Primer centenario de una tarde cualquiera
Probablemente nunca se pueda saber si en Sils-Maria el día 6 de junio de 1885 hizo buen o mal tiempo, si bajó la niebla, como suele suceder con frecuencia, o si Federico Nietzsche tuvo que vencer la tentación de darse un paseo por sus parajes favoritos. Lo que sí sabemos es que ese día se encierra en su inhóspito cuarto alquilado y allí formula con magnífica brevedad el diagnóstico global de su tiempo. En tres hojas de un pequeño cuaderno queda de repente revelado el secreto oculto, el sentido de la vieja Europa, y se identifica también la que él pretende que es la piedra de toque -la Grundstein- de la modernidad. Si el hecho es importante por lo singular, más aún lo es porque en tan minúsculo espacio deja claro el modelo de lo que, con el tiempo, se llamará el intelectual deseante. Y conste que no se trata de un texto inalcanzable o misterioso; al contrario, figura como prólogo en Más allá del bien y del mal, y se encuentra traducido -mal, por supuesto- en ediciones de bolsillo.¿En qué consiste este primer esbozo del intelectual deseante? ¿Cómo caracterizar una empresa que quería ir más allá del bien y del mal para que otros pudiéramos quedamos más acá de ellos, que es precisamente donde hay que estar y donde habita el deseo? Nos habla de un arquero capaz de disparar libremente sus flechas, de elegir, no menos libremente, su blanco; intelectual que, a diferencia de los filósofos, torpes y machacones, es pensador rápido, oportuno y eficaz. Pero a este símil, que justo es reconocer ya lo había empleado Aristóteles, añade algo tremendamente suyo: el arquero no disparará por odio o por miedo, sino por amor, y las heridas que ocasione serán un homenaje a la víctima. Esto puede ilustrarse con el ataque nietzscheano al platonismo, ataque que es, a la vez, implacable y respetuoso. Y no hablemos del a taque a Wagner, furibundo y constante, pero acompañado de la confesión de un profundo respeto por una obra inigualable. Hasta su crítica al cristianismo -tan mal entendida- le lleva a una recuperación de Cristo; un Cristo afirmado en el seno de una negación: maniobra ambigua si las hay. El blanco contra el que dispara el arquero ha de merecer la pena, y las flechas de crueldad no han de desaprovecharse en disparos contra lo insignificante.
Se siente uno tentado de aproximar este tipo de intelectual al mito de Cupido, y es la herida de amor lo que le diferencia de los que se creen nietzscheanos por ser detractores sistemáticos, opositores metódicos, maniáticos de la denuncia y, en fin, mascarones que gritan un no estentóreo. ("Puede admitirse que los mascarones nietzscheanos, verbalmente sublevados contra todo lo que existe, contra todos los convencionalismos, etcétera, hayan terminado por quitar seriedad a ciertas actitudes, haciéndolas repugnantes; pero en nuestros juicios no debemos dejamos guiar por estos mascarones", Granisci.)
Si el arquero practica la herida erótica, también ha de tener otra cualidad no menos preciosa: la de mantenerse siempre despierto, como Zaratustra, espíritu vigilante y liberado de toda pesadilla obnubilante. Nietzsche nos lo ilustra empleando un término que a los oídos alemanes suena como un trueno mediterráneo: "Perspektivismus". Es una actitud muy propia del hombre que habita en la montaña y que sabe que el "valle no tiene forma", pues todo depende del lugar de la ladera que se utilice para mirar. Perspectivismo, por cierto, muy diferente del orteguiano más meseteño y desilusionado.
La imagen del arquero intelectual se completa con otro rasgo que falta en muchos pretendidos nietzscheanos de la actualidad. Lejos del desarraigo y de la ausencia de compromiso, supuesta gala de anarcoides, Nietzsche no renuncia al marco europeo y a la situación concreta en que está vitalmente inserto. Es más, piensa que el intelectual sólo puede obrar aprovechando la tensión -Spannung- creada por losconflictos y los errores heredados de la historia. Y parte también de una situación de necesidad -Noistand- de menesterosidad; lo que indica que el arquero está a la vuelta de la esquina de Marx y no tan lejos como quieren algunos. Y quede claro que el compromiso con la carencia no tiene nada que ver con los jerernías, los catastrofistas que hoy nos están machacando los oídos y la esperanza.
Cada sentencia, cada palabra (El crepúsculo de los ídolos) es una flecha o dardo. El paralelismo nos lleva a la cuestión difícil de la función de la palabra en el intelectual. Por una parte, Nietzsche rechaza a los silenciosos: "Detesto a los hombres que marchan sin ruido y no hacen sonar sus espuelas (Así hablaba Zaratustra). Pero este rechazo se matiza con una desconfianza respecto al bailede la palabra y por esto no
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resulta nietzscheano confundir a un intelectual con un hechicero o mago de la palabra -o, para ser más próximos, con un mago de columna en EL PAIS. No vamos a insistir más sobre el nexo que existe entre el modelo -arquero y el intelectual deseante, pero sería clarificador señalar algunas diferencias. Hoy nos gana el desencanto frente a la eficacia de las denuncias y de las desmitificaciones -muchas veces consideradas como arma obligada del intelectual- y se ha llegado a sospechar que se trata de un mecanismo de autoengaño, de fraude a la propia conciencia, pues, ejerciendo esas armas pretendidamente poderosas, todo lo más que se suele conseguir es desacreditar moralmente al denunciado, pero no privarle de sus medios. Desacreditar es una cosa; eliminar, otra. Desde 1848 hasta hoy, no hay día que no se compruebe la inanidad de las denuncias hechas por los intelectuales... a no ser que vayan acompañadas de otra cosa.
También se ha llegado a la conclusión de que poco se gana desacreditando a los culpables. Nietzsche pudo hacerlo con Sócrates, Eurípides y Platón, porque se sentía heredero de ellos. Pero cuando nos sentimos, en vez de herederos, supervivientes, magra necesidad tenemos de atacar a quien hundió barcos que ya nunca volverán a flotar.
Estos dos rasgos diferenciales se completan con otro mucho menos cinegético. Ya no disparamos flechas, ni siquiera ideas, como Ortega ("Qué deleite dejar pasar delante de todos: al guerrero, al, sacerdote, al capitán de industria, al futbolista... Y de tiempo en tiempo, disparar sobre ellos una idea magnífica, exacta..."). Lo que se intenta es interrogar o, más precisamente, contrainterrogar a la Esfinge -límite misterioso del hombre- devolviendo la pregunta por la existencia, y hacerlo practicando la contrapregunta continua. En esa actitud inquisitiva -en ese no saber lo que se busca- se encuentra la verdadera esencia del intelectual.
En rigor, el intelectual es el que intenta hablar de lo que no sabe y de lo que quizá nada pueda saberse. Es el trujumán del misterio.
Disparar ya no es, pues, lo importante. Incluso se puede afirmar que si en las ilustres páginas que comentamos se hace un diagnóstico no es para alcanzar mejor la diana, sino para inventarla.
Todo superviviente sabe que el blanco es una proyección del deseo de alguien; como el dogmatismo, la voz del poder y la moral, la voz del miedo, frente al deseo, la voz de lo irrepetible, voz a investigar por el intelectual del deseo.
Un siglo después, estas y otras matizaciones se imponen, pero seguimos teniendo que aprender de lo que pasó entre aquellas cuatro paredes de un cuarto destartalado un día de 1885, en que un intelectual -Cupido trágico- se preguntó por el destino del hombre. El sol de Sils-Maria sigue brillando. El sol o la niebla, no se sabe.
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