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España en Europa

En un mundo de tan rabiosa irracionalidad como el actual, donde se profieren gritos, clamores, quejas, protestas, amenazas, pero apenas nadie se para a escuchar el susurro de algún tímido conato de meditada reflexión, no quisiera dejar pasar sin comentario, aunque ello sea en definitiva para mi propio coleto, el artículo sobre España y el Parlamento Europeo, con que días atrás un discreto italiano, Gianni Baget Bozzo, se dirigió a nuestro público para comunicarle la frustración de su personal experiencia como diputado a dicho Parlamento, una frustración que, sin embargo, no ha bastado a matar en su ánimo las esperanzas.Por muy satisfecho me daría si estas líneas mías consiguen a su vez llamar ahora la atención de algún que otro lector sobre las cuestiones ahí planteadas para beneficio de nuestras gentes. Son cuestiones acerca de las cuales solemos sentirnos muy ajenos los españoles; y esto porque desde hace siglos hemos debido estar, en cuanto entidad política, al margen de las grandes decisiones históricas. Sin ir más lejos, la celebrada gesta de nuestra independencia nacional fue, en última instancia, una reacción de carácter negativo frente a la modernidad, esto es: un no a la historia; y todavía, ayer no más, el único mérito que de manera unánime parece serle reconocido al general Franco es la cazurra resistencia con que supo evitar la entrada de España en la guerra mundial, por cuya virtud este país hubo de mantenerse aislado y empantanado durante tantísimos años. Pero ya va siendo hora de que, ante la necesidad que las nuevas circunstancias nos imponen de participar en el juego histórico, nos planteemos y debatamos resueltamente, en sus propios términos y sin la veladura de inveterados prejuicios y temores, los temas de la realidad política mundial, no vista como un espectáculo al que uno se asoma desde fuera y del que puede desentenderse a voluntad, sino vivida como algo que nos concierne y que reclama nuestra activa toma de posición.

Es el momento oportuno. España ha ingresado por fin en la Comunidad Económica Europea con un movimiento acerca del cual no ha habido discrepancias serias. Adviértaselo insólito del hecho en una sociedad como la nuestra, tradicionalmente castigada por irreconciliables enfrentamientos: aun descontando lo que pueda haber de engañosas expectativas por parte de muchos, es lo cierto que en este punto se ha producido un acto de positiva afirmación colectiva con un espíritu de práctica unanimidad, por el cual nuestro país entra a compartir de lleno las decisiones históricas en el seno de una estructura de poder todavía imperfecta, pero en todo caso mundialmente considerable. Y el Gobierno al que le ha tocado en suerte, tras el largo proceso iniciado y proseguido por otros distintos Gobiernos, presidir el momento de la integración, se apresta -según parece- a rectificar el gravoso error inicial de sus propagandas electorales para entrar a tallar con cabal sentido de la responsabilidad en el juego de las decisiones históricas mundiales, poniendo sobre el tablero nuestra voluntad y ejercitando así nuestra libertad que, como toda libertad, sólo puede desplegarse dentro del marco objetivo de las circunstancias dadas, y nunca en el vacuo no man's land de la utopía.

Veamos, pues, lo que acertadamente ha querido decirnos en su artículo el diputado europeo Baget-Bozzo acerca del cuadro de los factores a tener en cuenta para ese juego.

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Ante todo, la afirmación de algo que es obvio -yo mismo vengo repitiéndolo de mil maneras desde el final de la guerra mundial, en 1945-, pero cuyas consecuencias prácticas sólo con gran dificultad se abren paso: "que la legitimidad del Estado nacional, la soberanía de Bodino, ya no es tal, ya no es un valor. Las naciones europeas no son más que fragmentos, que carecen de vida por sí mismos". De hecho, la historia de esa forma política, el Estado-nación, ha sido breve, y aun diría que comparativamente muy breve, pues creada en el Renacimiento, su eficacia práctica puede darse ya por concluida con la I Guerra Mundial de los años 1914 a 1918. Al final de la segunda resultaba ya de todo punto evidente la necesidad de "crear en Europa una autoridad que pudiese imponer su propia soberanía a la de los Estados", y en tal dirección encaminaron sus esfuerzos los promotores de las Comunidades Europeas. La evidencia de esa necesidad no requiere el aporte de análisis sociopolíticos profundos; basta con reconocer la presencia de las dos grandes superpotencias erigidas a sus flancos para darse cuenta de que las naciones europeas que -en competencia recíproca, pero con la sucesiva supremacia de una y otra- habían dominado el proceso histórico mundial durante el curso de la Edad Moderna, carecían ahora ya de verdadero poder decisorio y estaban supeditadas al arbitrio de dichas superpotencias -una situación que todavía hubo de institucionar la funesta Conferencia de Yalta-. Y, sin embargo, el proceso de integración europea ha quedado entorpecido -el diputado Baget-Bozzo lo insinúa sutilmente, pero ¿quién lo ignora?- por la inercia paralizante de los dos Estados europeos que habían tenido la supremacía mundial antes de 1914: el Reino Unido y Francia, aferrados a las pretensiones de una soberanía absoluta que hoy se ha hecho imposible.

Tal es la situación en este momento, cuando España entra a incorporarse en una Europa cuya unión aún no se ha consumado. Si Francia y el Reino Unido tienen que superar todavía -y cuanto antes lo hicieran sería con menor daño para ellos y para todos- la ilusión de que persiste en manos de sus gobernantes el poder soberano que un día tuvieron, y que en el de hoy se les ha esfumado, las fantasías del nacionalismo español, convertidas en mera retórica palabrera por el prolongado desuso de semejante poder, son más inofensivas. Inofensivo es, por ejemplo, el ingenuo sentimiento de halagado orgullo que tal vez pudiéramos experimentar por el hecho de que nuestro país, antes marginado, haya sido admitido en condiciones de paridad al club de las naciones europeas (aunque, por otra parte, ello deba producirnos muy justificada complacencia, considerando que esta admisión no tiene como contrapartida la renuncia a un poder que, ni siquiera ilusoriamente, se encontraba en nuestras manos).

Pero hay un aspecto de la cuestión que vale la pena detenerse un momento a examinar. Junto al tradicional nacionalismo español, que el nuevo Estado democrático llamado de las autonomías ha desmontado felizmente, existen en su territorio otros nacionalismos, cuya reacción peculiar al ingreso de España en la Comunidad Económica Europea no ha dejado de hacerse notar. También los nacionalismos locales, mostrando satisfacción por el hecho, parecen poner en él sus mejores expectaciones. Entiendo que expectaciones tales tienen su razón de ser en la perspectiva de que España -es decir, los pueblos más o menos homogeneizados a partir del Renacimiento por obra del Estado español entonces creado- pasen a depender políticamente de un Gobierno europeo supranacional. En tal eventualidad desaparecerían ya por completo los recelos de imposición cultural ejercida desde el centro de la Península, que un pasado reciente justifican con creces, por mucho que la actual reacción contra ese pasado inmediato esté permitiendo que ahora se hayan vuelto las tornas y, a la inversa, tienda a ejercerse desde las instituciones autonómicas aquella imposición que tanto se denostaba cuando provenía de instancias centralistas. No será, pues, suspicacia excesiva la sospecha de que, con todo, si desde ciertas posiciones periféricas se siente alborozo ante el ingreso de España en el Mercado Común Europeo, no es tanto a causa de que ese ingreso pueda preludiar la disolución del nacionalismo español, anegado dentro de una esfera de poder más amplia, como, al contrario, por presentir ahí una oportunidad para que prosperen nacionalismos de más corto radio.

Todo esto es, desde luego, fútil y, en todo caso, prematuro. A la vista de lo ocurrido -o, mejor, de lo no ocurrido- hasta ahora, sería arriesgado cualquier pronóstico optimista acerca de la plena integración de Europa en el cuerpo político originalmente previsto; esto es, en una entidad con poder de decisión independiente sobre el plano de las superpotencias. Por el momento, y a pesar de que las condiciones objetivas del proceso civilizatorio en esta última fase -atómica y electrónica- de la revolución industrial hace inexcusable la articulación de las relaciones humanas globales dentro de estructuras mucho mayores que los ya inservibles Estados nacionales, Europa no ha sabido sobrepasar la inoperante, laxa organización de un club, cuya acción común se encuentra trabada por esos menores conflictos de intereses que el diputado Baget-Bozzo describe con suave tino.

Sin embargo, para España la admisión a ese club ha sido, no hay duda, un hecho de gran alcance histórico, cuya importancia apenas si podemos calcular todavía, por cuanto que, sacando a este país nuestro del prolongado aislamiento y marginación en que se ha mantenido desde que perdiera la hegemonía imperial, lo sitúa otra vez en el terreno de las realidades contemporáneas, habilitándolo y aun forzándolo a desempeñar ahí un papel activo, e influir así dentro del límite de sus posibilidades -no ya como objeto inerte o peso muerto, sino por propia iniciativa- en el juego de la política mundial. Es una situación nueva a la que no estamos acostumbrados, pues durante siglos hemos vivido, como quien dice, "viéndolas venir"; pero cuyos efectos empezarán pronto a poderse vislumbrar en la práctica. Menos ostensible, pero quizá más profunda, ha de ser su repercusión en las actitudes y disposiciones psicológicas de los españoles. El nuevo emplazamiento de España en el orden internacional enseñará a nuestros políticos a evitar palabras -y promesas- imprudentes, y acostumbrará a los particulares a sentirse y saberse instalados, sin fantasías, ilusionismos ni vanos prejuicios, en el terreno firme de la realidad, que podrá ser todo lo ingrata, penosa y difícil que se quiera, pero que, al fin, es la realidad con que hay que contar y sobre la que, en la medida de lo factible, debe operarse en procura de mejorar sus condiciones.

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