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Las puertas del Sol

Este enclave urbano, de sobra conocido por todo el país, tiene, tal y como lo conocemos ahora, una historia breve. Cuando a mitad del siglo pasado, en el período isabelino, Madrid comienza sus transformaciones para convertirse en la metrópoli cosmopolita que terminará siendo, prestará especial atención a dos temas claves: las nuevas infraestructuras (agua corriente, gas, transportes ... ) y el ensanche de su casco urbano, que acometería con el Plan Castro. Estas intervenciones fueron acompañadas de algunas reformas (seguramente no todas las necesarias) en el interior de su viejo casco.La Puerta del Sol, estrecha y destartalada pero ya considerada, sin embargo, el centro y mentidero de la villa, fue objeto de muy diversos estudios con el fin de resolver los graves problemas de tráfico que ya presentaba y de conseguir para lugar tan principal, históricamente hablando, un mejor ornato. En el tiempo que va desde 1852 a 1862 son presentados y discutidos distintos proyectos, hasta que finalmente se ejecuta el del arquitecto e ingeniero Lucio del Valle.

La discusión que en aquel momento se produjo sobre la forma y tamaño de la plaza se resolvió a favor de una propuesta que desechaba una plaza rectangular, excesivamente desproporcionada, por una mixtilínea donde al frente plano de la alineación de la Casa de Correos se contestaba con un arco tendido compuesto de fachadas regulares e iguales, dejando el vacío así constituido dividido en unas anchas aceras y tinas calzadas para vehículos... y para lo que fuere menester.

Sin duda esa traza respondía a gustos estilísticos de su época y atutor que poco nos interesan ahora. Creo más importante observar que el acierto mayor de la misma está en cómo resuelve el acuerdo de las calles con la plaza, en cómo éstas entran en ella de una forma jerarquizada y ordenada, valorando la mayor importancia del eje Mayor-Alcalá y dejando en un segundo plano las calles de la Montera, del Carmen y Preciados, que, subordinadas a la composición general, adaptaban sus anchos para entrar en la plaza a una misma medida.

Terminadas las obras en 1862, la plaza, doblada en superficie y que estrena fuente con un chorro de 30 metros de alto (expresión directa de que Madrid ya tiene agua corriente), no varía en mucho el uso que antes tenía. Esta Puerta del Sol, al igual que todas las otras puertas del Sol que se van a suceder, estará dominadas por el carácter propio que Madrid le había conferido. Su condición antigua de reunión de caminos, unida a su potente centralidad, le impiden, por su propio ajetreo, convertirse en un lugar de estancia pausada, como podemos verificar en cualquier foto de época, donde el ajetreo se hace más que visible. A la Puerta del Sol se va no a estar, sino a ver, a ser visto. Si se me permite un símil teatral, se trata de un escenario donde se representa constantemente la escena urbana. De las calles-bambalinas que afluyen a él salen sus actores y figurantes, que -vemos momentos después- harán mutis por otra de sus calles. Y también, como en el teatro, la puesta en escena tiene que irse modificando para representar una y mil veces la vieja comedia. La Puerta del Sol en este siglo largo verá llegar los tranvías, a los que dará cabida grabando sobre el suelo sus flujos; verá llegar la electricidad y sin remilgos dispondrá, rondando ya el siglo XX, los báculos de 10, 15 y 20 metros de alto que soportarán el arco voltaico, que alargará infinitamente sus días; aceptará en los años veinte la presencia subterránea del metro y el templete superior, que hacen de Sol, y ya no metafóricamente, las puertas del Sol; vendrán los autobuses, los trolebuses, la publicidad luminosa (¿recuerdan el marcador frente a Gobernación los domingos al atardecer entre los gritos de los vendedores de Goleada?).

El viejo escenario admite, mal que bien, todos estos cambios. Un nuevo deslinde entre vehículos y peatones, un movimiento de las bambalinas y esta habitación vacía -nunca tuvo árboles, sino toldos, nunca fue muy amable, nunca fue provinciana- acomoda el nuevo servicio metropolitano. El último ejemplo de lo que aquí comentamos es la plaza tal y como hoy la vemos, diseñada por Herrero Palacios en los años cincuenta, ajustada al problema fundamental de aquel momento: la preparación del centro de la ciudad para acoger una política de transporte privado generalizado. La propuesta ha demostrado su eficacia y buena resolución circulatoria al haber permanecido en servicio más de 30 años.

¿Para qué cambiarla entonces? La respuesta es inmediata si observamos o recordamos cómo era este lugar en los años cincuenta. Aunque las aceras y calzadas no han cambiado (algún paso de peatones sí), la velocidad y cantidad de los coches permitía sin graves peligros un uso más compartido de ambas por parte del peatón, lo que hoy sería poco menos que suicida. La propuesta municipal de los arquitectos Riviére y Ortega viene a restaurar, o al menos a intentar, ese viejo equilibrio entre personas y carruajes, el nuevo reparto de la escena. Aceptando que cada proyecto que sobre la plaza se hace establece un nuevo arbitraje entre las cantidades que se han de repartir vehículos y viandantes, será la traza (el deslinde entre calzada y aceras) el tema fundamental que resolver.

Es en este punto donde encontramos algunos de los aciertos más señalados de la propuesta. Por un lado, acierta en la cantidad del tráfico rodado al quitar un solo carril en cada dirección -de los cinco existentes-, evitando la tentación de peatonalizar la zona, que no hubiera sido sino una gran traición a la propia historia del lugar, tan vinculada al tráfago citadino, a la vez que un grave conflicto para el sistema circulatorio de todo el centro de la ciudad. Pero no es menor el acierto al definir la localización de aceras y calzadas. La ubicación de los cauces circulatorios paralelos y próximos a Gobernación enfatiza la elongación del eje Alcalá-San Jerónimo / Arenal-Mayor; asimismo, la acumulación en la gran lonja configurada al norte de la plaza (mirando a la bola del reloj) de la superficie ganada a los vehículos y a los inaccesibles parterres consigue conciliar -y rememorar- el punto de partida de la plaza. Efectivamente, sin que sepa en este momento si esta reflexión estuvo en la mente de los arqultectos, es sorprendente el parecido de la traza ahora presentada con el plano original de la Puerta de 1852. Sólo habría que añadir para explicar mejor la semejanza, que el ensanche se concede ahora a los peatones, y a los vehículos la vieja plaza.

Pero no todo, con ser mucho, se resuelve con una buena traza. Madrid, desde sus primeras ordenanzas municipales elaboradas a mediados del siglo XVII por Juan de Torija, también ha estado preocupada por el ornato de su ciudad. El anteproyecto también atiende a estos aspectos. Destacan, sin duda, sobre todos los demás elementos de mobiliario urbano las cuatro grandes farolas de 16 metros de alto, que, a modo de columnas, enmarcan la puerta de la Casa de Correos y la calle de Carretas. Son éstos unos elementos que confían toda su prestancia a la buena resolución del detalle constructivo tanto en cuanto a materiales -piedra, fundición- como a la reunión y ensamblaje de los mismos, planteamiento que tan buenos resultados ha dado en un próximo pasado. (¿Recuerdan el templete de la Red de San Luis de Antonio Palacios?) Sin embargo, creo que su tamaño, quizá excesivo para la escala de la Casa de Correos, pueda encontrar una mejor resolución en el desarrollo del proyecto y las obras. El resto de los elementos, ya tratados en un tono menor, aunque no por ello descuidado, está al servicio de esa idea de plaza-lonja, versátil para adaptarse a las variaciones del uso cotidiano y fiel al carácter de centro dinámico que siempre tuvo. Desde esta óptica entendemos el sutil despiece del pavimento que dibuja la radiación de la plaza y las huellas de sus boca-calles, el adoquinado de sus calzadas o la posición de las fuentes. Menos convincente resulta la localización de los quioscos, que parecen romper la potencia de la lonja al crear un remedo de calle perimetral. O la altura y carácter de las fuentes, excesivamente enfáticas, seguramente forzadas por su condición de lucernario de la otra puerta del Sol.

A pesar de estas críticas al detalle, a pesar de que si algo se le puede achacar al proyecto es el respeto, a lo mejor excesivo, a la historia del lugar -¿no será ésta también su mejor garantía de acierto?-, creo que esta última de las puertas del Sol conseguirá que nuevamente la frase del arquitecto municipal Fernández Quintanilla en 1929 vuelva a ser realidad: "Existe en esta plaza la costumbre establecida por los peatones de hacer en ella punto de parada". Me alegraría.

Javier Frechilla es arquitecto y director de la revista Arquitectura.

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