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La tragedia de la adaptación

Algunas personas están tratando de adaptarse. Se las reconoce por su cara de estupor, la inseguridad en lo que emprenden, la buena disposición para aceptar las opiniones de los demás, la tendencia al abandono y, en general, una sensación de fracaso y de ineficacia. El que trata de adaptarse es lo contrario del tránsfuga o del converso, que es un personaje sólido que no cambia su dinámica, sino el sentido en que la aplica.Un esquema de Waldheim -por alejarnos un poco de la patria, tan desgastada en estos días- podría ser el ejemplo: capaz de una fuerza y de un carácter, los aplicó en el sentido de las líneas dominantes a lo largo de su vida y probablemente sirvió con eficacia en todos los casos y va a seguir haciéndolo. El triunfo ha coronado su perseverancia y su continuidad. Menos espectacular, Mitterrand es otro de esos grandes hombres: ha pasado por varios partidos, ha sido ministro de varios Gobiernos y, al final, puso su dinámica en el Partido Socialista francés, que estaba perdido, hizo en él un trabajo de director de empresa y lo llevó, al primer puesto de su país, que desposó y en el que él se mantiene por encima de todo. Son personas sin ideología. Pierden los recuerdos sociales y colectivos, la memoria histórica, con una facilidad admirable, y trabajan para que la pierdan los demás. Son activistas del presente. Nadie que haya leído algunos de los cientos de biografías de Napoleón ignora que jamás cambió de ideas y de personalidad a lo largo de un fragmento de historia enormemente movedizo. Suelen aparecer con una sola caracterización en las láminas: la mano al pecho y el bicornio de Napoleón, el puro clavado en la sonrisa jovial del Churchill obeso, la capa y el chambergo de Roosevelt, ilustran siempre cualquier aspecto circunstancial de su vida como una prueba de continuidad más allá de la historia. Estas personas no son sólo los grandes héroes, sino que aparecen frecuentemente en la vida cotidiana, actuando a veces en campos minúsculos y anónimos. Son los triunfadores. No tratan de adaptarse al medio, sino que lo utilizan, y generalmente lo adaptan a ellos.

El que trata de adaptarse es la contrafigura. Parte de una buena fe: la de que él o sus predecesores, sus educadores, o lo que podríamos llamar sus programadores, se equivocaron o fueron útiles para una sola época de la vida. Es un ideólogo, incluso un idealista. Comprende que en el presente han intervenido factores de cambio, en los cuales puede haber incluso participado, y trata de asimilarlos. Comprende también que nuestro momento está definido por una falta de principios, y él querría perder los suyos: no puede. Pierde los prejuicios: está dispuesto a tener una mirada nueva para cada acontecimiento. Pero los principios son otra cosa: unas grandes líneas generales de ética, de comportamiento, de sentido del bien y del mal. Y tampoco es capaz de perderlos propósitos. Principios, propósitos y prejuicios son una trilogía confusa, y no sabe bien cómo clasificar los grupos de ideas almacenadas en una biografía, cuáles son prescindibles y qué otras no, y cómo hacerlas compatibles con las nuevas adquisiciones. No puede borrar la. memoria histórica, la social, la, colectiva. Ni ciertas ideas de responsabilidad en la relación con los otros.

Está decidido a no utilizar las doctrinas que le formaron y le informaron, pero no en la línea en que las quiso aplicar. Cada uno de estos adaptantes está dispuesto cada mañana a quemar la biblioteca de Alejandría que tiene en su interior; puede calcinar los libros, pero no quemará la huella de lo leído. La cultura es pegajosa y atrapa a quien se posa sobre ella: hasta su muerte. La cultura viene aquí no como una función de profesionales o una política ministerial, sino como el conjunto de conocimientos y de sistemas para la vida que cada uno lleva dentro, desde el analfabeto al letrado; y quizá el analfabeto se pueda manifestar con mayor fuerza. Cierta percepción de esa peligrosidad de la cultura como destino aparece en algunos privilegiados de las generaciones jóvenes que se mueven para huir de ella: la movida -que tiene antecedentes en Arniches como movición- es una forma de deambular para no dejarse agarrar y determinar por los puntos fijos.

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Este mutante no sabe ya cómo conciliarlo todo. Es como un camaleón en una tela escocesa. Pero el camaleón cambia de color para sobrevivir, y quien trata de adaptarse no lo hace para sí mismo -que eso es siempre fácil-, sino para adecuarse y engranarse en la vida colectiva y tener un concepto global: la Weltanschauung que le enseñaron en forma de combinación, un sistema de valores, principios, creencias, suposiciones metafísicas y hallazgos prácticos -fueran cuales fueran cada uno de esos factores: los que él escogiera dentro de las opciones y cuyas contradicciones no fueran flagrantes- podían significar una pauta de comportamiento. Una manera de pensar para una manera de actuar.

Podía parecer que esa gran plasticidad no perecería nunca. Sin embargo, ha estallado. La belleza de la fragmentación del mundo cultural es muy considerable desde un punto de vista estético -prescindiendo de sus formas vulgares y residuales-, pero profundamente incómoda desde el ético. El que se quiere adaptar vive esta situación en forma de tragedia. Por eso muchas veces tiene cara de tonto. Y es que la inteligencia, hoy, es una tontería.

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