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Nueva York

Es una ciudad vertical, la ciudad que uno conoce y casi la que uno sabe, se sabe, de memoria. En el cine, en los libros, desde los años treinta como un ángel de hierro, Nueva York proyecta una imagen que aúna el poder de una energía desafiante como apuesta (los primeros mirones a la espera de que cayeran los primeros rascacielos) y el deseo de verse perdido en sus calles para averiguarse como un ciudadano más -y mucho menos, pero qué bien entre tanta masa- de este mundo.Hay que verla desde Brooklyn Heights, tras haber tomado el metro -que, por las sorpresas verticales súbitas, tiene algo de catacumba expectante para meridionales de paso- y enfilar hasta el puerto la calle Clark. De golpe emerge el milagro codicioso de Wall Street, las torres gemelas donde trabajan 50.000 ciudadanos, ascensoristas incluidos. Y uno ve la línea de Manhattan, desde el Chrysler hasta el Battery Park, besando -¿o socavando?- la mar cercana. Parece que hay un proyecto de aumentar la verticalidad con otros templos para los midas de turno, porque Nueva York está asentada sobre rocas. Lógico. Va a ser uno de los bosques más interesantes, todavía más, y siempre de piedra. Pero el espectador, o ese voyeur contemplativo en el que se convierte el viajero, sabe que detrás de la lámina tornasolada de muros y cristales respira Central Park, que hay otros diseminados entre el dédalo de plazas y avenidas, que una ternura también respira en el aire de Nueva York. Ternura vegetal de los expectantes quietos que parecen mirar a los ambulantes y ofrecerles algún oasis visual. Árboles y hombres. Y la estrellada negrura de la noche en sus escaparates -todo, todo abierto hasta las tantas o hasta siempre, como esta vida y esta muerte que nunca acaban- que guiñan ofertas y exhiben lo que es la ciudad llevada al colmo en el absoluto de los pisos 80º y más; tendrán que ser más. No puede ser que Chicago tenga un edificio más alto que esta pantalla de las gemelas (Twin Towers) que vemos desde Brooklyn, con la gracia a su derecha del Wolworth y su cúpula estricta, bajo este cielo limpio y biselado por un aire transparente y cortante. Y ahí, el Ayuntamiento, y junto a él todo el ajetreo de bolsa y cambios que uno ignora (y no se siente mejor por eso, todo lo contrario: casi parece un desaire no saber de economía ante tal elocuencia) y la armonía espléndida del Empire State, casi frágil a fuerza de decó, y otra vez, y otra vez el Chrysler como una ceja erizada de asombros (son tantos ya más altos que él), pero aún contento porque mejor decó que él, ninguno.

Nueva York cierra el abrazo en tomo a sí misma en su isla y núcleo de Manhattan para abrirse hacia el exterior, donde divagan todos los sueños. No sólo el oceánico y melancólico del noviembre de Melville, sino el terrestre-ácueo del Hudson hacia una vida tal vez más calma o sosegada. Desde Nueva York todo son exteriores, cuya película -siempre a punto de quemarse- conservan (¿hasta cuándo?) los archivos de una memoria colectiva de paso, andariega y alarmada por ese precario equilibrio tenazmente en pie. Siempre hay ganas de volver, y nunca se sabe si realmente podrá uno reconocerse en ella. Y la presencia de las escaleras parece invitar a una ascensión lenta o a la huida de algún incendio. Juan Ramón Jiménez se fijó de inmediato en las escaleras. Federico García Lorca sintió el vértigo de la absorción desde arriba.

Es un lugar poético paradójico, considerando su trepidación mecánica y la agresividad tangible -como en cualquier ciudad- de su mismo tejido sociológico, hecho de inmigraciones emergentes en pugna con las que pueden ir de baja: negros, judíos irlandeses, italianos, orientales (dicen que los coreanos son hoy los detentadores del comercio frutícola) componen una trama microcósmica que no cesa de atraer la atención del pasajero. El reverso de la afluencia obvia en determinados detallistas permite suponer las estrategias presumibles, las zancadillas de una supervivencia sin contemplaciones.

Pero el magnetismo de Nueva York prevalece, porque ahí selecciona uno lo que prefiere -como en todas partes-, pero ejercitando mejor su disposición ocular urbana. El mal, esa abstracción para metafisicos, se traduce concretamente en el daño recíproco que de unos a otros marca el ritmo inconfundible de la ciudad, de todas las ciudades. En ésta, sin duda más duro, ocurre también el complementario vigor que compensa de tanta dureza evidente. Y son los estudiantes en torno a Washington Square (o una partida de ajedrez en el tablero de piedra a las tantas de la madrugada), o los granjeros con sus productos naturales, naturalmente caros, en Union Square los sábados y una vez más y siempre los negros con su vitalidad y elegancia precisas, y los puertorriqueños con su expresión y su literatura revigorizando al sesgo -¿insospechadamente?- el abigarramiento cultural. Marginales o no, las expectativas de la afirmación personal o de grupo nunca ceden en el perpetuable crisol anglohispanoamericano.

Parece imposible la revisión pormenorizada de los diversos núcleos en torno a los cuales pivota como un organismo acentuadamente vivo la configuración total del entramado callejero. Pero la reactivación del Soho, de recintos más recortados como Tribeca, de barrios como Chelsea (sobre el que un reciente New York Times llamaba la atención a propósito de sus encantos, que ya serán más caros) y de la plaza Astor y su vertiente hacia la calle St. Mark demuestran un metabolismo tan implacable como atractivo. Si por una parte la ciudad deviene vertiginosamente cara y engulle o arrincona en su proceso a los menos afluyentes, se diría que emergen otras posibilidades para el eufemismo y que los pobres no cederán. En cualquier caso, y con brutal evidencia, lo de que nadie es más que nadie adquiere en la babel del Hudson una materialización rotunda.

En Greenwich Village, para acabar provisionalmente estas notas, ocurre y se reitera día a día el mejor espectáculo del mundo. Hay que ir más allá del aspecto y atender al envés (al inspecto, como ya dijo Paulhan) para entender. Los coches de la policía, cierto, transitan cachazudos a la espera de calculadas detenciones. Pero un negro, como improvisado reverso sarcástico del paseo distraído, viene a sacudir el sonambulismo del orden y de los viandantes desalertados, al desplegar en plena calle el verdadero teatro de sus chanzas grotescas y el desenfado provocador de una marginalidad que cuida de no pasar inadvertida.

Al evocar este sentimiento de ciudad plena vivido allí vuelven las notas y los versos (como un cándido reflejo, bien es verdad) de Juan Ramón Jiménez, de Moreno Villa, de García Lorca y los conjuros de Alberti. Y retorna sobre todo el tono de Salinas en su condición de acechante lírico por la sólida selva de Manhattan: "Infinita a los ojos y toda numerada, a cada paso un algo nos revelas / de dos en dos muy misteriosamente...".

Sí, en la ironía saliniana me parece ver el aliento de un humor oxigenado, una forma de amor figurativo de las letras reflejándose en la página edificada del diseño de la ciudad que debe de seguir cambiando y manteniéndose, por tanto, fiel a sí misma. Pues para hablar de Nueva York puntualmente, tal como ahora pueda estar en un absoluto presente, debería publicarse lo que uno escribe a la velocidad de la luz que simultáneamente -allí y aquí- brilla en su sola fugacidad bastante. Presente que es todo inminencias, y gracia precisa de aparición (como escribía E. B. White en 1949 a propósito de la ciudad). Poner al día las impresiones sobre ella es menos una obligación que un placer. Y al lector, ya viajero inminente, no le incumbe sino comprobarlo.

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