy ya he dejado de acudir y dudo que vuelva a hacerlo. No se crea que ésta es una actitud despectiva hacia los sordos o hacia aquellos que miden el valor de un baterista por el número de baquetazos por segundo con que es capaz de percutir un tambor. Cada quien es muy libre de divertirse como le plazca, y a lo mejor hasta son capaces de bailar jazz. Por lo menos, según contó Julio Cortázar, Eleonora Duse dijo una vez que sería capaz de bailar un sillón. No. La cuestión es otra. La cuestión es que el jazz tiene un espacio propio, un espacio fisico propio, y ése, en mi opinión, nunca será el gran auditorio.

El jazz, que es audible y no bailable, requiere un local de sonoridad tan correcta como la que se exige para un cuarteto de cuerda o una orquesta de concierto; esto no lo considera indispensable -y con razón- quien acude a mover el esqueleto o a desfogar energía como otros lo hacen en las gradas de los estadios de fútbol. Y por mucho que alguien me ofrezca la posibilidad de ver en directo a un monstruo como Miles Davis o Bill Evans, me negaré a acudir si se trata de verlo, por ejemplo, en el Palacio de Deportes o en la carpa del Conde Duque; las dos razones con que apoyaré mi aserto me parecen contundentes: primero, a partir de cierta fila de pista (no hablo ya de las alturas) me da lo mismo que actúe Miles Davis o su tía; segundo, en cualquier asiento en que me encuentre llegará hasta mis oídos una música de volúmenes mal equilibrados, con graves fugas de sonoridad y de una calidad muy inferior a la del más castigado de mis discos. Eso sí: habré estado en el concierto de Miles Davis.

Habrá quien me pregunte si reniego del Festival de Newport, pongo, por caso, pero de eso hablaremos cuando el jazz signifique aquí lo que significa en USA, y aun así estoy dispuesto a rebatirlo; por lo menos a rebatirlo en favor de esa sala de conciertos o ese pequeño local para tríos y combos. Una sala de conciertos es el marco idóneo para una Big Band, y en ocasiones, por la dificultad que entrañe conseguir la actuación de una figura -imaginemos a Louis Arinstrong y sus Hot Five o a Thelonius Monk-, para albergar a un grupo pequeño o a un solista.

La sala de conciertos en Madrid debería ser el Alcalá Palace, de muy apreciable sonoridad, como lo ha sido el excelente Palau de la Música de Barcelona. Allí sí puede crearse un clima, sin el cual el feeling de cualquier músico, el swing de cualquier orquesta, se queda sin respuesta, que es como decir que no se ha producido. En el jazz sucede a menudo que cuando no hay respuesta (es decir, cuando no hay un espacio armónico sensitivo y gestual) no hay jazz: tan peculiar y decisiva es la relación intérprete-oyente en este tipo de música. En jazz nadie se baña dos veces en la misma melodía, como hubiese dicho Heráclito.

Pero si hay un jazz que nació en los campos de algodón y en las ceremonias religiosas, en el rythm and blues y en los spiritua/s para convertirse en una manifestación coral, hay otro que se recrió en pequeños locales de New Orleans y West Coast, con ruido de vasos y conversaciones al fondo, donde se continuaba tras el cierre y donde la música era cosa de todos; y esos músicos salieron a las salas de baile cuando necesitaban tocar bailables estándar para subsistir, pero, salvo las Big Bands, que continuaron con toda lógica en sus teatros y salas de concierto, nunca dejaron de tener en esos locales el calor, el estilo y el clima perfectos de esta música del siglo XX. Es un problema de espacio, y ése es para mí el espacio del jazz. Solista, trío, combo o Band lo definieron musicalmente, y así lo sabemos reconocer incluso escuchando discos. (¡Quién no ha girado con ellos en el Minton's, el Cotton Club y hasta el Carnegie Hall!)

Hace unos años vino a actuar a Madrid Bill Evans en un local llamado Balboa Jazz, que debió de arruinarse desde entonces, gracias a Evans, George Coleman y Art Blakey. Traía consigo un nuevo bajista, el sustituto del gran Eddie Gómez, Marc Johnson. Un nuevo bajista de Bill Evans es un acontecimiento siempre, a tenor de los que le precedieron y de lo que ese instrumento significa en los tríos de Evans,(que son dúos entre ellos dos en realidad). Quienes acudieron a aquella session no creo que hayan olvidado la maravillosa compenetración de ambos y la calidad soberbia de Marc Johnson. Tampoco habrán olvidado, supongo, aquella versión de My romance, en el que el solo de bajo fue un solo a dos voces, el del instrumento y el de la propia respiración de Johnson, fundidos en un único sonido de una belleza tal que el propio Bill Evans lo saludó con un grito de fervor a su término. Pues bien: aquello sucedió en el espacio del jazz.

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