La politización como reproche
Entre los protagonistas de nuestra vida política -se encuentren en el Gobierno o en la oposición- suena a menudo la acusación recíproca de politización. El Gobierno se duele de la politización de la inseguridad ciudadana o de la resistencia que la escuela subvencionada opone a ciertos controles públicos. Por su parte, la oposición denuncia los proyectos politizadores del Gobierno sobre cajas de ahorros o sobre reforma de la Magistratura.Ante reproches de este carácter, los interpelados suelen replicar negando tal afán politizador y se esfuerzan por trasladar el debate a un pretendido plano no contaminado por la política, sea éste el del interés general, la protección de las libertades o la tranquilidad pública.
No deja de ser sorprendente esta incomodidad de los propios políticos ante la mutua imputación de politizar determinadas cuestiones, como si desarrollaran su tarea hipotecados por un cierto complejo de actividad vergonzosa, que, por ser tal, debería limitarse al máximo y, de no ser posible tal limitación, debería enmascararse bajo ropajes no políticos.
No creo que compartan la descarnada opinión de aquel que veía en la política norteamericana de principios de siglo "un ejército, a sport, parecido al de los salteadores de caminos". Entiendo, en cambio, que sobre tal posición planea una concepción ingenuamente voluntarista de la acción política: sería político aquello que los políticos -o algunos políticos- quieren que lo sea, decidiendo a su arbitrio y conveniencia cuándo algo debe o no entrar en el círculo de lo político. Probablemente hay quien sustente por razones diferentes tal idea de la política. Pero cabe también aproximarse a la politización como algo menos sujeto a la voluntad de sus profesionales y más dependiente de condiciones difícilmente controlables por los mismos.
La política puede ser entendida, por ejemplo, como la acción reguladora de determinados conflictos sociales o como el manejo o gestión de discrepancias colectivas, sometiéndolas imperativamente a soluciones que hagan posible la supervivencia de la colectividad.
Concebir la política como la gestión o el control de los conflictos colectivos explicaría que el ámbito de lo político varíe históricamente, según sean los antagonistas que reclaman esa regulación imperativa a lo largo de los tiempos y de las diversas situaciones sociales. Tal regulación imperativa es la que halla su pauta legitimadora en el Derecho, y su ejecutor, en algún tipo de organización -en nuestro caso, el Estado-aparato- a la que se atribuye capacidad coercitiva.
¿Qué lleva, pues, a la politización? ¿Por qué un área de comportamiento social queda en un momento dado incorporada al continente político? Algunos dirán que es el número de implicados el que confiere naturaleza política a su regulación: cuando afecta a todos o a gran parte de miembros de la sociedad, lo que era privado pasaría a ser asunto público.
Cierto es que el número de los afectados apunta a la politización del conflicto, pero no necesariamente. Cuestiones que involucraron desde siempre a amplios sectores de la población de una sociedad -religión, raza, condición profesional o económica- pudieron mantenerse fuera de lo político. Podría decirse, en cambio, que la politización se produce cuando la evolución del conflicto amenaza con alterar sustancialmente el punto de equilibrio hasta entonces existente. O, si se prefiere, cuando se pone en cuestión la distribución de beneficios que tal equilibrio -a menudo desigual- provoca entre los actores del conflicto.
La posible redistribución de ventajas e inconvenientes -en términos de poder, de estatuto social o de renta económica- que unos impulsan y otros resis-
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La politización como reproche
Viene de la página 9ten está en el origen de la politización. Una vez desestabilizados -digámoslo así- los términos del arreglo preexistente, la posibilidad de un nuevo arreglo sólo es posible en el ámbito político. En este ámbito, el aspecto coactivo del nuevo equilibrio puede obtener aquella legitimación superior que rebasa el acuerdo entre particulares para convertirse en regulación exigida por la necesidad de una convivencia relativamente pacífica de todo el colectivo. Ello explica que asuntos tales como la degradación del medio ambiente, la calidad de la asistencia sanitaria o la discriminación de la mujer crucen gradualmente el linde oficial que separa el conflicto entre particulares de lo que es ya una cuestión política.
Cuesta admitir, por tanto, que el traspaso de la regulación de algunos conflictos a la arena política provenga de la mera voluntad gratuita de los profesionales. A ellos les toca convertirse en portavoces -más o menos exactos- de los intereses en liza, operando, según los casos, como catalizadores o como neutralizadores potenciales del proceso de politización. En ocasiones, defenderán como deseable la regulación imperativa de un nuevo arreglo. En otras, se opondrán a dicha regulación por lo que significa de modificación del statu quo precedente.
Ello no quita -y sería ingenuo ignorarlo- que la extensión de los confines de la política se vea también favorecida por la profesionalización de sus agentes. La intervención de estos profesionales se acrecienta en correspondencia con la ampliación del ámbito político del que son operadores principales.
Esta ampliación se hace más espectacular, además, cuando -como en el presente caso español- la politización de algunos conflictos coincide con la transición de un sistema político autoritario a otro de inspiración liberal-democrática. Cuando el peso de la coacción desnuda cede el paso a una legitimación de carácter participativo, la politización de las discrepancias se hace, por definición, más clara y menos recóndita que en la etapa anterior.
A guisa de ejemplo, la alarma por una eventual politización que pudieran experimentar las cajas de ahorro bajo la proyectada normativa que ahora se negocia, nace probablemente más de la espectacularidad a que me he referido y menos a la novedad. Especialmente por lo que se refiere al hecho de que hombres de origen y carrera política pasen a desempeñar puestos de dirección en tales instituciones. Basta hojear la excelente historia que editó recientemente la más importante de tales instituciones para percatarse de que -tanto bajo la monarquía liberal como bajo la dictadura, la República, el franquismo o el posfranquismo- han sido personajes de calidad política reconocida -entre ellos, senadores, diputados, consejeros nacionales del Movimiento, procuradores en Cortes, directores generales o promotores de operaciones políticas de éxito menor- los que han venido pilotando desde siempre, y con éxito reconocido, el rumbo de dicha institución. Lo nuevo no reside, pues, en la politización que las exigencias del Estado liberal-democrático imponen. Nada sorprendente hay, a mi juicio, en el hecho de que se den procesos de politización en concretos planos de nuestra vida social, económica o cultural cuando se hace necesario recurrir a un ajuste de posiciones discrepantes por medio de la legitimación política.
Por lo mismo, poco comprensible es el reproche de politización que frecuentemente se entrecruzan los propios políticos. A no ser -y eso sí sería llamativo- que compartieran la concepción de la política predicada -entre otros- por el general Franco, cuando aconsejaba a un interlocutor devoto que le imitara absteniéndose de participar en la vida política.
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