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Un año después

Los antropólogos nos explican que las sociedades más primitivas mantuvieron -y aún mantienen- el tabú de no nombrar a los muertos porque despertaba el maleficio de los espíritus malignos que perturban y en ocasiones matan a los vivientes. La sociedad contemporánea practica, en cambio, el culto a los nombres de los que se fueron, como una afirmación de su personalidad más allá de los límites de la vida. La España de hoy llena los cementerios en los comienzos de noviembre con ofrendas floridas y presencia personal de los deudos junto a las sepulturas. Es conmovedora la unanimidad de ese tributo póstumo. No sólo los creyentes, sino los agnósticos, escépticos o ateos participan de tal rito, por encima o al margen de las fronteras de la fe.Somo cada vez más conscientes de la pervivencia de los recuerdos individuales y de su decisiva influencia en la cotidianeidad de los demás. La memoria de los que fueron nos acompaña de forma semi-consciente durante el quehacer rutinario y parece envolvernos en una atmósfera favorable que añade sosiego a la meditación psicológica. Es cierto que, como decía el clásico, "nadie ha vuelto", y el propio Lázaro que fue resucitado nada quiso revelar de lo que experimentó, o al menos los textos evangélicos no lo recogen. Pero hoy día, la convivencia memorística de vivos y muertos se magnifica en una síntesis de unidad. La dogmática "comunión de los santos" se extiende del lado de acá en una comunidad de amor y amistad que trasciende de las fracturas tangibles de la existencia.

Esa proyección hacia la persistencia es más visible en los creadores intelectuales y artísticos fenecidos. En los lienzos pintados o en el mármol esculpido o en la poesía, la novela o el teatro, palpita durante años y siglos el espíritu del autor que nos sigue hablando en voz alta desde el retrato, la sinfonía o el poema. Y pensamos: este mensaje no morirá nunca, porque siempre habrá un hombre o una mujer que lo hará suyo en lo más íntimo de su ser. Pero aun el más banal de los individuos es capaz de dejar un surco en el círculo de los que le conocieron y amaron. Y ese rastro profundo de la convivencia es el que no desaparece si somos capaces de sostener encendida la llama del recuerdo.

España es una nación en la que no es concebible la idea de un monumento al soldado desconocido. Después de la I Guerra Mundial la magnitud del holocausto hizo pensar en esa fórmula demagógica más que democrática. Recuerdo haber visto al final de los años veinte en París un sketch burlesco en el que se tomaba a risa al kaiser Guillermo vestido de leñador en Doorn; a Clemenceau el Tigre, que había muerto hacía poco, y al presidente Wilson, que aparecía recluido en un manicomio americano. La escena final tenía lugar en el Arco del Triunfo parisiense. Llegaba el día del juicio final y resucitaba el soldado desconocido. Resultaba ser un soldado alemán, enterrado allí por equivocación. El teatro se venía abajo entre risas, protestas y aplausos. Nosotros no tenemos muertos desconocidos, sino bien conocidos. Identificar con certidumbre las víctimas de nuestra guerra civil parece ser una tarea que es bien acogida por unos y por otros. "Las guerras civiles son las guerras en que el enemigo tiene nombre propio", dice un personaje de una de las comedias dramáticas de Montherlant.

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Ahora se cumple justamente un año del tránsito de un ser muy querido que se extinguió tras una larga y cruenta rebeldía contra el mal que le devoraba. He releído estos días el libro que escribió relatando los episodios de su lucha por la supervivencia.

Me encontré, sirviendo de señal en una página en la que corregía un error ortográfico, un clavel con su cáliz cilíndrico prensado y seco, pero en el que aún sus pétalos conservan el rojo recuerdo de su floración perfumada y llamativa: "Consuelo dulce el clavel", escribió en una de sus rimas don Luis de Góngora.

Reviven en la evocación de los desaparecidos los detalles de la personalidad. El tono inconfundible de la voz -¿no somos ante todo voces singulares, identificadas?-, los gestos individualizados, el ritmo del andar, la forma de sentarse, la mirada cambiante y triste, el gusto de la danza, las lecturas psicológicas, la poesía esotérica, la obsesión del aire libre, de la natación, la frágil huella de los pies menudos en la arena mojada. ¡Cuántos interminables aspectos fragmentarios componen la realidad somática y la estructura psíquica del ser humano! Y qué difícil resulta sintetizarlas en el archivo ordenador de la memoria, fragmentaria también. Admiro en los museos las galerías de retratos en primer término, porque en ellos se percibe el temblor del artista enfrentado con la complejidad del alma del retratado, cosa bien distinta del parecido o del rigor técnico de la composición. Danos a cada uno, Señor, nuestra muerte, escribía el poeta de Europa. Ella yace donde quiso reposar. En lo alto de una colina desde la que se oye en los días de temporal el rugido del mar. Lo pidió así expresamente. Recuerdo el epitafio en una isla del Pacífico, de Robert Stevenson, compuesto por él mismo: "Descansa aquí, donde pertenecía, donde deseaba. Como el navegante de regreso de sus viajes. O el cazador que vuelve de la montaña". La montaña y el mar ¿no son acaso símbolos perennes de la ascensión del hombre hacia la inmortalidad y del encuentro del hombre con la infinitud?

"No es la nuestra una religión de muertos, sino de vivos", escribía Julian Green visitando un cementerio que albergaba los restos de familiares queridos. "Aquí no hay nada, sino el recuerdo de nuestra memoria. Lo que queda intacto no está aquí, sino en otras mansiones que no conocemos". Gran misterio el del trasmundo. Pero sin el sentido de la trascendencia, al espíritu humano le faltaría una radical dimensión: estaría amputado.

Convivimos en la memoria con los que nos dejaron en el camino y seguimos adelante hacia el final ignoto. Rudyard Kipling decía que la muerte es el comienzo de una larga marcha que nos espera. Yo pienso, por el contrario, que es el capítulo último del recorrido existencial que acaba cuando el flujo del tiempo se retira de nuestro ser. Entonces se alumbra la luz intemporal del sosiego eterno que acoge -como escribió Unamuno en su propia lápida sepulcral- a los que llegan, deshechos del duro bregar.

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