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Más que una religion, el islam

El islam, y muy especialmente el espaciomundo árabe, se debate en el sucesivo fracaso de una búsqueda de la modernidad. Tras ensayar sin éxito una y varias fórmulas tomadas de Occidente para lograr una homologación sin pérdida de autenticidad, el autor afirma que el recurso al neointegrismo shií es el último avatar de ese largo camino. La corriente renovadora que un día se fijó en el regeneracionismo de Ataturk vive posiblemente hoy un fin-de-siglo y en su lucha por sobrevivir soporta a duras penas el embate de ese buceo en la memoria que encarna el régimen de Teherán. Esa nueva y radical interrogación del Corán es algo más que una sangrienta operación nostalgia.

El islam no es simplemente una fe religiosa; según la tradición, es una forma de vida que engloba lo político como una de sus expresiones. La autonomía del hecho político con respecto al dominio de la religión, que Maquiavelo codificó para Occidente en El príncipe a comienzos del siglo XVI, es todavía el gran motivo en torno al cual gira el discurso intelectual del mundo árabe en el siglo XX.El islam, que dominó una gran parte del planeta hasta la consolidación de los reinos cristianos en el Renacimiento y lo que Occidente conoce como el despunte de la Edad Moderna, aún vivió una prolongación de varios siglos por vía del imperio otomano, conquistador y deudor de lo árabe, pero turco-osmanlí de nación. Con su enfermedad terminal a lo largo del siglo XIX, Estambul dejó de contar como un factor de poder en el mundo. Y en su estela, los movimientos de modernización, inspirados en Occidente, mordieron en todo ese arco de naciones que se extiende desde el Atlántico marroquí a la frontera asiática con el antiguo imperio sasánida.

Esa modernización vive hoy un posible fin-de-siglo, y aunque hay Estados árabes que se adhieren a ella con la fe del converso, el fenómeno del integrismo islámico, la búsqueda de una cierta posmodernidad que nada deba a Occidente tiene mucho que ver con ese aparente callejón sin salida.

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EGIPTO Y SUEZ

La primera independencia efectiva en la modernidad islámica se produce en el Estado central del espacio árabe, Egipto. Mehinet Alí se separa a todos los efectos del imperio otomano y durante su mandato entre 1805 y 1845 emprende un camino de renovación que realiza indudables progresos. Es la aventura de Suez a fines de los años sesenta del siglo pasado y no la Sublime Puerta la que devuelve a control extranjero la tierra del Nilo, convirtiendo la futura independencia en una pugna con esos mismos valores occidentales de los que extrae la fuerza para combatirlos.En el cambio de siglo rivalizan las asociaciones salvacionistas, según el modelo de la Joven Egipto, y tras la I Guerra Mundial los países árabes hallan un modelo para la regeneración dentro de su propio espacio religioso, pero fuera de sus fronteras políticas. La Turquía de Kemal Ataturk, salvadora de la unidad nacional contra Grecia y las potencias lanzadas al despedazamiento del imperio, proclamadora de la república, y modernizadora por la vía occidental con el establecimiento de una nítida separación entre islam y política, es un ejemplo a seguir por el nacionalismo árabe de entreguerras.

Las independencias levantinas cobran fuerza a partir de los años treinta en la medida en que Londres deja a su retirada Gobiernos enfeudados. Son los años en que el renacimiento político del mundo árabe ensaya la fórmula del liberalismo capitalista y nuevamente Egipto marca la pauta con los Gobiernos del Wafd entre 1919 y la caída de Faruk en 1952. La segunda gran oleada modernizadora, por el contrario, es de carácter radical, vagamente socialista, pero en realidad limitada a un capitalismo de Estado. Ésas son las palabras de fuerza del nasserismo y del Baas sirio-iraquí.

La extensión, tras la II Guerra Mundial, de la ola de independencias al norte de África suma reclutas a una u otra vía. Libia, tras el golpe de Gaddafi en 1969, sigue los pasos de Nasser; Argelia, aun dentro de la originalidad de una independencia obtenida en la guerra con Francia, se alinea con ese secularismo de Estado; Túnez se inspira también en el ataturquismo, aunque en clave conservadora; y Marruecos pasa de una monarquía feudal a un parlamentarismo limitado entrados los años setenta.

Tanto en esa primera fase de ensayo modernizador por la vía de un liberalismo manipulado como durante la fase socialista, el mundo árabe no importa la modernidad como un proceso sino como una cosa; se adquieren o se copian los instrumentos y los hábitos políticos de las sociedades industrializadas en forma de piezas de mecano, casi como los indígenas de la Melanesia practican el cargo cult, conjurando unas carcasas para que de ellas brote una nueva civilización. Y de igual manera que la versión liberal había conocido sus límites en la guerra contra Israel en 1948, la calamitosa derrota de 1967 frente al mismo enemigo muestra cómo los instrumentos del poder occidental no sirven para cambiar el equilibrio de fuerzas en la región, y peor aún, cómo el Estado hebreo sí ha sabido sintetizar esos elementos de tradición y de modernidad técnico-científica que le han llevado a la victoria. Sin embargo, al término de la llamada guerra de los seis días el nasserismo aún puede reagrupar fuerzas y, tomando como objetivo y coartada la reparación de la afrenta, prolongarse la vida evitando asumir su propio fracaso.

Más desastrosa es, paradójicamente, la presunta victoria de octubre de 1973. Egipto recupera el orgullo nacional en un combate que no se salda con una derrota como en las guerras anteriores, pero la conciencia de no saber cómo explotar esa victoria hace aún más honda la estupefacción del fracaso. Octubre de 1973, con el descubrimiento del petróleo como arma política y la inapreciable colaboración del doctor Kissinger, permite recuperar el Sinaí, pero al precio del ostracismo de El Cairo en el mundo árabe. De esa deportación de todo un país sale Egipto dando por liquidada la experiencia nasserista a cambio de obtener de Estados Unidos la promesa a plazos de la prosperidad futura; que el país del Nilo no ha podido cobrar esa letra parece hoy evidente.

UNA AMENAZA GENERAL

La rendición egipcia deja, al mismo tiempo, sin su mejor cobertura a la revindicación del pueblo palestino. A partir de ahí, la lucha del pueblo sin hogar pero con patria que había sido cuidadosamente encuadrada por los Estados de la beligerancia anti-israelí, y que había recobrado la estimación de sí mismo en la batalla de Karameh tras el desastre del 67, se convierte en una tercera ola desesperadamente radical que postula también su particular renovación del mundo árabe. El palestino, al que abandona Egipto y quiere someter para sus fines Siria, se vuelve una amenaza contra todo y contra todos. Mientras el líder guerrillero Yasir Arafat busca vanamente a su Beguin, sin contar como Sadat con la baza negociadora de una legitimación que ofrecer a Israel, el movimiento de la OLP se desintegra en un terrorismo cuyo único sentido es el de impedir que otros hagan una paz que irremisiblemente ha de dejarle en el vacío.

Esa tercera vía de renovación modernizadora tampoco es posible porque para su triunfo sería preciso que una oleada revolucionaria barriera a los Estados árabes que han utilizado la reivindicación palestina mientras han podido servirse de ella, pero que la abandonan o la asesinan cuando se convierte en una amenaza contra su estabilidad. La religión secular de los marxistas palestinos Habash y Hawatmeh, más aún que el paso del alambre permanente de Arafat, parece hoy doblemente desconectada de una realidad posible ante la fuerza de la revelación neointegrista.

Cuando se sabe fracasada la experiencia liberal, se siente imposible la revolución palestina, y se aqueja de los más violentos achaques el ataturquismo residual del Baas sirio-iraquí, de la apertura egipcia, del Neodestur tunecino, se desencadena sobre todas esas ruinas el alzamiento de una resurrecta concepción del islam militante, no árabe, procedente, por añadidura, del anti

Más que una religión: el islam

guo enemigo, el persa sasánida hoy rebautizado por el shiísmo de Jomeini.Esa marea inspirada en un supuesto pasado amenaza tanto a los regímenes tradicionalistas y fieles aliados de Occidente, Arabia Saudí, el Golfo en general, Marruecos, como a los asediados modernizadores. Mubarak trata, con delicado equilibrio, de encender una vela a dos señores; el argelino Chadli Benyedid islamiza a la carrera la Carta Nacional; el iraquí Saddam Hussein libra la guerra contra ese integrismo, aspergiado de cruzada en defensa del verdadero islam; el sirio Hafez el Assad hace el prodigio de aliarse con el tradicionalismo iraní contra Bagdad y de reprimir a sangre y fuego a sus integristas caseros; Gaddafi, siempre de viaje por el vericueto de las terceras vías, escribe libros verde oasis en el ocre desierto de la dictadura; finalmente, la Turquía que fundó Ataturk es hoy mucho más un espectáculo que un ejemplo.

El proceso de paz aún no iniciado, que propugnan Hussein de Jordania y Mubarak de Egipto, con el apoyo en grado de disimulo vario de los ataturquistas asediados Assad y Saddam, y entorpece la mole inabarcable del recelo israelí, es el último gran intento de detener la marea, de estabilizar la zona y de demostrar a las masas que interrogan de nuevo al Corán, que es posible pactar con Occidente.

Contra esa tentativa se disparan los recientes atentados de Roma y de Viena, con la misma desesperación de quien quiere volar la santabárbara ante la imposibilidad tanto de evolución como de revolución. El gran sentido, por ello, de una auténtica paz con Israel que no reconociera vencedores ni vencidos sería el del levantamiento de una gran frustración. La modernidad secularista cayó herida de muerte en las guerras árabe-israelíes, y si aún es tiempo de resucitarla, ello no será posible mientras falte reparación suficiente por el antiguo despojo de la tierra.

LA FUERZA DEL INTEGRISMO

La fuerza del integrismo árabe se orienta por ahora al repudio, a la negación, afirma lo que no quiere con mucha mayor precisión que aquello a lo que se encamina, pero una larga memoria histórica le da la fuerza que aterroriza a sus vecinos hasta barrenar de preocupación la frontera meridional de la URSS musulmana.

El islam es hoy la fe que probablemente retiene la lealtad histórica y activa de una mayor masa de creyentes entre aquellos a los que los propios árabes califican de gentes del libro. El desgarro que sufre entre integrismo, tanto shií como suní, y una iglesia más protestante, más sometida al poder político como ha sido el sunismo ortodoxo, se produce en una religión hacia la que el musulmán se vuelve cuando los demás expedientes han fracasado. Por ello es insuficiente una disposición occidental que sólo repare en la sangrienta guillotina de Teherán. La plasticidad de una doctrina que cambia sin dejar de creerse inmutable permite leer en el islam el mensaje que conviene a cualquier interrogación de coyuntura.

LA EDAD DE ORO

Como el radicalismo agresivo de la llamada neoderecha occidental, este presunto salto atrás a un islam más auténtico anda muy lejos de ser un movimiento sólo conservador, aunque propugne el velo hasta los pies y deshaga el breve camino a la emancipación de la mujer musulmana. La recuperación de una Edad de Oro, tanto como lo sería para la señora Thatcher la vuelta al desafiante capitalismo británico del XIX, no se reduce a una operación nostalgia. El islam de la nueva tradición debe a Jomeini su primer triunfo político -precisamente sobre una figura tan ataturquista como la del distinto sha-, pero apenas puede pretenderse invención de Teherán. El sunismo experimentaba ya desde fines de los sesenta la tentación del pasado. Jomeini es sólo un avatar, y la interrogación colérica a una supuesta tradición inmutable conmovía ese arco de naciones antes del triunfo extramuros de la revolución iraní.

El islam poscolonial represa una larga agitación de décadas que el relativo fin de la bonanza petrolífera afila en una crisis. ¿Cuál va a ser el rumbo de la sucesión tunecina?; la catástrofe del capitalismo especulativo en Marruecos es evidente; Irak ha fracasado en su tentativa hegemónica en la región del Golfo al enfangarse en una guerra de cuya victoria habría podido esperar una justificación para su secularismo; Egipto no puede recuperar su posición central en el mundo árabe mientras no encuentre compañeros de viaje para su paz con Israel; Jordania tiene tanto que temer por la creación de un Estado palestino como de su permanente negación; la capacidad libia de decir en voz alta mucho de lo que piensan gran número de dirigentes e intelectuales del mundo árabe no pasa de ser un estentóreo derecho al pataleo; por paradoja, el conflicto con Israel distrae y estanca posiciones en la medida en que fija en el fuera de sí una gran marea llamada Palestina. Amigos y enemigos quieren mantener en el movimiento sobre el propio terreno un combate que en su versión utópica se anula a sí mismo como revolución y como evolución negociadora.

A toda revolución, afirma la vulgata marxista, que ha de seguir un Termidor, pero no es menos cierto que las restauraciones no pueden hacerse en términos de aquí no pasa nada. El restablecimiento de la monarquía inglesa en 1660 fraguó, por semejante pretensión, el Senlement de 1689; la dictablanda abonó la Segunda República; y sin Luis XVIII difícilmente habría existido Luis Felipe. La desaparición de Jomeini puede dar paso a un acomodo del que hay ya quien ve barruntos en Teherán, pero el integrismo islámico posee una dinámica propia con o sin profeta. Eso es lo que significa la anecdótica búsqueda del duodécimo representante de Alí, en cuyo nombre un nuevo radicalismo agita el mundo árabe en el arco de naciones que se extiende desde el Atlántico de Agadir al Índico de Basora.

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