El secreto y la conciencia
EL PERIODISTA no tiene por qué ser noticia. Es su portador. Solamente se convierte en ella cuando falla algo en el engranaje que lo une a la sociedad, y esto está sucediendo últimamente con demasiada frecuencia. En estos días, dos periodistas -directores de agencias, responsables solidarios de sus redactores- han sido procesados por defender el secreto profesional. Otro debate un problema relativo a la cláusula de conciencia. Y otro más se ha visto procesado por la aplicación de la ley antiterrorista. Se trata sólo de la punta de un iceberg profundo, formado por multitud de procesamientos, persecuciones legales e ilegales, presiones, censuras y autocensuras que tienden a limitar, a reprimir o a anular la libertad de expresión.El secreto profesional de los periodistas y la llamada cláusula de conciencia están amparados por sendas declaraciones constitucionales. El secreto sobre las fuentes, en cualquier caso, es además una obligación moral y un deber ético de los profesionales. Un periodista está obligado a comprobar la sinceridad o la fuerza documental de quien le da determinadas noticias y las medidas de la verdad que encierran, pero debe guardar en secreto la identidad de su comunicante cuando éste lo requiera, para evitar que sea perseguido, y no sólo por la justicia, sino por poderes más o menos ocultos: desde los patronales a los terroristas. De esta forma conserva la confianza de su informador y de otros futuros y tiene la posibilidad de transmitir a la sociedad noticias de interés colectivo. Muchos jueces no consideran válido este secreto profesional: entienden que quien tenga una información sobre alguien o algo perseguible por la justicia debe denunciarlo o responder a los interrogatorios. Otras profesiones de alcance social tienen garantizado, sin embargo, el respeto al secreto profesional. Todo depende de la consideración que merezca la libertad de expresión en la construcción de la democracia avanzada que nuestra Constitución promete. La libertad de información es un bien público, básico para el edificio democrático. Si los periodistas revelaran sus fuentes, mucha información útil para los ciudadanos quedaría sin ser conocida. Naturalmente, se trata de noticias que las más de las veces molestan al poder: corrupciones, abusos, presiones, desviaciones que el poder mismo trata de ocultar por todas las vías. Existe la tentación, frecuente, de que los jueces acepten el secreto profesional salvo en temas de grave interés nacional. Pero el secreto debe ser mantenido príoritariamente en estas ocasiones: no se trata de garantizar el sigilo de la fuente que comunica una alineación futbolística. No se trata tampoco de pedir privilegios para los periodistas, sino de garantizar socialmente que éstos no son ni confidentes policiales ni agentes de la justicia, sino únicamente informadores.
Un dato desagradable del caso que afecta a los directores de Efe y de Europa Press es que han sido procesados a instancias, precisamente, de otro periodista y de un periódico, Egin, cuyo director, a su vez, se ve amenazado de ir a la cárcel en cumplimiento de la ley antiterrorista. Nos merece éste la misma solidaridad que aquéllos, pero lamentamos que haya entre los profesionales quienes crean que es posible revelar unas determinadas fuentes y no otras. Todas las fuentes informativas deben ser respetadas, cualquiera que sea su catadura moral o su instalación social: es el derecho a la información veraz lo que se protege con ello y no otra cosa.
La frecuencia de esta y de otras situaciones parecidas, más una cierta hostilidad hacia los medios de comunicación, es muestra de que la libertad de prensa no ha sido suficientemente asumida por los poderes públicos como parte activa de la democracia. Aquellos que lucharon por defender el conjunto democrático, y muchas veces lo hicieron concretamente en favor de la libertad de expresión, no toleran con facilidad que, una vez conseguida, incluso por su propio esfuerzo, se manifieste de una manera contraria a sus ideas o a su conveniencia, bien porque ejerza una crítica en sus secciones de opinión, bien porque transmita noticias que no sean de su agrado. Los poderes públicos están tratando de crear un periodismo paralelo capaz de difundir la información a su medida, lo cual quiere decir que también crean su ocultación. Tienen un desmedido afán por el secretismo, que abarca una angustia y un miedo global en los funcionarios a la hora de dar datos que deberían ser de conocimiento de los ciudadanos.
La Prensa no tiene hoy ningún interés en ser el cuarto poder en que se la clasificó ni quiere sustituir a los que hay constituidos, ni siquiera aleccionarlos. Ni está sometida a los poderes ni es su colaboradora forzosa como en los tiempos de la dictadura, ni tampoco es su enemiga: informa y opina de una manera clara y dirigida a los sectores de la sociedad que aceptan como propio cada uno de los periódicos en una especie de votación diaria. Tampoco representa una verdad absoluta o una opinión neutra y pura, ni lo intenta más allá del respeto a la verdad: cada periódico tiene su sector de lectores que lo eligen, y eso es todo. Pero la Prensa cubre una función social e institucional que debe ser protegida. Hacerlo, como pretenden algunos, mediante medidas legislativas específicas sería agrandar las presiones. No se trata de que secreto profesional y cláusula de conciencia den lugar a una nueva ley de Prensa. Basta con que las leyes de enjuiciamiento y las laborales acejan en su seno artículos que garanticen jurídicamente estas dos salvaguardas de nuestra profesión previstas por el ordenamiento constitucional. Porque es preciso insistir en que toda ley de Prensa seguirá siendo una ley contra la Prensa, aun si se dicta con el pretexto de protegerla.
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