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Tribuna:75º ANIVERSARIO DE LA FUNDACIÓN DEL SOMA-UGT
Tribuna
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La organización socialista de más fuerza del país

En 1908, desde las minas de Francia, Manuel Llaneza escribía a los mineros asturiano: "Nada absolutamente puede justificar vuestra desorganización. El miedo en unos, el vicio a la taberna en otros os impide cumplir con el más sagrado de vuestros deberes: con el de defenderos vosotros y defender a vuestro hijos de los vejámenes y miserias de que sois víctimas y que, siguiendo por ese camino, cada vez serán más crueles, cada vez serán más intensas. Solamente la organización puede elevaros a la condición de hombres, puede llevar a vuestros hogares alguna felicidad".Llaneza había aprendido, en las penurias del trabajo en la mina y en las amarguras de la derrota en las luchas, las consecuencias de la falta de unión de los obreros para defender sus intereses. Nacido en una aldea de Langreo, su tierno corazón de trasterrado aprendió en las minas palentinas de Barruelo la violencia del trabajo infantil y padeció la insolencia del analfabetismo impuesto. Vuelto a Mieres ya mozo, empezó a comprender, en la experiencia minera, que su camino estaba junto a sus compañeros de desgracias, y su futuro, en los sueños de la libertad.

Consciente en su silencio, recién llegado a Mieres, caminando en busca de horizontes, encontró la unión social. Un piso destartalado, algunos viejos tristes, la conciencia del horizonte abierto. Allí se podía leer El Socialista, se hablaba de un tal Marx, otros contaban historias de sociedades de resistencia frente al patrón que producían el bien y daban igualdad.

Firmó un pacto no escrito de solidaridad. Se sintió hermanado a aquellos compañeros y empezó muy de noche, cansado de vuelta de la mina, a trabajar horas extras: creó allí las Juventudes Socialistas, participó activamente en aquella agremiación, y cuando, en 1906, su empresa despidió mineros y exigió disciplina, defendió la huelga por el derecho al trabajo y el pan por el derecho a la vida. Esa soberbia no se la perdonaron ni a él ni a todos los conscientes que organizaron aquella huelgona.

Los echaron de la mina y mandaron cables para que ninguna empresa los contratara. Aquellos mineros, todos juntos, recorrieron montes buscando minas de Norte a Sur. Acabaron en Francia. Allí conocieron, en la amargura del exilio minero, los éxitos de la organización obrera.

Se prometieron volver para exigir el pan y el trabajo que les diera dignidad. Regresaron camuflados temblando, vendiendo novelas: contando cuentos sin que el conde de Mieres los supiera vivos. Y allí, en el monte hostil, un día lluvioso de noviembre de 1910, fundaron, con Llaneza el primero, el Sindicato de Obreros Mineros de Asturias.

Indalecio Prieto dijo de Llaneza que era "un organizador soberbio". Los que le oían hablar, todavía en los comienzos, decían más cosas: "La primera impresión que se recibe tratando y conociendo a Llaneza es la de que éste posee en gran cantidad estas dos virtudes: sinceridad y voluntad. Cuando habla, sin ser orador, conmueve y hace pensar, al contrario de la mayoría de los oradores, que suelen no más embelesar y deleitar. Sacado de la mina por sus compañeros hace poco -para que fuera secretario del Sindicato Minero- no ha tenido tiempo para ilustrarse, pero ¡qué gran cantidad de conocimientos prácticos de la vida posee!".

Esto es, difundiendo sus ideales y organizando a los mineros, forjó un sindicato responsable, vigoroso y fuerte. Con disciplina orgánica y centralización ejecutiva en la acción sindical, pero también participando activamente en la difusión del socialismo e integrándose en la práctica política, el SOMA se convirtió en la vanguardia obrera de Asturias y dio a los mineros la fuerza necesaria para resistir las luchas y vencer las dificultades.

Al principio tropezaron con el marqués de Comillas, con la Hullera Española, con el conde de Mieres, con las empresas que propiciaban huelgas de división y sindicatos amarillos de comunión. Pero los mineros sindicados acabaron convenciendo a la fuerza a los patronos: asegurar los dividendos exigía concesiones. Los viejos señores de los feudos mineros regatearon entonces una perrona, un real, una peseta, y al calor de la expansión obrera, en los años de la guerra de 1914 a 1918, cedieron, primero, una y sólo una perrona, y cuando fue necesario, una peseta.

Sin embargo, en aquellos años de bonanza no bastaban los brazos de las cuencas. Vinieron peones de las Castillas y de las Galicias, mientras el sindicato crecía en número, aunque los obreros no crecían en bienestar, porque los precios subían tan deprisa como los salarios, en una inflación que se llevaba las pesetas. Defendieron un excedente para comprar hogazas y se solidarizaron con los huelguistas del país en 1917, pero recibieron como respuesta disparos de fusil y mazmorras de miedo.

Llaneza y sus compañeros fueron a la cárcel, aunque al fin, como eran tiempos de expansión, mejor estaban trabajando encerrados en las minas que en el penal de Oviedo. Los llevaron de nuevo a Mieres y Langreo para que produjeran el carbón del progreso. Doloridos y enfermos, volvieron a comprometerse con la supuesta causa nacional: que España fuera rica a la sombra de la guerra de otros.

El fin de la guerra

Pero la guerra acabó, y la crisis y el paro resurgieron. Los patronos exigieron, primero, la peseta otorgada y decidieron, después, que sobraba trabajo. Mientras el carbón no se vendía, los obreros se dividían. Los comunistas querían tomar los palacios de invierno con castillete y colgar a los zares, esto es, a los patronos. El sindicato pedía solidaridad, trabajo y pan. Y los recién venidos de otras regiones, inmaduros y errantes, dudaban entre volverse a casa o prender ellos también la dinamita de la deseada igualdad.

El SOMA no consiguió imponer la sensatez ni hace entender a los patronos que su arrogancia les llevaba al ocaso. El Sindicato Minero comprendió en la incomprensión que las minas eran de todos, que eran de Asturias y que debían servir al país. Manuel Llaneza propuso en un opúsculo, escrito toscamente, aunque con todo rigor, la nacionalización de las minas, para bien de los mineros y de España.

Era una declaración de intenciones, pues los gobernantes, al servicio del compadreo patronal, no contestaron, mientras las empresas cerraban más minas, forzaban más huelgas. Así obligaron al sindicato a pedir con ellos protecciones, primas a las producciones, aranceles a las importaciones, es decir, apoyos públicos para beneficios privados, que si servían sobre todo al patrón, al fin daban trabajo.

Cuando vino Primo de Rivera, la historia continuó. El Sindicato Minero, débil, dividido, consciente de que no podía con los patronos, no osaba poder con el Estado. Llaneza no quiso ser ministro, pero sí negoció con el directorio algunas concesiones para que el sindicato y los mineros continuaran trabajando, mientras preparaban otros tiempos de libertad.

En ese ínterin fueron confluyendo con todos los burgueses de mala conciencia y todos los liberales de buena educación, que acabaron decidiendo que el fiasco de la Restauración no podía continuar. Todos juntos trajeron la República. Abril era primavera, y el futuro era de todos. Llegaron las primeras concesiones: seis días, seis, de vacaciones, subsidios de accidentes y una hora más de luz fuera de la mina negra.

Sólo eso ya justificaba 30 años de luchas amargas, de hambrunas prolongadas, de crisis sin fin. Pero llegó el año 1933: vino Gil Robles tratando de hacer definitivos los accidentes, prohibir las vacaciones y meterlos en la mina hasta la noche; "rectificar la República", devolver el hambre y la miseria de los infelices años veinte.

Esa insolencia les pareció definitivamente intolerable a los mineros. Donde ya no había razón ni respeto a las paces sociales, creyeron aquello que había dicho Llaneza: "Que en ellos estaban más arraigadas las virtudes de la ciudadanía y que el porvenir era del socialismo". Para traerlo habían agotado el diálogo y las buenas maneras. Indignados, tomaron las pistolas un otoño de 1934.

Es bien sabido: el Estado no era suyo y se volvió contra ellos. Se volvió contra ellos ahora; se volvió contra ellos en 1936. Al grito africano y en la grupa mora, los ganadores de siempre decidieron acabar, por fin, la discusión de si tenían derecho a seis días de vacaciones, a siete horas de jornada y a 10,74 pesetas de salario. Por España había que trabajar las horas necesarias al servicio de las falanges de Franco. Después se les daría de comer, y acaso, si se portaban bien, podrían ir a alguna bendita romería.

La represión

Los que se empeñaron en creer lo contrario fueron muertos o tuvieron que marcharse después de guerrear por los montes de Asturias. Y los viejos militantes del Sindicato Minero se convencieron, pegando algún tiro para comer, que el oprobio no acabaría con la confrontación armada, porque la dinamita propia era poca y los fusiles ajenos eran muchos.

Los viejos militantes derrotados del sindicato y los socialistas del exilio buscaron un pacto nacional para, desde la razón, encontrar salidas al franquismo. En eso trabajaron durante largos años, volviendo a negociar con aquellos que usaban la palabra. Ni dinamitaron Carreros ni se infiltraron, puritanos, en el sindicato vertical para traer la democracia y la libertad. Pero el empeño por volver a la vida siguió costando muertes y mucha represión, mientras se cerraban pozos en las cuencas y se abrían fronteras en la emigración.

La resistencia activa devolvió la democracia, y el Sindicato Minero, dirigido ahora por el nuevo Llaneza, José Ángel Fernández Villa, volvió a reivindicar trabajo en las minas y continuidad en las explotaciones. Y volvió a repetir que el carbón debía servir a España y a las cuencas mineras. Aunque el carbón se agota y las cuencas se paran. Ahora, el Sindicato Minero defiende un nuevo proyecto histórico, que ya no es la nacionalización del tiempo de Llaneza, sino la industrialización del tiempo del futuro: un nuevo tejido empresarial en las cuencas para garantizar a los hijos de los mineros un futuro de trabajo en una Asturias moderna.

Este empeño histórico de 19 10 y de 1985 para aprovechar bien el carbón y rentabilizar mejor el potencial de trabajo minero encontró en vida de Llaneza y encuentra ahora con Villa resistencias y dificultades. Sin embargo, la vieja fuerza del SOMA y su probado compromiso con las cuencas permitirá seguramente encontrar un nuevo horizonte industrial para Asturias.

Germán Ojeda es profesor de Historia Económica de la universidad de Oviedo y director de la Fundación José Barreiro.

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