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El nombre

No existe un fulano de tal. Todos los norteamericanos tienen nombre, pero, sobre todo, cada norteamericano posee un nombre. Los empleados de hoteles y cafeterías, los de la banca o los conductores de autobús, los vendedores de helados y las señoras de la limpieza llevan una carta de identidad en la solapa. El avión va a despegar y se informa del nombre del comandante, pero también del resto de la tripulación y las azafatas, que saludan su mención con un gesto de vocalistas. En los laboratorios de idiomas, las voces grabadas no son meros instrumentos sonoros. Antes de que comience la lección se escucha una música y, a continuación, los nombres de aquellas personas que hablan y del tipo que compuso la música. Muchos museos ofrecen al público el servicio de una casete que, sintonizada en el punto de recepción, da explicaciones a lo largo del recorrido. La voz de la casete, antes de perorar, saluda y da su nombre. Si en una presentación social un norteamericano no ha entendido bien el apellido del presentado, se afanará en hacérselo repetir y es seguro que lo retenga asiduamente. Dan su nombre y reclaman el nombre Con tal acuciamiento que hace pensar en el alto valor de una contraseña.Ningún norteamericano firma mediante un garabato ininteligible, sino con todas sus letras. El nombre es aquí algo más que un signo con el que se despacha a un ser social. El nombre es la designación de un recinto individual fijo y entero, vivo o muerto. En el cementerio de Arlington, las incontables losas funerarias que cubren el campo señalan, en lo que fue posible, a cada uno de los caídos en las guerras de esta nación. Las guerras las ganaron o las perdieron juntos, pero claramente se marca que las sufrieron uno a uno. De nuevo en el monumento a los caídos en Vietnam se repite el mismo culto. Sólo hay un lema, que 10 años después hace clamar a ese granito negro: el estremecimiento de 58.022 identidades grabadas, una a una, en la piedra. A los familiares que se acercan hasta allí no les basta con ofrecer una flor o una bandera. Apoyan un papel sobre la inscripción y, rayando encima con un lápiz, se llevan, como una reliquia, el nombre.

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