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Tribuna
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La experiencia de la subjetividad

El interés la subjetividad, las pasiones, la intimidad, la vida cotidiana, la individualidad, etcétera, puede considerarse una moda académica ya no tan reciente, aunque cada vez más popular, o un repliegue sobre el yo como vía de salida de la decepción de las utopías políticas y sociales. Sin embargo, se trata menos que nunca de la exacerbación de un yo recóndito, solitario y autónomo. Antes bien, el estudio de los modos en que se conforma la subjetividad, por ejemplo, resulta ser una privilegiada vía de acceso para el estudio de las relaciones sociales.El conjunto de estas investigaciones propone una nueva perspectiva sobre lo social: la del individuo que vive cotidianamente las reglas que rigen la vida en sociedad. Focaliza las relaciones que tejen en cada situación el orden social, las cuales reclaman implícitamente todo un conocimiento, una enciclopedia, una cultura, unas creencias colectivas sin las cuales sería imposible el más rudimentario contacto con los otros o el más somero conocimiento de uno mismo. Nos permiten además considerar el carácter histórico de la subjetividad, así como del concepto de individuo. Desde esta perspectiva, tanto da preguntarse por el individuo como por la sociedad, pues individuo y sociedad no son sino modos de preguntarse sobre las relaciones que constituyen uno y otra. Es decir, modos de cuestionar los conceptos usuales de individuo y de sociedad. Si se parte del individuo, por ejemplo, éste es ya una relación social: yo me conozco a mí mismo a través de otro, mirándome en los ojos del otro. El otro posee una objetividad, es incuestionable, está ahí y me mira. Me proporciona una primera referencia de mí mismo: soy algo para el otro. Yo puedo decir yo sólo después de ser llamado tú, sólo después de otro. De este modo, tan cotidiano y concreto, percibo una mirada y entro en la lengua. Percibirse a sí mismo es la capacidad propiamente humana, la de autoconciencia, de reflexión sobre uno mismo. El hombre puede sumergirse en la acción, pero también detenerse un momento para dirigirse una mirada a sí mismo, para adoptar una posición exterior desde la cual observarse: la posición de otro. Es un momento dual -en que uno incorpora simultáneamente dos papeles, observador y observado- y un momento social -las reglas y valores de la colectividad son el punto de referencia desde el que puedo dar sentido a mi acción. El individuo, pues, para ser uno ha de ser plural. Pluralidad que no proviene exclusivamente de su capacidad de desdoblamiento sintáctico, posicional (la de adoptar los lugares de yo, tu y él). Atañe también a los contenidos de la conciencia. El hombre adquiere su identidad como ubicación en un mundo y la asume subjetivamente sólo junto con ese mundo y esa cultura que le dieron un nombre y un lugar en las relaciones y le enseñaron, además, el nombre y los significados de las cosas. Apropiarse subjetivamente del mundo social y de la propia identidad son aspectos diferentes de un mismo proceso en que el sujeto incorpora simultáneamente el subuniverso de significados de que es portadora la colectividad. La reflexión sobre sí mismo, la autocomprensión, que implica observación, categorización, juicio, etcétera, sólo es posible, según Wingenstein, a través de la apropiación por parte del sujeto de formas lingüísticas públicamente utilizables.

La formación de la subjetividad no sería, por lo hasta aquí dicho, problemática. Si el individuo se ve inserto en una cultura, en el interior de la cual tienen lugar todas sus relaciones intersubjetivas, que proporciona a todos sus miembros el mismo material de conocimiento implícito preciso para construir una idea de si mismo y del mundo, se daría una homogeneidad entre los sujetos pertenecientes a ese colectivo que haría diricil hablar de individualidades.

EL HOMBRE PRE-MODERNO

Esa parece que fue, de hecho, la situación del hombre pre-moderno que, si bien se veía como una entidad individual en el plano empírico, no lo era en el plano moral. La identidad de cada miembro estaba deternúnada por el lugar que ocupaba en el sistema. Este lugar prescribía su moral, su forma de vida, su atuendo, su oficio, su estatus en el orden jerárquico, el tratamiento que recibiría y debería dar a los otros miembros, etcétera. No había lugar para la pregunta ¿quién soy yo?, pues esa cuestión estaba decidida de antemano. Su identidad era exclusivamente social.

En la modernidad, con la paulatina desaparición de la diferenciación estratificada, la identidad individual y las reglas de relación no se definen por la situación de los sujetos en el orden estamental, sino por la función que desempeñan. Las personas y sus realizaciones, siguiendo el modelo del intercambio económico, se hacen conmensurables, equiparables por referencia al valor abstracto del dinero -lo económico, considerado como bien en sí mismo, se autonomiza de la Moral (Dumont).

La ciudad moderna, por otra parte, posibilita el encuentro en un contexto de socialización no funcional. Proporciona a cada individuo una diversidad de círculos de relación, además de lanecesidad de interactuar con desconocidos. Es decir, por primera vez, el individuo debe proporcionar una imagen de sí mismo a alguien que no sabe nada de él y de quien nada sabe, pues ya su apariencia y su atuendo no transparentan inequívocamente su estamento e incluso su oficio, como hacían hasta la era moderna. La necesidad de actuar como si el otro fuera reconocible y confiable genera un código anónimo de comunicación en el cual es fundamental dominar sutilmente la propia apariencia y aprender a interpretar la del otro. En el siglo XIX -y el darwinismo como teoría de la expresión involuntaria de las emociones contribuye a este proceso- las apariencias se consideran signos de la personalidad individual. El hombre se ve privado de la sensación de disponer del poder de manejar su expresión. Las apariencias, todas las apariencias se convierten en signos de otra cosa y son escudriñadas minuciosamente en búsqueda de aquello que queda oculto bajo su superficie (Sennett). Si dentro de un círculo se da una relativa homogeneidad entre sus miembros, y cuanto más cerrado sea el grupo mayor será la homogeneidad, el hecho de que difícilmente dos individuos compartan idénticos círculos de relación es lo que posibilita, según Simmel, Ia afirmación de la individualidad, en cuanto diferencia, peculiaridad distintiva respecto de todos los otros. El individuo es un fenómeno moderno, surge cuando el hombre no posee una única determinación que se cumple en todos los momentos de su vida, sino que posee demasiadas. Las suficientes como para que tenga que buscar una respuesta a la pregunta ¿quién soy yo? Si es imposible acceder a una identidad sin pasar por la confrontación con el otro y sin el lenguaje, si la subjetividad se forma en la intersubjetividad, hemos de tener en cuenta los distintos sistemas de conocimiento y de creencias que forman el marco en el que es posible la comunicación, porque afectarán de hecho a esa subjetividad. En toda interacción entre dos o más entran en juego una lengua que hace posible, más o menos aproximadamente, la comprensión recíproca, con todo lo que una lengua implica -una organización del mundo aprehensible en su significación-, y, además, un sistema de códigos sociales y culturales que establecen las reglas de acceso mutuo, de tratamiento, los temas pertinentes a cada situación, los valores a que han de sentirse obligados e incluso la representación de uno mismo apropiada a ese encuentro.

Al desempeñar distintos papeles en los círculos en que se desenvuelve, el individuo entra en zonas específicas de conocimiento socialmente objetivado. Ha de actualizar el saber, las normas, los valores e incluso las emociones pertinentes para el desempeño de ese papel. El hecho de que gran parte de ese conocimiento sea implícito, o incluso sea un saber que uno no sabe que sabe, formado por todo lo que "danios por descontado", conduce a algunos (Habermas, por ejemplo) a negarle el estatuto de saber, pues éste ha de poder ser problematizado, sometido a crítica, lo que no ocurre con aquello que consideramos evidente de por sí, fuera de toda duda. Pero esta característica del conocimiento de fondo implicado en toda relación es precisamente la que resulta significativa para la cuestión de la identidad individual. El sujeto entra en áreas de conocimiento que no cuestiona más que en el momento en que, por algún motivo, se vuelven problemáticas. Es significativo porque las da por descontadas, porque forman parte de sus convicciones más íntimas: aquellas que forman una fina traba con sus otras creencias para sostener su visión del mundo y de sí mismo.

SALVAR EL 'YO'

Uno da por supuesto que el aire está ahí para que lo respiremos mientras no se produzca una lluvia de azufre, o que la persona con quien tenemos una cita llegará con un razonable retraso, mientras no sea un centroeuropeo, en cuyo caso uno puede recibir, por unos minutos, un violento desaire, como se dice con expresivo giro. Por cierto que un sustituto de hacer un desaire es poner en evidencia, es decir, no dejar que la actuación de uno se dé por descontada, entre en la normalidad de los usos propios de una cultura, sino que esa actuación se pone bajo un focópara que la atención de todos se fije en ella. Solamente ese movimiento: sacar de la penumbra de lo dado por descontado, o evidente, y someter a la consideración, al juicio, a la posible crítica, un comportamiento, supone un extrañamiento que hace tambalearse el yo proyectado en la situación y que uno creía pasablemente adecuado hasta ese momento. Cuando esto ocurre, cuando el orden de lo que es evidente de por sí se desmorona, por ejemplo, por un insignificante traspiés en la coordinación de los códigos, es obligado salvar el yo y/o discutir-negociar las normas que hasta entonces funcionaban como telón de fondo incuestionado. Es preciso contar con un terreno común sobre el que definir la situación y el yo de los participantes, si bien ese terreno nunca es totalmente común y el propio transcurso de la comunicación se encarga de ir variando sus contornos. Los códigos no salen ilesos de su uso y es el uso el que nos permite conocerlos a la par que alterarlos y recrearlos. Los distintos papeles que desempeñamos en nuestras diversas relaciones suponen solamente otras tantas facetas de una única identidad permanente, mientras los sistemas de saber y de creencia en los que encaja nuestra representación no sean contradictorios entre sí. Se tolera cierto grado de incoherencia, sobre todo cuando las actuaciones se desarrollan ante públicos distintos, que no tienen ocasión de unirse para desmentirnos. Pero más allá de un umbral, muy variable, de tolerancia y saludable autoengaño, las crisis de identidad se hacen agudas y sobrevienen las conversiones a un nuevo modo de vida y a una nueva identidad.

Este factor, absolutamente fundamental a mi modo de ver, de los diversos círculos en que, a lo largo de sus días, actúa cada individuo, sumado al hecho de que los círculos, incluso los que coexisten en el interior de una misma cultura, vehiculan lenguas, jergas, sistemas implícitos de conocimiento y de valoración distintos entre sí, determinan un mecanismo de la comunicación con uno mismo y con los demás que se traduce en una conformación de la identidad radicalmente plural y ligada a las relaciones intersubjetivas que se producen en situaciones concretas.

Sin embargo, caben algunas objeciones a este modelo de individuo. Una opondría el sentimiento de continuidad del yo, gracias al cual uno construye su biografía y se proyecta a sí mismo cara al futuro. La otra afecta a la teoría de la normatividad ímplícita en esta consideración de la sociedad: si el individuo resulta sólo de la incorporación de las reglas sociales cristalizadas en roles o papeles que el sujeto endosa, y su ser se limita a una sucesión de estos papeles, concedemos de hecho una supremacía a las reglas sobre el sujeto.

Advertimos, de entrada, como un hecho cotidiano que uno rara vez se adhiere totalmente a su papel. Incluso en aquellas actuaciones que consideramos prácticamente emanaciones de nuestro yo más profundo y auténtico -como en la intimidad de la familia, por ejemplo, que desde el siglo pasado queda constituida como el reducto privilegiado de la subjetividad-, no deja de invadirnos, en ocasiones, la sensación de ser "un huésped que entra en una casa ajena una única vez y, sin pensarlo y un poco aburrido, se abandona a todo lo que allí quiera acontecerle" (Musil). Alguien totalmente ajeno al entonces, extraño ceremonial que tiene lugar ante nosotros.

Schutz propone una metáfora musical, que recogen Fabbri y Castellana, para explicar las evoluciones de la personalidad del sujeto: las diferentes facetas de su identidad que el sujeto actúa en cada proceso de interacción se encuentran ligadas en el plano intrasubjetivo como las diferentes líneas melódicas se engarzan en una composición musical por medio del contrapunto. El sujeto puede seguir un tema y abandonar otro, considerar un tema como principal y el otro como subordinado, invertir estas posiciones, etcétera.

ENTE ÚNICO

La unidad del yo no se construye sólo sobre la memoria que nos liga a algunos de nuestros yoes pasados. Lo hace también, y fundamentalmente, sobre el olvido de las facetas de uno mismo no coherentes con la línea sobre la cual uno fija su identidad. Así, por ejemplo, las historias personales hacen pertinentes ciertos rasgos, ciertas secuencias de comportamiento con los cuales el yo presente -o incluso el yo futuro, el que es sólo una fantasía o un proyecto, aquel que uno quiere ser- establece una línea de continuidad.

También son escrupulosamente negados por la conciencia los momentos de enajenación, de pérdida de uno mismo. Este término, enajenación, se reserva para el desenca denamiento pasional, la embriaguez o el simple extravío de uno mismo -sea por periodos brevísimos o prolongados- para significar la pérdida de la conciencia, o sea, advierte Bataille, la supresión de la diferencia entre sujeto y objeto. Sumidos así en la indiferenciación con el objeto-mundo, no somos sujetos, carecemos de un yo organizado y autoconsciente, para construir el cual hemos de prescindir de lo amorfo, de la conexión simpatética de nosotros mismos con la Naturaleza. La superación de esta coacción de la identidad, como la llama Adorno, no estaría, según su propuesta, en lo absolutamente otro de esa coacción, sino en lo mediado por ella. La representación unitaria del yo es cómplice de una idea normativa e inmóvil del hombre: éste es juzgado como un ente único, responsable de sus actos ante una norma, la suya o la ley válida para todos. La figura del pícaro es, según Bajún, la única que rompe esta imagen monolítica: el pícaro no está ligado a una norma, no es unitario y coherente desde el punto de vista de las unidades retóricas y jurídicas de la personalidad. Es maestro en el arte, tal vez entre nosotros bastante común, de salvarse entre los intersticios de las reglas. Las reglas son, antes que constricciones, puntos de referencia para la actuación y para la interpretación del comportamiento ajeno. Pero además, el hombre, que es hoy siempre competente en códigos diversos, juega unos códigos con otros, los confronta, busca su particular interpretación. La norma tiene que hacer las cuentas con muchas cosas: con nuestra previsible malevolencia para esquivarla, o utilizarla en nuestro beneficio ("sólo se puede vivir haciendo trampa, trampeando, no encuentro otra palabra", R. Barthes) pero, incluso ante los destinatarios más dispuestos a la obediencia, con sus formas de vida, objeto de la reglamentación, que ya están asociadas a su vez a otras reglas. El ámbito privado se pretende refugio ajeno a toda convención. En todas las culturas existen prescripciones sobre las relaciones sexuales consanguíneas, otras limitan la relación con personas del mismo sexo, de diferente nivel social, etcétera. Si por privado se entiende el contacto de mi cuerpo con otro cuerpo, no hay cosa que haya escapado menos a la reglamentación. A ello se pretende, en ocasiones, responder con la propuesta de liberación total del cuerpo, de la sexualidad. Respecto al sexo es obligado señalar que sin barrera, obstáculo, distancia del objeto, el deseo muere. En un mundo en que los posibles objetos de mi deseo vagasen libres, sin marca que los señalase como prohibidos o como deseados por otro, mi deseo vagaría igualmente indeterminado.

LA PERCEPCIÓN DEL CUERPO

La actitud respecto al signo que define la visión del mundo de una cultura afecta también, naturalmente, a la percepción del cuerpo. El cuerpo ya no puede encontrarse desnudo, en estado bruto, acultural. Vestido, por supuesto, siempre endosará un signo: el del gusto, el estilo, la moda, a los que se adscribe o de los que se quiere distanciar. Desvestido, se encontrará ineludiblemente marcado en sus formas y volúmenes, en su olor y su color, en su movimiento, su gesto, su postura por la forma de vida, la edad, las creencias de su morador respecto a la higiene y la salud, etcétera, que se hacen inmediatamente legibles en aquellas apariencias.

Cuando todas las apariencias han perdido la inocencia y todas serán inevitablemente interpretadas como signo y, lo que es peor, la clave de todos los significados implícitos será buscada en la personalidad individual, inmanente en todas partes en la vida social, presente en los más insignificantes detalles perceptibles, el mayor alivio es detener el círculo sin fin de las interpretaciones. Definirse, fijarse en un tipo, un cliché reconocible. De este modo puedo, hasta cierto punto, desentenderme de la mirada del otro, pues le he proporcionado una versión de mí mismo, que se extiende además sobre todo un campo de informaciones que afectan a mi pasado y mi futuro, y me hace, en cierta medida, previsible, es decir, tratable. Así, en los huecos dejados libres por el código o en el juego entre unos códigos y otros es donde puedo desarrollar mi peculiaridad, mi particular modo de ejecutar el papel, mi manera de dar forma,- de hacer visibles, reales -es decir, de traducirlas en los códigos de la' colectividad- las cualidades únicas e irrepetibles de mi inteligencia o mi carácter. Pero la revisión histórica nos debe servir para cuestionar las falsas construcciones -que, sin embargo, constituyen la realidad social en toda su riqueza e interés del presente. Como dice Foucault: "Partir de un pasado para mostrar su irracionalidad de modo que quede de manifiesto también la irracionalidad de presente". Tal vez la concepción de la individualidad aquí expuesta muestre ya ciertos signos de desajuste con la experiencia actual de la subjetividad, trastocada por la fisura que en nuestro tiempo se introduce en las relaciones de los sujetos con los colectivos y sus culturas.

En nuestra tarda modernidad se han disuelto las colectividades dotadas de una fuerte red de relaciones internas al grupo, cohesionado, además, por rituales y lazos simbólicos. Los manuales de divulgación científica, psicológica, pedagógica, etcétera, y la difusión de los medios de comunicación autonomizan el saber respecto de la vida social y las tradiciones culturales. Los campos de la experiencia de la vida del individuo son separados y autonomizados entre sí, constituidos en sistemas tecnificados y desgajados de la organización global de los valores de la comunidad: educación, sexualidad, salud, trabajo, vivienda. Incluso las relaciones con los vecinos se hallan reguladas por las burocracias estatales. Lo público-estatal y lo privado-individualista se complementan mutuamente -el sujeto sitúa el núcleo estable de su identidad en una estricta privacidad reducida a la célula familiar y a algún amigo íntimo- diluyendo los círculos intermedios y desproveyéndolos de sus funciones sociales, ahora casi enteramente asumidas por el Estado. Los sistemas de interpretación pierden cohesión y fuerza simbólica, al tiempo que se multiplican los ámbitos de relación -apenas ya vagas sombras de los círculos y grupos que fueron- y la diversidad de subculturas descontextualizadas que presenta el escaparate de los medios de comunicación. No es sorprendente, en este contexto, la reivindicación de la socialidad como aptitud para vivir intensamente las relaciones públicas y la recuperación que realizan hoy amplios sectores de jóvenes urbanos de los grupos cerrados y fuertemente ritualizados. Si de hecho la convención no se contrapone irreconciliablemente a la libertad, la multiplicidad a la unidad ni la colectividad al individuo, hoy los paraísos perdidos tal vez se sitúen en un terreno que privilegia la convención y lo colectivo ante la experiencia de la disolución de los lazos que unían al sujeto con los otros.

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