El temor de los jueces
Desde hace algún tiempo se viene recogiendo en los medios de difusión, día tras día, la existencia indudable de concretas tensiones entre los jueces y tribunales y la policía. Recientemente, en dos ocasiones, la Junta de Jueces Penales de Madrid ha expresado su inquietud ante posibles actuaciones y comportamientos policiales que le producen alarma y que incluso, según se afirma, "podrían poner en peligro los fundamentos mismos del Estado social y democrático de derecho, proclamado por nuestra ley fundamental". Se duda, por parte de los jueces de Madrid, que el Gobierno controle o pueda controlar a la policía y que ésta se convierta así en una policía autónoma.Sin alarmismos de ninguna clase, puede decirse, en verdad, que estamos ante un grave problema de Estado. No se trata ya de unas simples y particulares críticas, que más o menos siempre han existido entre jueces y policías, sino de una auténtica crisis en las relaciones de quienes deben velar por los valores más importantes de la sociedad y del Estado como organización de aquélla.
En cierto sentido, suele ser bastante frecuente en un Estado democrático de derecho la tensión entre el poder ejecutivo y el poder judicial, y creo que el problema actual no es más que concreción de una etapa de crispación mucho más amplia que una simple protesta o denuncia por parte de los jueces de Madrid.
Pensar lo contrario es querer ocultar la realidad de los conflictos existentes entre el poder ejecutivo y el poder judicial. La crítica a las Fuerzas de la Seguridad del Estado por parte de los encargados de aplicar las leyes, y especialmente las leyes penales, no es más que una crítica al poder político, más o menos directa, que muestra su preocupación por un deterioro creciente, según se desprende de sus mismos comunicados, de los derechos fundamentales y libertades públicas. De no remediarse esta situación, se produciría la paradoja de que quienes están llamados a velar por ellos fuesen sus contradictores.
El problema quizá nazca de una deficitaria estructuración no sólo orgánica, sino funcional, que entendemos debe resolverse de forma urgente, y no, con ser de suyo suficiente, como protección a las libertades públicas y a los derechos de los ciudadanos, pues todavía más: por pura y simple tranquilidad de estos últimos. Y entiendo no es ajena a todo ello la existencia de una auténtica vertebración de la policía entendida cabalmente como Policía Judicial, sin una dependencia absoluta de carácter político, que pueda empañar la funcional e instrumental que la misma debe tener en materia de investigación criminal y asistencia a los jueces penales. Hasta tanto no se fortalezca, honesta y seriamente, esta dimensión, existirán, sin duda, los graves problemas que se vienen planteando, que nada bueno dicen de las relaciones de colaboración y coordinación que deben darse entre los que son pilares del Estado de derecho.
El Parlamento, si lo estima conveniente, puede conocer del tema, pues éste no tiene difícil solución legislativa. Sin embargo, instituciones y órganos existen para corregir las llamadas irregularidades que se le atribuyen a la policía: desde los propios jueces hasta el mismo fiscal general del Estado están llamados constitucionalmente a velar por su propia independencia y por la aplicación estricta de las leyes penales, al margen, claro es, de las facultades sancionatorias administrativas que detenta el poder ejecutivo en orden a la disciplina de los funcionarios policiales, que no desempeñen su meritoria función como es debido. Pero entiendo que quienes deben investigar, ofreciendo a la judicatura los datos sobre si se han quebrantado derechos fundamentales y libertades públicas, muy especialmente han de quedar sometidos a la tutela judicial de forma por demás directa y sin interferencias de clase alguna. Constitucionalmente, aquí no hay nadie autónomo.
Sólo de esa manera podrá hablarse de un mejor funcionamiento del Estado entendido como Estado democrático de derecho, que hará desaparecer el hasta ahora manifestado temor de los jueces.
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