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Tribuna:VIAJES
Tribuna
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¡Aquel Beirut...!

Este Odiseus de serie B procura no caer en la repetida tristeza de "lo que fue". Al revés; a menudo tengo amables discusiones cuando alguien de mi edad aproximada me dice eso de "¡Oh, aquel París! Entonces sí que valía la pena visitarlo". Acostumbro a contestarles que París sigue hoy igual de interesante y divertido, y que el que ha en vejecido y se ha vuelto aburrido es él. Para convencerse no tiene más que preguntar a cualquier muchacho que vaya hoy a Francia y le oirá tan entusiasmado como volvió él entonces.Pero lo de la regla con excepciones pue de aplicarse en algunos casos, y uno de ellos es, evidentemente, la capital de Líbano. "¿Cómo era, Dios mío, cómo era?". Pues era, según todas las comparaciones una segunda París por la elegancia y buen comer de sus restaurantes y una segunda Zúrich por la solidez de los bancos, que atraían tanto el dinero occidental como el de aquella zona...., y estamos hablando de la zona de los petrodólares.

Cuando yo la visité, a mediados de los setenta, la ciudad bullía, como tantas de Oriente Próximo, de alegría comercial, pero era la alegría de un mercader que además, hubiera pasado por la escuela de economistas de Harvard. Seguía el tende rete en la calle, pero detrás brillaba el neón con el nombre de los bancos más importantes del mundo, donde los jeques depositaban un dinero fácil de multiplicar en cualquier divisa. Pero es que, además del amable clima financiero, existía el dulce clima geográfico, resguardado en unas colinas boscosas que permitían un frescor nocturno desconocido en Kuwait, en Riad o en Omán. El taxista que me llevaba no hacía más que enumerarme nombres ilustres del Gotha árabe al pasar ante las fas tuosas casas que sombreaban los famosos cedros libaneses. "Ésta es del príncipe Abdalá; ésa, del jeque Mohamed...". Todos acudían al país a pasar unos meses del año, cuidando al mismo tiempo de la salud del cuerpo y de la económica. El taxista era también devoto musulmán y se quedó muy contento cuando yo le recité la fórmula de la fe de su religión en el árabe aprendido hace años en la Universidad. Y, como buen musulmán, era algo machista, con gran obsesión del nombre y del honor. Así, al observar en otro coche que nos cruzó una pareja amartelada, me informó de que él no aceptaba que nadie se hiciese carantoñas en su vehículo. %Por qué?". "Porque si un compañero lo ve, me hace un gesto insultante, mostrándome los dedos así, en forma de cuernos". "¿Aunque no tenga usted nada que ver con la pareja?". "Aun así. Están en mi coche y me están ofendiendo". Al oírle recordé el Relato inmoral, de Fernández Flórez, y en el cochero que abronca a los que habían acercado su cara en el interior. "¡A mí no me pone nadie el gorro!", gritaba. Pensé entonces que el antecesor ideológico de aquel auriga podía haber sido un antepasado ' de este taxista libanés... Rígido para la moral propia (lo que es lícito) y para la ajena (lo que ya no lo es tanto).

En aquel tiempo, sin embargo, esta rigidez se limitaba al mundo familiar. Política y socialmente, el entendimiento entre las dos religiones dominantes era casi perfecto, funcionando con total respeto mutuo. Si el presidente de la República era cristiano, el jefe del Gobierno tenía que ser musulmán, y viceversa; y el sistema, ampliado a la costumbre diaria, funcionaba acepta do por todos. A pesar de su situación en el ojo del ciclón de una zona altamente conflictiva, Líbano era la paz en la guerra, la tranquilidad ante el nerviosismo, la tolerancia frente al fanatismo.

( ... ) Hasta que un día malhadado, la hospitalidad, que había sido siempre característica del país, se pasó. Los guerrilleros palestinos, expulsados de Jordania por un rey que les veía constituir una amenaza para su autoridad, fueron admitidos en Líbano y con ello el país se suicidó. Porque detrás de esos refugiados llegaron sus enemigos del Sur, los judíos, y para detener ese avance y protegerlos entraron los sirios por el Este. La guerra internacional encontró apoyos en los corpúsculos en que se dividió la población indígena, y aquella acomodaticia masa anterior se separó en grupos fanatizados. Cristianos lucharon contra musulmanes, pero también ambos lo hicieron entre sí hasta llegar a las peleas cainitas de los mismos palestinos... La situación se fue agravando entre la estupefacción de los residentes, que, al no poder creerlo, aguantaron durante años una situación de caos "que no podía durar, ¡aquello era Líbano!". Hasta que a los bombardeos siguieron los secuestros y los paseos, obligando a muchos a irse a Chipre, a Europa occidental e incluso a Estados Unidos.

Hoy, Líbano es una triste nación desgarrada, tanto por la metralla de fuera como la de dentro, tanto por la guerra fronteriza como por la civil. Ha habido en Beirut quienes han cambiado de domicilio seis veces en los últimos años, perseguidos a bombazos indiscriminados o por búsquedas demasiado precisas de grupos distintos en el ideal, pero iguales en el manejo del cetme o de la granada de mano. La situación, gravísima para el indígena, resulta francamente incómoda para`lel viajero en potencia, que empieza a prescindir en sus programas del rincón en que soñé. De la misma manera que la situación del sureste asiático ha tachado de los proyectos turísticos los templos de Camboya y Laos, el cáncer libanés impide acercarse a unos monumentos de la antigua Roma... que ya quisiera tener la Roma italiana. Me refiero a las ruinas de Baalbeck, ejemplo de lo que puede levantar un imperio oficialmente en decadencia y lejos de la metrópoli; unas columnas gigantescas traídas de Egipto y erigidas aquí, unas columnas cuyo grosor no se aprecia en su postura vertical -sequoias pétreas porque la altura les da ligereza engañosa-; sólo cuando se las ve derribadas -por el tiempo o la horda-, el viajero se queda fascinado ante sus cuatro y cinco metros de diámetro.

Cuando visité Líbano había que ir a buscar ruinas a varios kilómetros de la capital. Hoy no hay necesidad de salir de Beirut para verlas a vuestro alrededor. Y no son las asépticas de los tiempos viejos, donde sólo la imaginación novelesca puede evocar a los antiguos que allí vivieron. Hoy, esos residentes que permanecen en sus hogares-agujeros, a menudo sin agua ni luz durante la noche, salen al romper el día, pegados a los muros, en los intervalos de los estampidos y se mueven veloces como ratas para conseguir algo con qué saciar su hambre y su sed antes de que la noche les devuelva a su catacumba. En aquel Beirut del recuerdo, en el Beirut lujoso, era dificil escoger embarras de choix donde comer y donde beber. Hoy, lo dificil es simplemente lograrlo; donde sea.

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