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Tribuna:MEMORIAS DE UN HIJO DEL SIGLO
Tribuna
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Suiza

Zúrich: los tilos, los Bancos y unos cisnes que lava -el Ayuntamiento todos los meses / En la Suiza de los 60 se leía mucho a Salvador de Madariaga / Mi inevitable conferencia sobre Lorca / En Berna con el embajador Lojendio, que le había amagado una bofetada a Castro / El oso heráldico de la ciudad / "Los suizos saben que el dinero es lo más honrado del mundo"/ Spinoza, Max Frisch, Eugenio de Nora/ En el cabaret "Voltaire", con Tristán Tzará / Del reloj de cuco a Hans Küng.

En Suiza, fui directamente a Zúrich. Un lago hermoso y, limpio, unas avenidas con tilos, un macizo de Bancos cínicos con cuentas secretas, mucho frío en la calle. El sol salía temprano, pero en seguida se hundía en el lago. Los tilos crecían sobre el cimiento de las cajas fuertes internacionales. Eran el estremecimiento morado y lírico de la ciudad limpia, cínica y helada. Yo me daba paseos de quiosco a quiosco, y giraba en torno al quiosco, inspeccionando todas sus cristaleras de libros y periódicos, pero el quiosquero/a que se movía dentro como una sombra seguía mis movimientos, a través de tanta literatura, porque en Suiza es insólito un señor que no se limite a comprar el periódico y salir corriendo. Hasta tal punto, que había sido visto un pobre en Ginebra, y, esto ocupaba la primera página de los periódicos. El pobre aparecía y desaparecía de unas ciudades en otras. Era, un caso socialmente insólito del que se daba noticia como si se tratase de un pirómano o un violador peligroso.Y yo me sentía un poco aquel pirómano, aunque sólo fuese por calentar algo la fría Suiza. En los quioscos de mi huroneo se veían siempre periódicos con destacados artículos de Salvador de Madariaga, insigne exiliado y cognazo español, dotado del don de la obviedad, que estuvo 40 años huido de Franco, para al final hacerse de De Gaulle. Madariaga era nuestro gran hombre de Europa. Desde entonces empecé a dudar de Europa. Los cisnes del lago -porque el lago tenía y tiene cisnes- eran silenciosos, voraces, elegantísimos, y todos los meses el Ayuntamiento los lavaba el plumaje, innecesariamente, pero es que los suizos están neuróticos de higiene, quizá por la gran podredumbre: del paraíso fiscal que albergan en su intestino. Para pasar un dinero de Banco a Banco me tocó un chico español un poco sarasate, que precisamente por sarasate se había ido de España, y con el cual paseé bajo los tilos de Zúrich. Él creía que estábamos haciendo una amistad joven. Yo sólo pensaba, en mi transferencia.

En Zúrich di la inevitable conferencia sobre García Lorca, y cené en los grandes y confortables restaurantes que se regulaban solos en cuanto a temperatura, según el frío que hiciese en la calle. Y vi una película sobre Catalina la Grande. Luego busqué, yo solo, la parte maldita de la ciudad, el barrio de los hippies, que era lo que se llevaba entonces, y le encontré, pero todo estaba allí limpio y ordenado como una lechería española del barrio de Salamanca.

Del lirismo bancario de Zúrich pasé al medievalismo profundo y rico de Berna. Me fui directamente al embajador Lojendio, el hombre que le había dado una hostia a Fidel Castro, por la televisión, o al menos lo había intentado, y a quien Franco tenía prudentemente olvidado en aquel viejo repliegue de Europa. Alto, caballerazo y con un gran abrigo de embajador, me echó de comer, me llevó a visitar la ciudad y no me habló nunca de su amable diálogo con Castro. Luego, ya me iba yo solo por los largos y bajos soportales de la ciudad antigua, como en un paseo hasta la Edad Media, hundiéndome más y más, gratamente, en aquella vagina de: Europa, en aquel fondo gremial, artesano, que se conservaba anterior a la industría relojera suiza. Lojendio me había llevado asimismo a visitar al oso, al animal heráldico de la ciudad, "como en Madrid", me dijo.

El oso/enseña estaba, con toda la familia, en una gran fosa redonda y con verja, en medio de una calle en cuesta. La gente echaba comida a la familia del oso. En España los hubiesen echado colillas, matarratas, piedras y gatos muertos. Suiza es Suiza. Muchas mañanas me iba yo a conversar con el oso padre, bien provisto de frutos secos, para írselos dando, cuando él escalaba la verja. Resultó que el oso hablaba español: es decir, que le hice una entrevista al uso de Berna:

-¿Y qué tal se está de oso en Berna, oiga?

-Usted debe ser importante, porque ayer le vi venir con el embajador de España.

-No lo crea. Sólo soy un mendigo que da conferencias.

-Bueno, pues no se está mal, pero estos suizos son un poco aburridos. En cualquier otro país, yo y mi familia ya habríamos montado un circo. Esta gente no tiene iniciativa.

-¿Y a qué cantón pertenece usted?

-Yo soy como el presidente del Gobierno: los osos no nos metemos en política. Sólo algún cronista municipal nos defiende un poco, cuando le faltan temas.

-¿Y lo del paraíso fiscal?

-Estoy por encima de todo eso. Yo soy heráldico. Sólo los reyes y los osos estamos por encima de toda Constitución.

-Pues si usted quisiera venirse conmigo, cuando se me ataben las conferencias podíamos montar algún número de zíngaros, para seguir viajando.

-Y dónde voy yo con toda esta familia de oseznos. Perdone usted, pero Suiza me ha aburguesado.

-¿Por qué cree usted que los suizos consiguen que no se les ocurra nada, nunca?

-Porque creen en el dinero. Saben que el dinero es lo más honrado del mundo. Los otros pueblos, los otros hombres, no quieren el dinero por sí mismo: lo quieren para comprar barcos, armas, inujeres, tierras, periódicos y queso. Los suizos aman el dinero por sí mismo, como una bella idea del hombre. En cuanto al queso, marcan las fronteras entre los cantones con kilómetros de vacas.

-Don Octavio Paz diría que es usted él oso gramático. Sabe mucho.

-Créame, joven esplañol (ustedes los españoles siempre han sido zascandiles y sanguinarios, según se cuenta por aquí), los hombres nunca se han matado por el dinero, como creía Marx, s¡no por las cosas, por las ideas y por las mujeres. No creo que ningún suizo quisiera cambiar sus vacas por mujeres. Dan menos leche.

Y así se iban mis rriaftanas con el oso gramático y heráldico de Berna.

Por entre los viejos papeles deben andar escritas todas estas cosas que publiqué entonces sobre el embajador Lojendio y sobre el oso. En Suiza estaba el suizo Max Frisch, escritor entoruces muy de moda en Europa, y entre las minorias españolas. Yo hábía leído, de él, Pongamos que me llamo Gantembein, Don Juan o el amor a la geometría y otras cosas (no hace mucho todavía ha publicado El hombre aparece en el Holoceno). Siempre había dudado yo sí entrevistar al escritor o entropvistar al oso, pero todas las inañanas me decidía por el oso, que estaba más a mano.

No creo que el esciritor, aunque muy inteligente, me hubiese dicho cosas más ciertas que las que me decía el oso. El punto, de vista de los osos está menos divulgado por la imprenta que el de los escritores, y por eso siempre es más noticia. El oso había conocido a Spinoza (nadie sabe cuánto viven los osos), en su taller de cristalero, y Max Frisch se hubiera limitado, seguro, al saberme español, a recordarme que el filósofo era español, o portugués, que por entonces venía a 5er lo mismo, y sobre todo judío.

En Berna estaba un poeta español, leonés, de la generación socialrealista, Eugeniode Nora, y la revista Espadaña, de los años cuarenta, como profesorde algo. Este poeta fue el que me: organizó la conferencia sobre Lorca en Berna, donde me había propuesto repetir lo que tan bien me saliera en Zúrich, pero me salió justamente lo contrario, aunque también gustó. Comprendí que, incluso en un país tan íntimo como Suiza, se puede cambiar de teoría de una ciudad a otra, como se cambia de tren. Esto de la literatura, si se administra un poco, puede dar bastante juego. En Zúrich había visitado yo el famoso cabaret Voltaire, que era sencillamente un café:, donde Tristán Tzará inventó el dadaísmo, más allá del surrealismo, mirando por un di ccionario. No le faltaba fundamento al oso de Berna. Los suizos, llevados de su falta de fe en las ideas, tuvieron a Spinoza de vidriero, inventaron una literatura hecha sólo de palabras, que también son cosas -el dadaísino- y aceptaron y aceptan el dinero negro de todas partes, porque han evitado la aberración católico/protestante de creer que las monedas tienen tintineo de connotaciones morales.

Salí de Suiza comprendiendo que aquel pequeño y pacífico país me había dado mucho más (le lo que yo esperaba. Por Los incendiarios, del citado Max Frisch, comprendí asimismo que el suizo es un pirómano atenuado y que por eso un único mendigo en todo el país puede sobresaltarles. Si en lugar de tanta vaca pictórica comiesen toro bravo, como los españoles, ya habrían incendiado los cantones, los relojes y los idiomas. También comprendí que sólo en un país como Suiza, que había decidido no pensar (aunque ahora da, muchos teólogos, como, Hans Küng), podía pasar por pensador nuestro don Salvador de Madariaga.

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