¿Salvación o salud?
El problema social constitutivo, origen de todos los restantes, es la incapacidad humana de librarse de una servidumbre sin sustituirla por otra del mismo género y superior intensidad. De tal modo es evidente, que la sujeción no disminuye, aunque en casos afortunados -y ya podemos estar contentos de ello- se aminora la crueldad estéril de la coacción y se toleran unos rituales -casi siempre simbólicos, festivos- de sumisa insumisión. En todas las épocas de que se guarda memoria el Estado ha buscado la unanimidad de comportamientos y valores con la que se identifica, persiguiendo de forma feroz o discreta las exteriorizaciones discrepantes de ser, obrar y mataforizar el querer. Cuando se habla del Estado, por favor, no miren hacia arriba: se trata de ustedes y de mí, además del Gobierno. Si los comportamientos perseguidos eran grupales y formaban secta, se apelaba contra ellos a la seguridad del Estado; si se ejercían en el ámbito de la intimidad, se recurría a la sanción teológica. Lo anormal ha sido, durante siglos, o traición o blasfemia. En nombre de dogmas religiosos, sabiamente administrados por impúdicos gestores colegiados en diversas iglesias, los poderes establecidos han intervenido contra las desviaciones científicas, sexuales, artísticas, místicas, etcétera. La normalidad, la decencia, todo aquello que debe ser impuesto "por el bien de todos y de cada uno", se apoyó durante un larguísimo período en disquisiciones teológicas. Cuando, a partir del siglo XVIII, el declive de la dictadura teológica se fue considerando irreversible, hubo optimistas que lanzaron -¡ay!- las campanas al vuelo. Pero no había tanto motivo de júbilo, pues de inmediato la legitimación religiosa de la represión fue sustituida por la legitimación médica.La intervención estatal contra lo anómalo o lo perturbador se justificaba antes con esta jaculatoria: "¡En nombre de la eterna salvación de tu alma!"; y hoy, con esta receta: "¡Por la salud de tu cuerpo y tu mente!". El registro de comportamientos perseguidos no ha cambiado en el fondo tanto como pudiera creerse. Ahora resulta que los requisitos higiénicos para conservar en buen funcionamiento nuestra totalidad psicosomática son prácticamente idénticos a los que antaño garantizaban nuestro rescate del acoso demoniaco. El paso de la salvación a la salud (a menudo apellidada guillotinescamente pública) no viene a ser sino vibrar en otro tono la misma cuerda: todo lo que se nos hace es por nuestro bien; también, desde luego, por el bien común, pero como ambos se da por hecho que coinciden, esta ampliación de miras no debe servimos de ultraje. De lo que nos ha aligerado bastante el nuevo régimen -y tal es la más notable modificación del panorama- es del peso de la libertad personal y de la responsabilidad que lleva aneja. El antiguo Espíritu Santo soplaba graciosamente donde le apetecía; la actual Némesis médica se ejerce en lo irremediable y ningún querer individual puede prevalecer contra ella.. El cambio es vivido con notable alivio por sus pacientes: ya nadie comparte el dictamen de Epicuro, que advertía en la necesidad de los fisicos algo más inexorablemente mutilador que el capricho de los dioses. Hoy se prefiere ser cleptómano a ser ladrón, porque lo primero es una fatalidad desculpabilizadora y lo segundo el mote infamante de la libertad mal empleada. Del mismo modo, se considera un gran progreso de la tolerancia afirmar: "Después de todo, los drogadictos no son más que enfermos", pues ya sabemos que nadie está enfermo por su gusto; la contrapartida -aceptada sin reservas, por lo visto- es que a un enfermo se le puede hacer lo que sea, aun contra su voluntad, puesto que por definición el enfermo tiene que querer curarse... incluso aunque no sepa que lo quiere. Además, si el enfermo se resiste a ser curado, ¿qué mejor prueba cabe de su enfermedad? ¿Y qué otra señal de curación cierta habremos de buscar sino su final agradecimiento -o rendición- al tratamiento que se le ha infligido?
Las precedentes consideraciones pretenden enmarcar de modo sumamente genérico mi punto de vista sobre el Estado terapéutico tal como lo expuse hace poco en estas mismas páginas, en una fingida entrevista con el psicoanalista y psiquiatra Thomas Sazsz (fingida en cuanto entrevista solamente, ya que todas las respuestas de Szasz habían sido tomadas de las obras de éste). El doctor Vallejo Ruiloba, presidente de la Sociedad Catalana de Psiquiatría, ha tenido la amabilidad de hacerme una serie de puntualizaciones en un artículo sobre la psiquiatría y los enfermos mentales, que le agradezco, pues me permite continuar con un tema necesitado de un debate en un lenguaje que esquive el terrorismo de la jerga especializada. Tres aspectos importantes subraya Vallejo Ruiloba en su intervención, si no le interpreto mal: primero, realidad de la enfermedad mental (psicosis), cuyas primeras descripciones remonta hasta Hipócrates (año 400 antes de Cristo); segundo, licitud y hasta necesidad de una intervención terapéutica en caso de psicosis, aun sin requerir consentimiento del paciente o contra la explícita -pero enferma- voluntad de éste, con especial atención al caso de los potenciales suicidas; tercero, constatación de que la enfermedad mental no es un estado creativo, sino sumamente doloroso, cuyo alivio es agradecido por el paciente una vez tratado con éxito. Voy a intentar prolongar el comentario sobre cada uno de estos aspectos no por simple afán polémico, sino recordando que, si bien ciertamente hay tópicos simplistas en contra del Estado manipulador y alienante de sus súbditos, no menos existen -y más vigorosamente implantados- a fa- Pasa a la página 12 Viene de la página 11 vor de la competencia terapéutica de las instituciones oficiales; y también que este "estado de opinión más generalizado de lo que sería deseable" respecto a la psiquiatría y los enfermos mentales no es sólo invención de algunos profanos ignorantes o esnobs, sino de bastantes psiquiatras y psicoanalistas -quizá no de los peores-, entre los que desde luego se cuenta el mencionado Thomas Szasz.
1. Realidad de la enfermedad mental. Szasz señala que hay una diferencia importante entre la enfermedad mental y cualquier otra: mientras que las enfermedades ordinarias pueden señalarse también en un cadáver, de tal modo que podemos decir que uno de éstos tiene un cáncer, una neumonía o un infarto de miocardio, la única enfermedad que el cadáver no puede tener es una enfermedad mental. ¿Aun así debemos seguir hablando de enfermedad en el mismo sentido en ambos casos? El argumento de que ya en Hipócrates se describen estados semejantes a los actuales cuadros maniacos no parece demasiado convincente: las posesiones demoniacas están no menos largamente documentadas y siguen sin resultar del todo creíbles. Tras haber leído, por ejemplo, la Historia de la locura en la edad clásica, de Michel Foucault, ¿puede afirmarse s in disputa que las psicosis son algo tan universal e intemporal como los eclipses o la fotosíntesis de las plantas?
2. Necesidad y licitud de la intervención psiquiátrica. Convengamos, porque es evidente, en que las personas tenemos, en uno u otro grado, problemas con nuestra adaptación a las exigencias del medio dentro del que nos movemos y con la instituición pública monoplaza que cada uno de nosotros encarna. Convengarnos en que muchos -como cualquiera de nosotros en un momento dado- sienten tan gravemente este desa uste que necesitan, solicitan y agradecen cualquier ayuda sincera, especializada o no, que se les pueda prestar. Hasta aquí, nada que objetar: bienvenida sea la psicoterapia voluntaria o el "pecho fraterno para morir abrazao" que demandaba el tango. El problema empieza con la intervención terapéutica no requerida, impuesta. En este punto, más vale no ampararse en la hipocresía de la pérdida de albedrío del paciente por trastornos morbosos que le impiden darse cuenta de la realidad Porque la realidad -y bien evidente- es que los demás protestan por el comportamiento anómalo. Cuando a alguien se le hospitaliza contra su voluntad es porque otros no pueden aguantarle ni están dispuestos a satisfacer las demandas autoarirmativas que les plantea. Nada hay de reprochable en ello: si cualquier ciudadano siente sus derechos lesionados por otro -sea un navajero o un psicótico-, es lícito que recurra a la protección de las instituciones públicas. Pero es un poco repugnante que esgrima para ello el bien del agresor o le niegue por compasión su carácter humano, es decir, su libertad. El caso del candidato a suicida no es diferente: aceptado el derecho de cada cual a darse libremente la muerte cuando le apetezca -derecho tanto más inalienable cuanto que no hay forma segura de impedir su ejercicio-, es evidente que muchas personas que intentan suicidarse no desean realmente morir, sino que sólo quisieran morir un poquito, lo justo para recabar ayuda o expresar una protesta. Es muy de desear que entonces encuentren humana complicidad no en el suicidio que esbozan, sino en la íntima demanda que por tal medio formulan. Que la encuentren de veras, eso ya no es tan fácil. Una anciana -"en un ataque de locura", nos dirán, por decir algo- intenta arrojarse desde un sexto piso porque se encuentra sola y sin fuerzas; vacila en el alero, mientras debajo se arremolinan los curiosos y cumplen su labor informativa los reporteros gráficos. Un abnegado bombero, con riesgo de su vida, logra rescatarla y la deposita sana y salva en su casa. Fotografías, parabienes, noticia en telediario. ¿Y después? ¿Se quedará el bombero a vivir con ella para hacerla compañía? No es ésa su obligación, se nos dirá. Con razón. Y la obligación de la anciana es morir de otra forma: sin escándalo. Por otra parte, elogia el doctor Vallejo Ruiloba los psicofármacos, y me alegra oírle, porque después de eso ya no sé con qué derecho podría negar la licitud de las restantes drogas. ¡Qué inmunda doblez la de quienes exigen anestesia para una simple operación de apendicitis y niegan consuelo químico -las plantas solanáceas reciben su nombre de solamen, que quiere decir consuelo- a otros, sabiendo que hay tardes de domingo más dolorosas que una autopsia!
3. La enfermedad mental no es un estado creativo, sino doliente. Y por tanto, se colige, toda intervención oficial para curarla es por el bien del paciente, lo sepa él o no. A este respecto, la postura del doctor Vallejo Ruiloba me parece tan infundadamente extrema como la de quienes ven en cualquier conflicto psíquico un síntoma inequívoco de genialidad inconformista. Que en ciertos casos la psicosis funciona creativamente es algo tan difícilmente discutible como que en muclios otros no sucede así. El psicoanalista E. Jacobson ha acuñado una denominación paradójica -"psicáticos sanos"para calificar a personajes como August Strindberg, Vincent van Gogli, Eduard Munch, Kierkegaard, Nietzsche, etcétera, que convirtieron sus indudables síntomas maniacos en memorables logros creadores. Nadie puede dudar que su enfermedad les dolía y hacía que el trato con ellos fuera todo menos fácil, pero también es evidente que sin ella -¿curados?- no hubieran triunfado ni en un concurso de idoneidad (véase Jacobson, Psychotic conflict and reality). Lo cierto en estos y en tantos otros casos sigue siendo aquello dicho hace bastante por un gran médico poeta, Gonfried Benn: "Drogas, embriaguez, éxtasis, exhibicionismo intelectual... La buena gente tiene todo esto por prácticas infernales. El argumento del mal que uno se hace a sí mismo está desplazado de la boca del Estado, en tanto éste consienta en provocar guerras en las que tres millones de personas mueran en tres años". Nada ha envejecido de este planteamiento, salvo el número de personas que el Estado puede ya, no en tres años sino en tres minutos, enviar a la muerte.
Concluyo. El doctor Vallejo Ruiloba me advierte discretamente al final de su artículo contra esa degeneración del intelectual de izquierdas europeo al que Régis Debray -que sin duda sabe lo que dice- describe como alguien que habla por los otros irresponsablemente, con palabras a menudo mortales y quizá sin conocer el tema del que predica. Este retrato es a menudo demasiado cierto, y debemos recibirlo con el estremecimiento autocrítico que corresponda. Por su parte, el terapeuta psíquico Thomas Szasz define así lo que él llama terapeutismo: "Ha sucedido al patriotismo en ser el último refugio -o el primero, según los casos- de los canallas. Es el credo del terapeuta, en el cual afirma enfáticamente su ardiente amor por aquellos a quienes detesta y en nombre del cual les inflige crueles castigos so pretexto de curar enfermedades cuyo principal síntoma es el rechazo a someterse a su voluntad". ¿Resultará también ominosamente cierto este retrato, doctor?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.