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Las huellas de la religión en el camino del socialismo

Hace más de 10 años que un grupo de cristianos y marxistas se especializaron en el diálogo entre ambas doctrinas, recuerda el autor de este trabajo. La religión en España es un asunto público, y el socialismo, en su opinión, debe volver la vista atrás para ponerse al día, pues nace como abogado del lado oculto de la realidad, y aquel diálogo sigue teniendo vigencia hoy.

Para los sabios del lugar, religión y política son una mezcla explosiva de cuya manipulación nada bueno cabe esperar. Tampoco hay esperanzas de que hablando se clarifique un panorama que admite todo tipo de combinaciones: Dios con Reagan, Dios con Jomeini, Dios con el nacionalcatolicismo... Unos arreglos a la carta, de la que usted, por ejemplo, puede servirse.Si los sabios locales prefieren que el asunto no se airee es, sin duda, porque piensan que el lugar de la religión es el armario y mucho mejor si es el de la sacristía. Vana esperanza. En España Dios no es que ande entre pucheros, que decía Teresa de Ávila, sino en los mismísimos garbanzos. La religión es un asunto público. Y esa convicción guió la reciente convocatoria de Cristianos por el Socialismo para un debate sobre el viejo asunto de la religión y la política, en este caso, sobre el cristianismo y el socialismo.

Hace ahora más de una década este grupo de cristianos se especializó en un debate teórico -la revisión de la crítica marxista de la religión-, con claras connotaciones políticas: cuestionar las ortodoxias eclesiásticas y políticas que hablaban de incompatibilidad entre el socialismo y el cristianismo. Eran heterodoxos en su propia iglesia, que condenaba doctrinariamente al marxismo, y eran seres atípicos en algunos partidos de izquierda, que no estaban habituados a estos compañeros de viaje.

Eran otros tiempos. Ahora el socialismo ha perdido la seguridad doctrinaria de antes y busca sus señas de identidad. La religión, por el contrario, ha seguido un camino opuesto: hoy se predica con más seguridad que entonces. Entre ambos se da una coexistencia pacífica, lo que no significa que haya aumentado el mutuo aprecio teórico.

Los grandes tópicos del socialismo están sufriendo tal metamorfosis que cuestiones ingenuas como ¿qué es el socialismo? descolocan. Se dan respuestas para andar por casa y en ellas no aparecen conceptos que los han identificado en el pasado: planificación democrática de la economía, socialización de los medios de producción, división de la sociedad en clases, etcétera. En su lugar aparece un nuevo topos del socialismo: la modernidad.

La modernidad, o la modernización, es un vocablo polisémico. Significa, en primer lugar, actualización del sistema productivo en función de los adelantos tecnológicos y las exigencias del mercado. Pero en España la modernización tiene otra connotación, a primera vista paradójica: modernizar es recuperar un cierto pasado. Modernización es hacerse con la modernidad o, más familiarmente, con la Ilustración, entendida ésta no tanto como época fechable, cuanto como talante. Imponer al socialismo la tarea de hacerse con la Ilustración puede resultar fascinante a algunos pocos, pero desorientador para los más. De ahí que los socialistas más radicales desconfían de esa vuelta al pasado presocialista, sobre todo si se le relaciona con la querencia de ciertos políticos socialistas al neoliberalismo económico.

Aceptado el riesgo, quizá valga la pena intentar hacer ese extrailo viaje del socialismo, que para ponerse al día tiene que volver atrás. Metodológicamente, el invento no debería sorprender a nadie, y menos a los marxistas más confesos. Sabido es, en efecto, que el marxismo se ubica en esa historia de la emancipación humana, a la que aporta un grano de originalidad: exigir la creación de condiciones materiales que posibiliten los imperativos liberadores heredados. De ahí ese esfuerzo prometeico por reducir el cielo a la tierra, la humanidad al trabajador, la dialéctica histórica a la lucha de clases, la comunión de los santos a la sociedad sin clases. Haciendo así pensaba el marxismo colocar al hombre ilustrado en el camino de su protagonismo histórico: le hacía pasar de sujeto histórico, que decía la Ilustración, a sujeto de la historia, objetivo del socialismo.

Pero a lo mejor no hay que reducir tanto. Esas abstracciones de la Ilustración no eran, quizá, señales de una inteligencia adolescente, sino sabias prevenciones, fruto de historias contadas que Prometeo había aprendido en su niñez y luego olvidaron sus intérpretes. En esta reivindicación de lo abstracto, esto es, de horizontes no dominados por el hombre aplicado a su tarea de reducción feuerbachiana, hay ya una alusión a la religión. Recuérdese, en efecto, que la filosofía de la Ilustración se las tuvo que ver con la teología. Los ilustrados crearon las bases teóricas para que la ciencia, la ética y la política fueran cosas de hombres, a su medida y en su provecho. Lo consiguieron en dura lid con la religión. Pero no hay que olvidar que los nuevos sin-Dios se calentaban, como decía Nietzsche, con el rescoldo de un viejo fuego que habían encendido los dioses.

Por eso eran demasiado realistas como para aceptar que ese movimiento de emancipación heredado, y que ellos relanzaban, pudiera reposar satisfecho en sus proyectos o en sus logros. Demasiado fracaso, demasiado poco lo conseguido como para olvidar un anhelo de justicia absoluta, último derecho que reclamaban para sí los vencidos. Esa tradición la había heredado de manos de la teología de la historia, que ellos, los ilustrados, lógicamente negaban porque no creían en el cielo individual para cada muerto, sobre todo si era a cambio de que el gran inquisidor, como decía Dostoievski, comprara la libertad de los hombres con el pan de su hambre.

Una justicia absoluta

No lo creían, pero mantenían la exigencia de una justicia absoluta, no tanto porque el cielo pudiera hacer justicia a la víctima sacrificada, sino porque con ese imperativo cobraba la justicia humana toda su limitada condición. Por eso, a esa conciencia iba aneja la capacidad de rebelión contra sus limitaciones, palanca del movimiento emancipador. Los ilustrados secularizaron los contenidos cristianos en dos sentidos: primero, reduciéndolos a categorías humanas y, segundo, reconociendo en la realidad terrenal unas huellas que dejaba la tradición religiosa anterior. Fiel a este espíritu, decía Horkheimer que lo que distingue a un hombre progresista de otro reaccionario no es que el primero no cree en Dios y el otro sí, sino que aquél es consciente de las fronteras del hacer humano, y éste otro, no. Pues bien, en la tradición posilustrada, tanto la liberal como la socialista, se ha perdido esa capacidad de leer las huellas que fue la matriz de la filosofía de la historia, esto es, de una concepción progresista de los acontecimientos, recogida ejemplarmente en el socialismo. La presencia de estos cristianos en este debate sobre el socialismo pretendía contribuir a descifrar, descubrir y hasta reanimar las raíces de una tradición emancipadora que cada vez sueña y recuerda menos.¿Y eso qué significa políticamente? De momento, nada. Es una oferta de especulación filosófica que afecta de entrada a un punto perdido en la teoría socialista: ¿quién es el sujeto del proceso de emancipación?, ¿el bloque social progresista?, ¿el proletariado moderno?, ¿la sufrida clase media? Mucho antes que cualquiera de ellos es el hombre en cuanto frustrado y explotado. El movimiento emancipatorio es, en su raíz, el grito de la liberación de quien no está liberado. El socialismo es la teoría de los que no son sujetos históricos. Mientras se apoye en ellos podrá representar el movimiento político de liberación.

Alguien diría que esa sensibilidad está dentro del socialismo, en su talante ético. Y que no vale, por tanto, especular tanto para demostrar lo evidente. Efectivamente, el socialismo es sensible a ese dolor, a él responde su moralidad específica. Pero ése es el problema, que ha quedado reducido a una categoría moral. Pero, en el socialismo, la liberación del no-sujeto no es sólo un problema moral, es su razón de ser. La solidaridad que sólo es exigencia moral malamente aguantará las rebajas que impongan los condicionantes fácticos. Sólo cuando se vea en ella la concreción de un proyecto político podrá significar su postergamiento algo más que desazón de mala conciencia: será la señal de que no existe tal proyecto, y si existe, poco pinta.

La crisis del socialismo no es sólo estratégica, sino filosófica. Mientras está convencido de que con un análisis serio de la realidad dará con las claves de la emancipación, peligro hay de que no descubra más que lo que ya es evidente. Pero el socialismo nace como abogado del lado oculto de la realidad, el que no se ve, ni se analiza contablemente y apenas vota.

Ese convencimiento era el fruto de una cultura política de claras raíces ilustradas, aunque escasamente verbalizada en los proyectos políticos. Debería preocupar no sólo su olvido, sino que no se la eche en falta.

Reyes Mate es especialista en filosofía de la religión.

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