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Tribuna
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¿Qué flexibilidad?

Aunque a nuestros empresarios les parezca que hay poca flexibilidad de despido en España, como el autor ha tratado de mostrar en estos artículos, la realidad es muy otra. Es una realidad que, en todo caso, no parece ser obstáculo para la creciente afluencia de inversiones extranjeras atraídas hacia este nuevo Eldorado, según señalaba estos mismos días un diario francés, entre otras cosas por los reducidos costes laborales y la flexibilidad del empleo.

Al inicio del debate sobre este tema, la CEOE quiso hacernos creer a todos -sindicalistas y opinión pública- que una directiva comunitaria nos obligaba a homologarnos con Europa suprimiendo la autorización administrativa en los despidos colectivos. Era falso. Ahora nos quieren convencer de que hay unas normas habituales comunes a todos los países, que Europa va por un lado y nosotros estamos todavía en el paleolítico. Tampoco es cierto. Los Países Bajos y Grecia siguen manteniendo tan atávica legislación. Francia la acaba de suprimir, no para homologarla con Europa ni porque todas las fuerzas sociales y políticas hayan descubierto de golpe la vía de la modernización, sino porque la derecha ha ganado las elecciones.No hay normas habituales, y, sobre todo, no hay sistemas habituales de relaciones laborales dentro de la Comunidad. No es nada riguroso comparar cuestiones parciales, desvinculándolas del conjunto. ¿Podemos, por ejemplo, hablar seriamente del sistema de despido en Alemania Occidental haciendo tabla rasa de la tasa de paro, del nivel de cobertura por desempleo, de los requisitos para que un juez alemán acepte que un despido es socialmente necesario, de la implantación y fuerza de la DGB, de la formación profesional, de las oportunidades de empleo, del comportamiento de los empresarios?

En varias ocasiones he repetido que cambiaría el sistema de relaciones laborales de nuestro país por el de cualquiera de los países más desarrollados -y, según los empresarios, más liberales- de la Comunidad -normas sobre despido incluidas-, pero entero. Hoy lo reitero, pues estoy convencido de que ello redundaría en una mayor protección de los trabajadores españoles.

Que la eliminación de la autorización administrativa en los expedientes de regulación sea una condición esencial para crear empleo en nuestro país es una afirmación absolutamente indemostrable. El Reino Unido de la señora Thatcher no la tiene, y ha visto crecer, por el contrario, sustancialmente el paro. Su inexistencia para las pequeñas empresas tampoco, ha impedido que Italia sea el país con el mayor porcentaje de economía sumergida. Incluso en Estados Unidos ello no ha evitado que la tasa de paro se sitúe oficialmente en el 7% (según la AFL-CIO en el 12,6% real), el nivel de la recesión del año 1971.

Podría tener, en cambio, una serie de consecuencias indeseables. En primer lugar, el sistema que propugna la CEOE supone la ruptura con el modelo de relaciones laborales practicado durante la transición y recogido en la Constitución. En efecto, por un lado se busca eliminar el intervencionismo de la autoridad laboral, incrementando al mismo tiempo, de hecho, el de los jueces. Ello eliminaría el obstáculo principal al libre despido en las pequeñas empresas, donde la presencia sindical es débil o inexistente. Pero realmente lo que por encima de todo se quiere eliminar es toda negociación con los representantes de los trabajadores y los sindicatos, rompiendo así con un sistema que ha permitido que la mayoría de los despidos sea pactada.

Evidentemente, coja ese sistema, los que, por una u otra razón, tengan fuerza seguirán negociando la regulación de empleo y el importe de las indemnizaciones. La gran mayoría no podrá discutir el importe de su despido ni lo que es esencial, el porqué ni el para qué de la reducción de plantilla o el cierre de su empresa.

El proyecto de la CEOE, por otra parte, supondría un claro aumento de la arbitrariedad y discrecionalidad en el seno de las empresas. Los asalariados más antiguos y los más reivindicativos correrían grandes riesgos de ser sustituidos por otros más jóvenes y subvencionados, o más sumisos, instaurando una auténtica inseguridad en el empleo que redundaría negativamente en la cohesión social y la actividad económica.

Que tal sistema, en definitiva, no generase un intervencionismo judicial lento y costoso, una mayor conflictividad y crispación social, nuevas e incluso mayores rigideces, es algo sobre lo que caben serias dudas. Esperamos, en cualquier caso, no tener que comprobarlo. Los experimentos, sobre todo los sociales, mejor con gaseosa.

Por lo demás, el concepto de flexibilidad que maneja la patronal me parece unidimensional, unilateral y decimonónico.

En busca de la flexibilidad

Es dificil de creer, en efecto, que la solución del paro y la competitividad de nuestra economía dependan de un solo factor, de una flexiblidad tan machaconamente reiterada como poco explicitada. ¿Si hay despido más fácil, cambiará realmente la tendencia a que las inversiones se orienten más hacia los activos financieros que a la creación de empleo, disminuirá el coste del dinero, tendremos productos más competitivos, comercializaremos mejor, se hará más eficaz la gestión de las empresas? El recurso al factor milagroso que puede solucionar nuestros males económicos no es nuevo. Anteriormente, la culpable fue la conflictividad; luego, los altos salarios; después, las tasas de inflación. A pesar de reducir sustancialmente esos factores, el paro siguió aumentando. Ahora es la rigidez laboral la culpable, y la flexibilidad, la panacea.

Desafortunadamente, la mayor rigidez laboral existente hoy en Europa consiste en que hay 20 candidatos para cada puesto de trabajo disponible, sin que hasta ahora esos paraísos de flexibilidad que se imaginan los empresarios hayan sido capaces de evitarlo.

Los factores estructurales que, según algunos expertos, definen la crisis actual, como son la ruptura entre la acumulación monetaria y la real y la separación entre el crecimiento económico y el ocupacional, tampoco parecen encontrar una respuesta satisfactoria ni suficiente por la vía del aumento de la discrecionalidad empresarial sobre la mano de obra y la precarización del empleo.

Regresión social

Por otra parte, la flexibilidad siempre es entendida en sentido único: la reducción de los salarios, el aumento de la arbitrariedad empresarial en la contratación y en el despido, el desmantelamiento de la legislación laboral, la reducción de las cotizaciones y los impuestos empresariales y la consiguiente privatización de los servicios públicos, el debilitamiento de los sindicatos y de la negociación colectiva.

Este concepto de flexibilidad es sinónimo de regresión social. Es la reducción o eliminación de derechos sin contrapartidas. No supone una propuesta de un nuevo consenso laboral adaptado a las exigencias del cambio en las estructuras productivas, sino la vuelta a la discrecionalidad empresarial. No se habla de despido y al mismo tiempo, por ejemplo, de cobertura por desempleo, de control sindical sobre el mismo, de reconversión y formación profesional. Se pide reducción de salarios, pero no se admite la participación en beneficios. Se quiere reorganizar el trabajo en la empresa, pero no que los trabajadores puedan negociar la introducción de nuevas tecnologías y la organización del trabajo. Se presentan las horas extraordinarias como factor de flexibilidad, pero no la reducción de jornada y el reparto del trabajo.

La estrategia empresarial consiste en mantener como mano de obra estable en la empresa sólo un núcleo de asalariados que aseguren las actividades esenciales, recurriendo a los contratos precarios y a la subcontratación para el resto de las tareas, haciendo de este último un factor de producción que pueda comprimir a su gusto. Ello comporta la segmentación del mercado de trabajo y hace que los trabajadores de esa segunda zona, mal protegidos, soporten todo el peso de la adaptación de la empresa.

No son ciertas las acusaciones que se vierten contra ellos: los sindicatos españoles, y en particular UGT, han realizado en los últimos años un serio esfuerzo en la adaptación a la crisis de nuestras relaciones laborales.

La moderación salarial, la lucha contra la inflación, la aceptación de formas de contratación a tiempo parcial y de duración determinada, la jornada de cómputo anual, entre otras, se han adelantado y han tenido mayor dimensión que en otros países.

Bien es verdad que en algunos casos se ha ido mucho más allá de lo pactado con los sindicatos y que, en general, se ha desaprovechado lamentablemente el esfuerzo y la flexibilidad mostrada por las organizaciones obreras.

Pero ni aquí ni en el resto de Europa hay un sindicato que acepte ese concepto de flexibilidad que implica la dualidad social, la precariedad e inseguridad en el empleo, el monopolio patronal sobre la mano de obra, la acumulación en base al trabajo barato. Porque ninguno cree que haya porvenir para una Europa que escogiese Hong Kong como modelo.

Por el contrario, cada vez avanza más la idea de que la flexibilidad no pasa por una rotación acelerada de la mano de obra, sino por una mejor gestión interna de las empresas; que la participación de los recursos humanos es indispensable para gestionar los cambios estructurales y tecnológicos, y que la vía de la competitividad no pasa por la desregulación, sino por la gestión del cambio negociada entre empresas y trabajadores.

El nuevo diálogo social que se ha abierto en la Comunidad tras la reunión de Vall Duchesse camina precisamente en la línea de sepultar estériles debates metafísicos sobre la flexibilidad para centrarse en una estrategia cooperativa, en la que el considerado handicap europeo -el acervo social- se convierta en el motor de nuestra cohesión social y de nuestra competitividad económica.

Opino que ésa es la vía para abordar seriamente la adaptación de nuestras relaciones laborales al futuro, y no la profundización en esa filosofía tan terrible que consiste en aceptar que "es mejor tener un empleo precario o sumergido que ninguno". Es posible que la opción sea realista, pero significa aceptar una profunda desagregación social y un futuro para el año 2000 propio del siglo pasado.

José María Zafiaur es secretario confederal de UGT.

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