El 'star-system' de la era electrónica
La era electrónica no ha acabado con la figura de la estrella; si acaso, la ha multiplicado, la ha hecho más próxima y en algunas ocasiones más efímera, de menor memoria. Las estrellas del espectáculo, nacidas en el mundo del teatro y de la ópera y popularizadas gracias al primer plano del cine desde la I Guerra Mundial, siguen manteniendo una fascinación que congrega aún a un público embebido y crédulo, convencido de la bondad del producto que se le ofrece. La presencia de la televisión de otros medios de difusión masivos del rostro y la voz de las estrellas ha cambiado por completo la industria del star system, uno de cuyos representantes más conspicuos, Frank Sinatra, visita España la próxima semana. El autor de este ensayo, barcelonés, de 52 años, catedrático de Comunicación Audiovisual de la universidad Autónoma de Barcelona y ex profesor de varias universidades de California, ha escrito, entre otros, los libros Historia del cine, El lenguaje de los 'comics', Mensajes icónicos en la cultura de masas y La guerra de España en la pantalla.
Desde los grandes mitos homéricos, babilonios e hindúes sabemos que las sociedades han creado arquetipos humanos ejemplares y fantasiosos para identificarse con ellos o para proyectar sobre ellos sus deseos, angustias o frustraciones. Desde la institución de las industrias culturales en el mundo moderno estos arquetipos han nacido de una coproducción tácita entre las empresas que los proponen al mercado y sus públicos, que los pueden repudiar o aceptar, según satisfagan funcionalmente (aunque sea ilusoriamente, en el plano de la fantasía,) ciertas expectativas latentes, carencias afectivas o frustraciones íntimas.Si tal acuerdo o sintonía con la audiencia no se produce, el. arquetipo no llega a constituirse en estrella carismática de la cultura de masas. En el mundo del espectáculo son las recaudaciones de taquilla las que miden el grado de sintonía con el público, mientras que en política es el veredicto del electorado popular el que decide con sus votos la viabilidad estelar de un candidato. La estructura profunda del proceso de seducción colectiva es en ambos casos muy similar y persigue la investidura de un carisma, palabra griega que en la teología cristiana designaba una facultad espiritual extraordinaria para producir milagros, otorgada por el Espíritu Santo y que la cultura laica de Max Weber extrapoló para designar la devoción popular hacia un líder.
ELITES CARISMÁTICAS
Cazeneuve distinguió hace años tres tipos de elites carismáticas en el star-system comunicacional, al que denominó vedetariato: la elite de nacimiento (la aristocracia, objeto predilecto de la llamada prensa del corazón), la elite del mérito (meritocracia, de especial presencia en el mundo político y profesional) y la elite del espectáculo (formada por entertainers). Las estrellas del espectáculo, que nacieron en el mundo del teatro y de la ópera, adquirieron singular protagonismo en el cine: desde la I Guerra Mundial gracias a la difusión masiva y popular de las películas, apoyadas por la técnica del primer plano, que permitía reconocer los rostros de los actores y magnificar sus presencias icónicas y utilizadas como arietes en la estrategia comercial de los productores norteamericanos antagonistas del monopolio de Edison.
Desde entonces, el cine heredó de las artes narrativas y espectaculares precedentes los arquetipos populares y monolíticos de la ingenua (Mary Pickford), del héroe (Douglas Fairbanks), del villano (Erich von Stroheim), de la mujer fatal (Asta Nielsen), del latin lover (Rodolfo Valentino), etcétera. Las estrellas (denominación que el[ cine arrebató de las étoiles del ballet decimonónico) funcionaron eficazmente durante años y Hollywood pudo alcanzar su hegemonía mundial, basada en los dos grandes pilares que fueron su política de géneros (western, comedia, terror, musical, etcétera) y su política de estrellas, que eran en realidad complementarias. Fred Astaire y Ginger Rogers resultarían inseparables del género musical, como James Cagney, Edward G. Robinson y Humphrey Bogart lo serían del cine de gánsteres. A los estereotipos genéricos correspondió un catálogo de estereotipos humanos fancionales para las necesidades de los géneros.
EL DÍA EN QUE MURIÓ MARILYN
Pero este sólido modelo industrial comenzó a cuartearse en los años sesenta, tras la muerte emblemática de Marilyn Monroe. Por una parte, la emergencia de la televisión desplazó el centro de gravedad mitogénico de la gran pantalla a la pequeña pantalla doméstica, que absorbió a figuras del cine tan populares como Lucille Ball (protagonista de la archifamosa serie I love Lucy, iniciada en 1953 y que tuvo su más famoso hito con motivo de un embarazo de la actriz, que se hizo coincidir con un embarazo y un parto en la ficción televisada, acontecimiento seguido por el 68,8% de los telespectadores norteamericanos).
La hegemonía social del espectáculo televisivo acabaría por engendrar incluso con sus telediarios un nuevo star-media-system, con figuras millonarias como los presentadores y comentaristas Walter Cronkite (quien llegaría a cobrar 25.000 dólares por cada intervención) y Barbara Walters. Pero en esa época, la revolución discográfica del microsurco y la expansión de la música pop abrió un nuevo territorio mitogénico orientado al público juvenil y a expensas del cinematográfico, cuya vitalidad ha ido en aumento como lo revelan las figuras carismáticas actuales de Nina Hagen, Prince o Madonna.
Y por último, en la fase de declive del cine como espectáculo popular, los nombres de los directores de prestigio (Fellini, Bergman, Hitchcock, Godard, Bertolucci, Coppola, Spielberg) desplazaron como valores artísticos y como atracción para la taquilla a los nombres de los actores y actrices que constituían antaño el anzuelo comercial del cine. De este modo, el director pasó a ser la estrella, a expensas de sus intérpretes, en nombre de la teoría del cine de autor.
Esta evolución del cine moderno se complicó, además, por la peculiar evolución de algunos géneros de gran peso comercial en el mercado. Una película clave como 2001: una odisea del espacio (1968), realizada con actores muy poco conocidos, contó en realidad con dos estrellas: con el prestigioso nombre de Stanley Kubrick, como director, y con sus suntuosos efectos especiales. La conversión de la tecnología de los efectos audiovisuales en estrella conoció un proceso ascendente, y si 2001 había exhibido 160 efectos especiales, nueve años después La guerra de las galaxias (1977), de George Lucas, exhibía 685 efectos especiales, privilegiando netamente a los artefactos (como los robots) sobre los seres humanos.
'SUPERMAN' ES LA ESTRELLA
El mismo fenómeno se pudo detectar en el contemporáneo cine catastrofista, iniciado en 1972 con La aventura del Poseidón, de Ronald Neame, género en el que los terremotos, los aludes, los tifones y los incendios constituyeron sus verdaderos protagonistas estelares. Esta evacuación de la estrella humana en favor de los efectos especiales se constató también en la saga cinematográfica de Superman, iniciada en 1978 con el debutante y desconocido Christopher Reeve.
De hecho, las verdaderas estrellas de esta operación fueron su espectacularidad (escenografía y efectos especiales) y el personaje mítico resucitado de las viñetas. En esta estrategia industrial, la irrelevancia millonaria de Marlon Brando en la primera entrega de Supennan (como efímero padre del protagonista) demostró que las leyes tradicionales del star-system habían dejado de estar vigentes.
Un sector importante de la fantasía científica cinematográfica está procediendo a divinizar la tecnología y a fetichizar su instrumental, ornamentándolo con diseños, luces y escenografías que recuerdan irresistiblemente a la estética de las discotecas contemporáneas. Nada se parece tanto a un tablero de mando de una astronave hollywoodiana como el tablero con mandos y guiños luminosos de un pinchadiscos. Y nada se parece tanto a una batalla intergaláctica con rayos láser como los rayos de luz policromos que barren las pistas de nuestras discotecas. No en vano los destinatarios fundamentales de ambas propuestas culturales son los mismos, reclutados en los mismos sectores adolescentes-juveniles, a los que el cine se dirige con un lenguaje estético que les es familiar. Habría que añadir que la función esencial, del capital semiótico aportado por esta parafernalia es la de conseguir una eficaz embriaguez psicodélica y sensorial de la audiencia, a la vez que sus recurrentes signos de poder -velocidad de las astronaves, cohetes faliformes, armas devastadoras, ordenadores superpotentes- suministran una seguridad ilusoria a su audiencia, alientan una consolación megalómana para las frustraciones personales y permiten la proyección ole sus pulsiones agresivas.
A pesar de todo lo dicho, los seres humanos no han sido evacuados totalmente del olimpo fabuloso de las ficciones audiovisuales. En el actual auge neorromántico, nombres como Mike O'Rourke, Harrison Ford, William Hurt o Matt Dillon evidencian la sublimación del hombre anglosajón, al que nuestra era de crisis económica y la ética de la competitividad capitalista les exige, además, una elevada eficiencia profesional: Harrison Ford es el doctor universitario Indiana Jones y Rourke un competente ejecutivo en Nueve semanas y media.
Mientras que, en contraste, la vieja estirpe del latin lover, que expresaba en la pantalla el superávit de sexualidad que la cultura anglosajona y protestante atribuye al macho de la cultura latina y católica, ha ido degenerando a ojos vistas: desde Rodolfo Valentino, Ramón Novarro, John Gilbert, Robert Taylor, Ricardo Montalbán, Fernando Lamas, George Chakiris y John Travolta se ha llegado a Sylvester Stallone, culturista predestinado (stallion significa en inglés semental) que no emplea su potente energía física en hacer el amor, sino en repartir mamporros en la tradición de Juan Centella. Su libido no ha encontrado, todavía, una función más productiva y hedonista para su masa muscular.
BELLÍSIMOS OBJETOS DEL DESEO
En esta misma etapa, y a pesar de la presencia de actrices del fuste de Meryl Streep y de Jessica Lange, en la iconografía femenina predominan netamente las humanoides vaginales, como esos bellísimos objetos de deseo que son Kathleen Tumer (Fuego en el cuerpo, La pasión de China Blue) y Kim Basinger (Nueve semanas y media). Es, en el fondo, la recuperación de la mujer-orificio que la cultura islámica ha acabado por imponer, gracias a sus petrodólares, a la cultura de masas occidental, en una época de reflujo del feminismo militante.
Pero este star-system no agota, junto al del importantísimo sector discográfico del ámbito rock, la producción mitogénica y carismática de nuestros días. En nuestra sociedad posindustrial y secularizada, las iglesias, como fuentes principales de imágenes y, de ritos de espectacularización en el pasado, han cedido su papel de suministradoras icónicas privilegiadas al Estado y a los centros de poder económico (empresas comerciales, agencias de publicidad, medios de comunicación de masas e industrias del espectáculo). En esta sociedad, las imágenes han adquirido el valer de fetiches culturales y de mercancías. Mientras que las liturgias corales del Estado-espectáculo (campañas electorales, investiduras parlamentarias, coronaciones de monarcas, votaciones de censura, inauguraciones, desfiles militares, etcétera) han sustituido a las liturgias de las viejas iglesias declinantes, exhibidas a través de los omnipresentes medios audiovisuales. El Estado-espectáculo y sus figuras compiten, en los medios audiovisuales, con otras formas espectaculares, en una amalgama en la que la realidad se hace espectáculo y lo espectacularizado adquiere el estatuto de lo real.
Hoy, acostumbrados a las parafernalias del Estado-espectáculo en la era de la televisión, casi nos asombran las protestas morales de Adlai Stevensoh con motivo de su. campaña electoral de 1956, que fue la primera que se valió de la televisión: "La idea de que se puedan vender candidatos para las altas investiduras como si fueran cereales para el desayuno... es la última indignidad del proceso democrático". El ingenuo candidato Adlai Stevenson no sabía que en la cultura massmediática de la era de la imagen es mucho más importante parecer que ser, pues el pueblo (sujeto político activo) se ha convertido simplemente en público (sujeto más mediático pasivo). Por eso, Ronald Reagan ha saltado con tanta facilidad desde el estrellato de Hollywood, al estrellato del Estado-espectáculo.
LA LÁGRIMA Y EL ORGASMO
La imagen y la voz de Frank Sinatra permiten medir muy bien la distancia que separa al star system de ayer del star system de hoy. Lanzado con las grandes orquestas ole Hafty James y de Tommy Dorsey, Sinatra representó el cenit de la canción melódica de los años cuarenta, con una, voz de terciopelo de gran eficacia lacrimógena. El fenómeno de las fans histéricas, que entre sollozo y orgasmo le lanzaban sus piropos al escenario, nació propiamente con él. Luego se amplificaría con Elvis Presley y los maestros del rock de los años cincuenta, que pasaron una página en la historia de la música popular de Es tados Unidos. Frank Sinatra ha quedado como un clásico del ternurismo dulzón, una especie de WaltDisney vocal de lánguida estirpe italiana, a quien el neorromanticismo contemporáneo ha desenterrado y desempolvado, para pasearlo por Europa cómo septuagenario bien conservado en la naftalina de Las Vegas. Ahora ya sin orgasmos, aunque sí con muchas lágrimas, las multitudes necrómanas pueden comparar al Sinatra sacado del frasco de formol con el Sinatra de sus viejas grabaciones discográficas y con el Sinatra resucitado mágicamente por el vídeo en Levando anclas, Un día en Nueva York y De aquí a la eternidad.
No sé lo que piensan los punks del cuero y del alfiler de la voz aterciopelada de Sinatra y de su languidez musical. Tal vez lo encuentren tan arcaico como un dinosaurio musical, como a Carlos Gardel o Antonio Machín, pero deberían pensar que sin la voz enternecedora de Sinatra no habría nacido la reacción marchosa y electrizante del rock que hoy les alimenta.
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