Adiós al humor
Entretenidos en descifrar el significado de palabras tan exóticas y todavía indefinidas como democracia, derechos, socialismo, oposición y otros extranjerismos, la mayoría de los españoles no nos enteramos de que el Humorismo (con mayúscula, inmodestia aparte) también acabó sus días el 20 de noviembre famoso y descansa bajo losa en el gran Valle. Y con él, enterradas en la misma hoya, las flechas del carcaj de la ironía y la sátira, que eran cinco, al parecer.En esta enorme isla que los profesores de geografía se empecinan en considerar península, la necedad quiere independizarse, igual que lo hace continuamente la ignorancia, su compañera del alma, con esa facultad particular de los bajitos mentales para desdeñar todo cuanto no alcanzan sus cortas entendederas. Una cómoda y tontucia forma de defensa personal, que se convierte en peligrosa para los demás cuando los sandios ocupan puestos directivos o tienen acceso a los medios de comunicación y dictaminan públicamente con arreglo a su ramplonería de gustos y conocimientos. Y así, ciertos doctores causalis causa han declarado con toda solemnidad que las revistas de humor solamente prosperan en los regímenes dictatoriales. La especie se extiende, repetida una y otra vez, y amenaza con convertirse en dogma de fe, virtud terrenal que consiste en creer lo que no se ve ni se verá.
Sin embargo, hay muchas personas de mentalidad incrédula y tragaderas ásperas que se niegan a admitir tan rotundo y glorioso axioma, sin respetar la autoridad que se han concedido estos sumos pontífices del humor. Y quizá convenga refrescarles la memoria.
Según tan retrasada profecía, desde los idus de noviembre de 1975 en España no ha vuelto a publicarse ninguna revista de humor. Seguramente es muy cierto. No importa que la afirmación equivalga a reconocer que, desaparecido el origen de las bromas festivas y chanzas inocentes de antaño, pues ni poco más permitía el ejército de severos censores, de ministros picajosos, de portadores de palios y de señoras gordas (de ambos sexos) con sentido del humor inversamente proporcional a su báscula, se borró del mapa la socarrona sonrisa de la inteligencia.
Sin una publicación donde manifestarse, ¿qué quedó del humorismo al terminar aquella opresión, presentada hoy como bienhechora? Miremos alrededor. Apenas sobrevive algún pequeño brote bajo la apariencia de dibujos de Mingote, Dátile, Máximo, Mena, Mendi y otros ex colaboradores de unas revistas que no volverán. Aunque aparezcan diariamente en los principales periódicos es evidente que se trata de casos aislados, ofrecidos muy de tarde en tarde, residuos o añoranzas de los alegres tiempos pasados. Con firme convicción lo mantienen, si no los prohombres, los prohombrecitos de la jocosidad. Y su opinión es fundamental.
Obsérvese, como demostración de su certeza de criterio, que por mucho que se busque en las páginas no se encuentra ni un solo vestigio del dibujo sin palabras, esa difícil representación esquemática de una idea reflexiva, de la máxima categoría intelectual. Y al contrario, la pérdida del chiste mudo se ha compensado con el crecimiento del oral, compuesto de juegos de palabras y equívocos de tipo estudiantil o, en alarde de originalidad creativa, la versión no siempre actualizada de cuentos y chascarrillos del calendario Zaragozano, todavía vigente entre los profesionales de la risa. Es, como se sabe, el modo de transmitir la tradición humorística cuando la temperatura anticultural de las democracias sube a 451º Fahrenheit.
El humorismo escrito, género literario en la remota antigüedad, apenas lo practica algún espontáneo, intentando en ocasiones llevar la ironía, que antes no se podía utilizar, a cantar las excelencias de quien la persiguió. Lo que no deja de ser una curiosa paradoja.
Tienen, pues, toda la razón los que sostienen la consigna de "con Franco reíamos mejor". Tal vez por agradecimiento, tal vez porque su formación humanística no pasó de los libros autorizados o tal vez porque sin verticalismo, sin jerarquías, sin coartación del pensamiento, sin pertinaces sequías, sin tentetiesos, la gente no se divierte. Sin mordaza resulta que no hay mordacidad. La clarividencia de los entendidos, educados en la escuela de "el que manda, manda", es prodigiosa. De tal palio, tal astilla (*).
Por descontado que estos sabios, antes de lanzar su lema, han estudiado detenidamente el extraordinario desarrollo, durante los nunca olvidables cuarenta años, de los cuatro humores clásicos: sangre, bilis, flema y melancolía, los cuatro fluidos principales del cuerpo. Y con más dedicación el quinto, el humour español, la segregación constante de la tristeza o pesar de bien ajeno, que determina el temperamento físico del ciudadano medio y su preocupación por el vecino.
Les bastó repasar la interminable relación de revistas de alto nivel nacidas en el franquismo. Fueron: La Codorniz, que vivió 37 años, superando en tres al protector que mandó cerrarla en dos ocasiones; Don José, que duró tres aproximadamente; Hermano Lobo, dos nada más; El cocodrilo Leopoldo, Por favor y alguna otra que no pasó de la media docena de números. Tan enorme cantidad de publicaciones y especialmente la larga duración de todas ellas hacen in-
Pasa a la página 12
Adiós al humor
Viene de la página 11 cuestionable la doctrina del auge del humor en las dictaduras. O más concreta y fastidiosamente, el auge de La Codorniz en las dictaduras.
Otra prueba no menos concluyente. Echando un rápido vistazo a la humoroteca nacional se descubre que también en el siglo pasado y comienzos del XX las revistas satíricas y festivas proliferaron de tal manera que no hubo animal de la fauna ibérica sin convertirse en título: la abeja, el cangrejo, el grillo, el mochuelo, la tarántula, la golondrina, la mosca, el gallo, el lagarto, el león, la avispa, el escorpión, el mosquito, el caimán, etcétera. Algunas alcanzaron la gloria literaria, como El pobrecito hablador, de un tal Mariano José de Larra. Otras fueron dirigidas por amables periodistas: El moscardón, de Miguel Agustín Príncipe; El tío Camorra, de Martínez Villergas; La disciplina, de Ramos Carrión; El garbanzo, de Eusebio Blasco; Gracia y justicia, de Delgado Barreto; Gutiérrez, de K-Hito, o El chin-chón, con Mariano de Cavia de redactor. Con éstas, con Madrid cómico, Buen humor, La hoja de parra, Gedeón y con todas se cumplió la ineludible condición de publicarse en épocas de dictadura militar desde los tiempos de la junta de generales de las Cortes de Cádiz pasando por el general Fernando VII, la dictadura del general María Cristina, el general Espartero, el general Isabel II, el general Estanislao Figueras y otros, hasta la dictadura del general Manuel Azafia.
Y no solamente en nuestro país. Ahí están, como ejemplos de urgencia, la revista Punch, nacida durante la dictadura de Cromwell y continuada hoy por el régimen militar de Isabel de Inglaterra. O Le rire y Le canard enchâiné, que tanto brillaron en los tiempos despóticos de la IV y la V República militar francesa. O The New Yorker, la revista donde se dio a conocer Woody Allen, sometida al control militarista de Franklin D. Roosevelt y siguientes dictadores de Estados Unidos.
No hay refutación posible contra una verdad tan firme y tan completa. ¿A quién le apetece actualmente abandonar el televisor y ponerse a leer una revista que pudiera proporcionarle la satisfacción de la burla inteligente, la fantasía crítica, el cuento jocoserio, la alegoría satírica o la caricatura comprensiva? ¿Quién se atrevería a apoyar el lanzamiento de una publicación semejante, que no encontraría competidores en el mercado, que contaría con una juventud de mayor nivel cultural y más profundas inquietudes y que tampoco se enfrentaría a censuras oficiales, secuestros autoritarios, imposiciones gubernamentales y otros prudentes estímulos para la recreación humorística? Si acaso hubiese algún entusiasta, siga tranquilo en su manicomio, resignado a su suerte, buscando la manera de recibir revistas de Chile o esperando que alguien irrumpa pistola en mano en el Palacio de las Cortes y ordene un "¡sonríansen!" renovador. El noble Bruto ha dicho que las revistas de humor solamente prosperaban en tiempos del César. Y los Brutos son hombres honorables.
*Juego de palabras, realmente repugnante, pero índice de ingeniosidad y modernismo, demostrativo de que el humor intelectual se niega a desaparecer.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.