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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

España, en Europa

LA FIRMA del tratado de adhesión de España a la Comunidad Económica Europea (CEE) estará rodeada hoy de la solemnidad que merece ese paso irreversible para nuestra integración en la Europa de los doce. Aunque las negociaciones -inciertas, duras y prolongadas- hayan girado fundamentalmente en torno a las cuestiones económicas y laborales, nuestro ingreso en la CEE trasciende el ámbito de los beneficios materiales y se sitúa en la perspectiva de un proyecto histórico de gran alcance. Vivimos una época en que las dimensiones de los viejos Estados nacionales resultan ya estrechas e insuficientes para las tareas que el futuro reclama. Las contradicciones engendradas por la integración económica, el horizonte de las nuevas tecnologías y el desafío de Estados Unidos y Japón impulsan hacia una institucionalización supranacional capaz de adoptar decisiones en nombre de toda Europa.El acto que se celebrará esta noche en el salón de Columnas del palacio de Oriente, bajo la presidencia del rey Juan Carlos y con la asistencia de los presidentes de Gobierno o de los ministros de Asuntos Exteriores de los países miembros de la CEE, simbolizará la realización de un objetivo por el que han luchado las fuerzas democráticas de nuestros días pero que responde también a las viejas aspiraciones de nuestra tradición humanista e ilustrada.

La circunstancia de que las estructuras comunitarias diseñadas por el Tratado de Roma comenzaran a edificarse mientras España vivía bajo la dictadura franquista ha contribuido a que la idea europea se nos aparezca inextricablemente unida a los regímenes de democracia representativa y de libertades. Aunque el embellecimiento ideológico de la CEE -cimentada, sin embargo, sobre duras realidades económicas y enconadas pugnas de intereses- pudiera suscitar mañana la frustración de quienes alimenten hoy expectativas desmesuradas, continúa siendo cierto que el ingreso en Europa refuerza y consolida nuestro sistema constitucional. Y más allá de la coyuntura política, la vinculación de España -tras un larguísimo período de aislamiento- al proyecto europeo posee la significación histórica de permitirnos romper con el pesado lastre de nuestras tradiciones inciviles, parroquíales e intolerantes y de abrir nuevos horizontes culturales a las próximas generaciones.

Con independencia del relevante papel desempeñado por los Gobiemos centristas y por la totalidad de las fuerzas democráticas en el proceso de integración en la CEE, corresponderá a Felipe González -el primer socialista que ha llegado a la presidencia del Gobierno español en tiempos de paz- el honor y la satisfacción de rubricar, en nombre de España, el tratado de adhesión a las instituciones comunitarias, a cuyo nacimiento y desarrollo tan decisivamente ha contribuido, por lo demás, el socialismo democrático europeo. Parece obligado subrayar que el Gobierno González ha trabajado con eficacia en la persecución de ese objetivo. Tal vez los historiadores confirmen algún día la hipótesis de que la estrategia de ambigüedad calculada adoptada por Felipe González respecto a la OTAN (tan desconcertante para la opinión pública nacional y tan perjudicial para los propios socialistas) ha sido una baza importante -desdeñada por UCD- en las negociaciones con unos Gobiemos europeos poco favorables a la ampliación de las estructuras comunitarias, sometidas a una fuerte crisis interna durante los últimos años. Por lo demás, los socialistas no deben caer en la tentación de patrimonializar en exclusivo provecho partidista el ingreso de España en Europa.

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La firma del tratado de adhesión significa un reto de modernización para la sociedad española, varada durante demasiado tiempo al margen de la gran historia contemporánea. Porqué llega la hora de la verdad, el momento en que una economía acostumbrada a vegetar bajo la protección del Estado tendrá que aprender a competir libremente y en régimen de igualdad con el resto de Europa si pretende sobrevivir. España firma hoy 1.200 folios que recogen el conjunto de normas que regulan las condiciones de nuestro ingreso: el tratado de adhesión, los principios declaratorios que sancionan la pertenencia al Mercado Común y los 403 artículos que componen el acta de partes: el tratado relativo a la adhesión a la Comunidad Económica Europea y a la Comunidad Europea de la Energía Atómica y el acta relativa a las condiciones de adhesión y a las adaptaciones de los tratados. A estos bloques principales se añaden 36 anexos, 25 protocolos complementarios, los textos del tratado constitutivo de la CEE y el de la Comunidad Europea de la Energía Atómica, así como varias declaraciones comunes a España y Portugal y otras tantas declaraciones unilaterales de la Comunidad y de España y Portugal.

El ingreso efectivo no se producirá hasta el 1 de enero de 1986, y ello si los Parlamentos de los países comunitarios otorgan antes de esa fecha -como el Gobierno español supone- su ratificación al tratado. En el interregno de esos seis meses y medio, España y Portugal participarán en las instituciones comunitarias como miembros interinos de la Comunidad, con voz pero sin voto.

Las fuerzas políticas y sindicales coinciden en asegurar que la integración de España resultará a la larga beneficiosa para el desarrollo económico y social de nuestro país. Pero las opiniones discrepan a la hora de apreciar los efectos del período transitorio (siete años para la industria, y 10 para la agricultura), durante el cual los sectores productivos tendrán que realizar un esfuerzo decisivo para adaptarse a los estándares europeos. La reducción arancelaria, que alcanzará en enero de 1989 al 52,5% del total, representará una fuerte pérdida de competitividad relativa de nuestros productos ante los demás países europeos. La propia Comisión Europea evalúa estos efectos negativos en tres puntos del producto interior bruto. Aunque la Comunidad -librecambista en el ámbito industrial- sea fuertemente proteccionista en el terreno agrícola, nuestras producciones hortofrutícolas no se beneficiarán de esa política durante los primeros años de la adhesión, a consecuencia de los límites impuestos a nuestras exportaciones a Europa. Ésta es la razón de que haya empezado ya a apuntar se la posibilidad de renegociar algunos aspectos concretos del tratado, a fin de paliar parte de los efectos negativos que a corto plazo experimentará la economía española.

El Gobierno socialista insiste en que el esfuerzo de adecuación a los sistemas y modos productivos de la Europa desarrollada debe ser inmediato, que no hay que perder un solo día en el aprendizaje del oficio de competir. Los empresarios, por su parte, se lamentan de la insuficiente información disponible sobre la incidencia concreta de la adhesión, a la vez que piden ayudas inmediatas para los sectores amenazados por la invasión europea. En cualquier caso, la tarea de conquistar un lugar al sol en un mercado de 320 millones de consumidores, abierto a los productos de los 12 países comunitarios, exigirá de nuestras instituciones y de nuestros agentes económicos y sociales no sólo la renuncia a los hábitos, a las inercias y a las comodidades que el aislamiento fomentaba, sino también la adopción de estilos de trabajo más imaginativos, más audaces y más racionales. Asimismo, la adecuación de nuestra legislación al derecho comunitario producirá transformaciones cualitativas en las relaciones entre la Administración y los administrados y facilitará una reforma de los aparatos estatales en provecho de la eficacia y la modernización de nuestro polvoriento armatoste público. Pero tal vez el esfuerzo mayor que los próximos años reclamarán de los españoles sea el cambio de mentalidad cultural, de forma de vivir y de costumbres necesario para ingresar en la ciudadanía europea y a esa identidad supranacional que, aunque de manera lenta y con grandes dificultades, comienza a forjarse en vísperas del siglo XXI.

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