La reconcilación de la Iglesia italiana
Del importante discurso del Papa en Loreto, dirigido a más de 2.000 delegados de todas las diócesis italianas, sólo ha quedado flotando en el aire el párrafo siguiente: "En el campo propiamente político, bajo la directa responsabilidad de los laicos como ciudadanos, bien distinta por cierto del compromiso apostólico de las organizaciones católicas, no han faltado tensiones y divisiones. Pero ha prevalecido siempre la tendencia de una voluntad que, dentro de la libre maduración de la conciencia cristiana, no podía menos de manifestarse como unitaria, sobre todo en los momentos en que estaba en juego el bien supremo de la nación".Los 18 folios del texto pontificio están dedicados íntegramente al tema de la reconciliación. Las discrepancias dentro de la comunidad católica italiana no se limitan a la consabida contestación de los años sesenta contra la jerarquía. Cala en niveles teológicos y pastorales y se manifiesta, tanto entre los movimientos y organizaciones católicas, como entre los eclesiásticos y entre los mismos cardenales. Son diferentes y aun opuestas las maneras de concebir la presencia de los católicos en la sociedad contemporánea como consecuencia de una lectura distinta de los textos conciliares. Una Iglesia que esencialmente tiene que ser reconciliante debe comenzar lógicamente por reconciliarse en su propio seno.
La Iglesia italiana, como la española, necesita reconciliarse con la sociedad. Lo ha dicho el Papa multitud de veces y lo ha subrayado en Loreto: "La fractura entre el evangelio y la cultura es, también en Italia, el drama de nuestra época". El escándalo mayor no se produce porque disminuya el número de creyentes, sino porque una gran mayoría de esos creyentes vive de hecho como si no creyera.
La famosa cuestión romana desembocó en los pactos lateranenses de 1929, que ahora han sido revisados y firmados el pasado 18 de febrero de 1984. La novedad de estos últimos consiste en haber pasado de un armisticio de dos Estados beligerantes a un pacto de reconocimiento de la propia independencia y soberanía, según el cual los firmantes se comprometen a establecer relaciones "de colaboración recíproca para la promoción del hombre y el bien del país" (artículo 1). El Estado y la Iglesia reconocen que pueden trabajar juntos, cada uno según su propia misión, para elevar el nivel de la convivencia democrática.
Los concordatos no son suficientes. Apuntalan el edificio vetusto en situaciones de discordia y definen los espacios de la libertad religiosa institucional. Pero la reconciliación espiritual y moral tiene que lograrse dentro del proceso mismo de la sociedad. Desde el poder y en el ordenamiento jurídico pueden exigirse unos mínimos morales, unas reglas de convivencia, pero todo esto iría degradándose si la permanente creatividad cultural de convicciones, actitudes y pautas de conducta no tuviera a la vista los valores, ideales y aspiraciones que desde la misma espontaneidad social deben ser presentados como máximos morales en las nuevas síntesis con las culturas emergentes.
Las discrepancias dentro de la Iglesia italiana surgen como consecuencia de entender de manera diversa la relación entre la fe y la cultura. Se habla con cierta simplificación de los cristianos de la mediación y de los cristianos de la presencia. Los primeros abandonan la vieja idea de la cristiandad aun en su versión mariteniana. Ven lo cristiano como sal o fermento que penetra la masa social. Luchan contra la clausucultural que ha impedido la plena reconciliación espiritual y ha ahondado el abismo entre el anticlericalismo y el neointegralismo. El referéndum sobre el divorcio de 1974 fue para estos cristianos la demostración de la fragmentación del mundo católico, mientras que para los defensores del catolicismo social, como el ideólogo de Comunión y Liberación, Rocco Buttiglione, evidenció más bien el fracaso del relativismo ético en el que habían caído los dirigentes de la Acción Católica y los universitarios de la FUCI. Estos cristianos de la presencia, a quienes apoya públicamente el cardenal Biffi, arzobispo de Bolonia, prefieren utilizar la otra imagen evangélica de la ciudad edificada sobre el monte, modelo y ejemplo único de la cultura cristiana. No existe para ellos otro camino de reconciliación que el del reconocimiento de la verdad cristiana. Entre ésta y la cultura no hay otra mediación posible que la del reconocimiento de la iluminación hegemónica del evangelio y el magisterio de la Iglesia. El mismo cardenal de Bolonia, que defiende esta forma de presencia en el opúculo que acaba de publicar: Per una cultura cristiana, se atreve a advertir en nota a pie de página lo siguiente: "El cardenal Martini (arzobispo de Milán) se
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aparta de esta línea cuando describe la relación fe-cultura como algo no orgánico y por tanto variable según las circunstancias". El dissenso o la discrepancia alcanza también a los cardenales italianos.
A Loreto se fue a reconciliar a la comunidad católica para que ella pudiera ser a su vez reconciliante y reconciliarse con la sociedad. Pero no quedó claro si habría que recorrer el camino en sentido contrario: reconciliarse con la sociedad para poder reconciliarse los cristianos. Es decir, relativizar las ideologías políticas para coincidir en lo fundamental de lo cristiano. De hecho, valores como el de la tolerancia y el de la coherencia del comportamiento, aun en el caso de la conciencia errónea, pertenecen también al orden objetivo de valores evangélicos. El diálogo sobre el hombre, central en la reconciliación con las culturas contemporáneas, no es posible, según Monticone, presidente de la AC, si la Iglesia en Loreto no reconocía la eticidad de la coherencia prescindiendo de los contenidos erróneos. Para avanzar en la convivencia democrática había que trascender las ideologías y las culturas, renunciando al protagonismo político y cultural de la Iglesia. Pero para los cellini, como el argot periodístico designa a los de Comunión y Liberación, la ética es una cuestión de contenidos y no de meras actitudes o coherencias.
En el cabo de las tormentas que es la política o lucha por el poder, mucho más en el clima preeleetoral que vive Italia, temas como el divorcio, el aborto, la escuela, la limitación de la natalidad y la misma irrelevancia de la Iglesia pasan a primer plano. La opción religiosa de la AC, que intenta desterrar de una vez el apoyo colateral a un partido para insertarse más profundamente en el hombre y en la sociedad, es mirada como traición o al menos dejación de la verdad cristiana. A unos y a otros el Papa les vino a decir que ni la sal puede perder su sabor ni la ciudad elevada sobre el monte puede amurallarse y desentenderse de toda la realidad social, cultural y política. El valor universal de lo cristiano está sometido a prueba y la tolerancia no es concesión a la moral sociológica, sino el ejercicio evangélico de la caridad política como ya dijeron Pío XI y Pablo VI. El futuro misionero y reconciliador de la Iglesia se va a dirimir mucho más en el seno de la sociedad que con el triunfo de un determinado partido político.
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